Álex Chico
Un final para Benjamin Walter
Candaya, Barcelona, 2017
256 páginas, 16.00 €
Álex Chico (Plasencia, 1980) ha publicado los libros de poemas La tristeza del eco, Dimensión de la frontera, Un lugar para nadie y Habitación en W, además de las plaquettes Escritura, Nuevo alzado de la ruina y Las esquinas del mar. También el cuaderno de notas Sesenta y cinco momentos en la vida de un escritor de posdatas y Vivir enfrente. Nueve conversaciones. En 2016, se editó en Chile Espacio en blanco, una antología que reúne parte de su obra poética desde 2008 hasta 2014.
Sus poemas han aparecido en diversas revistas y en diferentes antologías: Punto de partida. Jóvenes poetas en España; Matriz desposeída. Últimas voces de la poesía en Extremadura; Todo es poesía en Granada; Antología de poesía joven. Doce nuevos poetas y Piedra de toque. Ha ejercido la crítica literaria en numerosos medios, fue cofundador de la revista de humanidades Kafka y, en la actualidad, forma parte del consejo de redacción de Quimera. Revista de Literatura.
No me olvido de Un hombre espera, que Chico calificó como «novela de ensayo ficción». La dejo para el final porque ahí empieza su carrera narrativa y porque, aunque los personajes son distintos —en aquélla José Antonio Gabriel y Galán y en ésta Walter Benjamin—, el procedimiento permanece, algo sobre lo que uno ha intentado indagar a partir, como es lógico, de una atenta lectura del libro lápiz en mano.
La editorial Candaya usa la palabra «novela» para referirse a Un final para Benjamin Walter, que aparece en su colección de narrativa. Chico, con ese añadido de «ensayo ficción», hace lo mismo. Me temo que, hasta que no se acuñe un término nuevo para definir los libros que mezclan en su interior distintos géneros (los de Sebald, Carrère o Vila-Matas, pongo por caso), el de novela sigue siendo el mejor. Al fin y al cabo, si seguimos las acepciones del Diccionario de la lengua española, se trata de una «obra literaria narrativa de cierta extensión» y estamos ante una «ficción o mentira» literaria donde predomina lo narrativo.
Diferenciaba Benjamin, a este propósito, entre narrador y novelista, siendo así, uno se decantaría por calificar a Chico de lo primero, ya que en él prima cierta oralidad (la del trasmisor) y sus resabios no son los del constructor de artefactos novelescos, sino, más bien, los de un poeta que conoce las ventajas de la precisión y de la economía verbal. Para el alemán, «narrar no es sólo un arte», necesita de la «sabiduría». Un narrador, sí, pero también un poeta (no falta, desde las primeras líneas, una pulsión poética), amén de un lector; en especial, de ensayos. Por eso conviene destacar cuanto antes la notable densidad de estas páginas, que no se leen como las de un best seller ni porque sí. Páginas donde distinguimos géneros como la narrativa (con el añadido de novela de intriga), la poesía (que se cuela por cualquier intersticio, poco importa que sea en forma de prosa), el ensayo, la crónica, el diario, la crítica literaria, el libro de viajes y el de aforismos. Salvo el teatro…
¿Podemos, con todo, acotar su condición híbrida? Sin duda. En pocas palