Antón Patiño
Manifiesto de la mirada. Hacia una imagen sensorial
Fórcola, Madrid, 2018
312 páginas, 21.50 €
En agosto de 1950, un periodista visita el estudio de Jackson Pollock. Al finalizar la conversación, Pollock le dice al periodista: «Hubo un crítico hace algún tiempo que escribió que mis cuadros no tenían comienzo ni fin. No quería hacer un elogio, pero lo hizo. Un gran elogio». Lee Krasner, mujer de Pollock, añade: «Eso es exactamente lo que es la obra de Jackson. Es como espacio sin enmarcar». Si hoy, tanto tiempo después, nos situamos frente a uno de los trabajos de Pollock, frente a uno de esos espacios sin enmarcar, no sólo veremos el flujo interminable de ese enredo de líneas, de ese vertiginoso palimpsesto. También contemplamos el momento afortunado. Lo vemos a él, a Pollock, sus vicisitudes, su cuerpo dramatizado en las instantáneas de Hans Namuth, el fotógrafo a quien lo que más impresionaba de Pollock era su silencio. Observamos el proceso, el tiempo detenido del taller, ese latido visual expandido del que nos habla Antón Patiño en cierto momento de Manifiesto de la mirada. Lo vemos todo, a un Pollock completo, vemos, de él, lo tangible y lo inmaterial. Son pocas las imágenes que quedan grabadas en la memoria y, sin embargo, quedan todas las posibles en la maraña de Pollock, quedan las que, rompiendo la cadena de la temporalidad, detienen y rescatan el instante de un vértigo efímero. El ojo que graba, escribe Patiño, registra la fluctuación errática.
Se pregunta el autor en este ensayo si es el lenguaje artístico intraducible al verbal. Y se responde, y nos responde, que es posible una aproximación lateral, un acercamiento poético que pueda intuir la génesis embrionaria y los avatares de la creación. La clave no es sino nombrar el enigma sin desvelarlo. Y él, poeta, pintor y pensador, sabe bien nombrar sin desvelar, sabe sugerir, abrir, mostrar los vaivenes de cualquier proceso creador. Hay algo de inmaterial en lo discursivo. Pero ahí está el artista como hombre táctil, como ojo en estado salvaje frente a la civilización del texto. De la soledad y la introspección activa se llega, mediante el texto, a la esfera de lo público, a la mirada social del espectador que escribe. Todo está hecho de analogías y deslizamientos fluidos. Y de ahí la errancia y la acción. Al referirse Antón Patiño a Calle de dirección única, el libro de un Walter Benjamin aquí omnipresente, nos habla de escritura de acción, de dislocado manifiesto-collage. Patiño opta por un proceso de escritura que, en paralelo con los de elaboración de las imágenes creativas, establece una amalgama de ideas aparentemente imposibles, de inciertas ensoñaciones erráticas, de múltiples evocaciones huidizas que, entre todas, establecen un sorprendente pacto vital. Una estructura intangible que fusiona elementos dispares a la búsqueda del ritmo unitario del relato del aura. Acaso como el niño desordenado, como el niño coleccionista de Benjamin. No es extraño, así, que el colofón del libro se cierre con estas palabras de Yves Tanguy: «La pintura se desarrolla ante mis ojos, desplegando sus sorpresas a medida que avanza. Esto es lo que me da la sensación de completa libertad, y por eso soy incapaz de formar un plan o de hacer un croquis de antemano».
A la escritura de acción se le hace necesario un manifiesto que debe, asimismo, mover a la acción. Si ya en su anterior ensayo, Todas las pantallas encendidas, había analizado la crisis de la mirada contemporánea, la excitada visualidad hegemónica, la iconosfera dominante de las imágenes-poder y la amnesia de las pantallas omnipresentes en un entorno narcótico, si ya había apelado entonces a la «mirada distraída» de Walter Benjamin y había proclamado la necesidad de una resistencia poética y artística, ahora Antón Patiño pasa a la acción. Es necesario conjurar el desorden a golpes de introspección, dice, para evitar la mentalidad restrictiva de los abundantes decálogos biempensantes. Es tal la asfixia debida a la acumulación comunicativa que sobrevivimos aturdidos, náufragos en la saturación. Y de ahí a la acción directa. Frente a los límites restrictivos de la razón vigilante, propone el carácter experimental de la imagen pictórica. Frente a la pasividad teledirigida y al deseo programado, la imaginación como necesaria herramienta de libertad. Frente a lo real-dominante estereotipado, nos empuja a lo real-vivido. Frente al objeto edulcorado del consumo, la alternativa es el mundo de los sueños. El eclipse del aura es el alejamiento del legado romántico-simbolista. El progresivo desencantamiento positivista hace desaparecer el mundo de la ensoñación. Frente a las caras apantalladas convertidas en opacos espejos de la realidad onírica artificial y de la claudicación tecnológica, frente a la emergencia de la masa y la crisis de la alteridad, aboga Patiño por el rostro individual. Todo semblante, apunta, guarda siempre un enigma, una melancolía imprecisa, un rastro inquietante. Frente a la trama despótica del principio de realidad, el simbólico refugio que es el territorio de la infancia. El artista vive en esa infancia, habla desde el silencio, desde el origen como mirada, expresando sus deseos de jugar. Frente al control social y el énfasis del mercado, la lenta poesía ritual para recuperar la tensión mítica y la concentración simbólica de la duración. Frente a la máquina burocrática de la sociedad administrada, los intersticios y los espacios de resistencia de la poesía, los márgenes y los aledaños de la homogeneidad patológica. Frente a la masificación anónima, propone la irrupción del flâneur en la lejanía. Frente al ruido público, el silencio febril de la introspección creadora. Isla de silencio frente al océano de las muchedumbres. Exilio frente a la polis. Es necesario, asegura, liberar los gestos del hábito, acceder a ese espacio otro del interior de nosotros. Abandonar el automatismo de la costumbre y la rutina para recuperar la magia de lo cotidiano. Ver, como Pessoa, las cosas por primera vez.
El pionero busca rutas insólitas, pretende cuerpos libres en trayectorias que esbocen nuevos senderos, anhela configurar un hábitat que active el secreto de los laberintos interiores, un refugio, un espacio simbólico que transforme la realidad física y amplíe las resonancias desde la mirada interior. El arte es fermento de la vida, latido primordial, fuerza organizadora en el caos, aventura en los más sencillos y cotidianos gestos, en lo más impalpable, en cada pequeño pliegue de lo real. En todo ello habita el aura, iluminación profana, iluminación del instante. Antón Patiño remite de nuevo a Walter Benjamin: «La huella es la aparición de una cercanía, por lejos que pueda estar lo que la dejó atrás. El aura es la aparición de una lejanía, por cerca que pueda estar lo que la provoca. En la huella nos hacemos con la cosa; en el aura es ella la que se apodera de nosotros». Capacidad de abrir la mirada, de tener la inmensidad en la palma de la mano. Y también extrañamiento, distancia frente a lo próximo, convertir lo maravilloso en cotidiano, dar realidad sensible a lo que sólo es ausencia. Para acceder al extrañamiento propone Antón Patiño suspender la temporalidad, detener el movimiento en el umbral enigmático y huidizo de la percepción, ralentizarlo. «Respiración visual», escribe. Dice Giorgio de Chirico: «Cada cosa tiene dos aspectos: un aspecto común, que es el que vemos casi siempre y que ven los hombres en general, y el otro aspecto espectral o metafísico, que no pueden ver más que individuos excepcionales en momentos de clarividencia y de abstracción metafísica». Intervalo y relampagueo, interrupción e interferencia, señala Patiño. Tensión dialéctica de la imagen como aura, allí donde se produce el encuentro de contrarios. Unión de lo intangible con lo material, la textura del mundo con la ingravidez de la lejanía. Diálogo entre materia y apariencia, interpenetración simbólica, forma y transformación, fértil convulsión y vaivén de contrarios. Magma de tensión: lo táctil y lo impalpable, lo consciente y lo inconsciente, sonido y silencio, conciencia y mundo, interior y exterior, naturaleza y mirada. La vida de las formas como fluencia y metamorfosis. Viaje de ida y vuelta entre lo conocido y lo desconocido. La imagen como proceso de vértigo y desplazamiento. Oscilación entre intimidad e infinito exterior. Alquimia de opuestos en busca de una configuración que postule la unidad en lo que se presenta como disperso. Trazar una cartografía de la modernidad como mapa que sólo admite posibles interpretaciones basadas en derivas exploratorias y audaces incursiones aleatorias. El arte de extraviarse de Benjamin. La demora como puerta abierta a la percepción sublimada. El instante detenido y pleno, más allá de las fronteras del tiempo. El momento iluminador.
Antón Patiño va a rebuscar en lo onírico, ese umbral entre el sueño y la realidad en el que está, dice, la verdadera vida. Va a utilizar y analizar para ello el collage y el montaje, el mosaico y el caleidoscopio, lo fragmentario de la alquimia perceptiva, la recomposición de lo astillado, lo que se va sedimentando en estratos y capas, el palimpsesto del hombre bisagra situado entre los límites. Se va a convertir, y el lector, asimismo, en espectador partícipe en medio de un espectáculo que lo rodea completamente, dentro de la obra y no frente a ella. Privilegia el autor la capacidad de asombro, el vértigo de la mirada primera, la mirada activa que escucha y necesita adiestrarse para encontrar ese espacio que, como aquel del que hablaba Giacometti, «se halla justo detrás de tu cabeza». Y todo ello lo busca en el cine y en el teatro, en la captación del espacio, en la pintura, en la fotografía y en el Museo Imaginario, en la poesía, en la voluptuosidad y en la ebriedad, incluso en el trauma, en la destrucción y el desperdicio. Y también en la melancolía.
La imagen, afirma Patiño, no es un objeto, sino un proceso. Y ver es, como recuerda que dice Blanchot, un contacto a distancia. En la contemplación de un paisaje, podemos enfocar la rama que observamos en primer plano o bien optar por la nitidez en el contorno del fondo. El enfoque aísla e ilumina. La descripción de la sombra de la rama proyectada sobre quien contempla hace que el paisaje toque el cuerpo. Distancia mítica y proximidad táctil, según el autor, se fusionan. La imagen vive si la activamos en la memoria. Toma cuerpo, respira el aura. La imagen es una ruptura de las convenciones, una anomalía en el desorden de las cosas. Es palabra de Antón Patiño. Recuperemos la felicidad que da mirar.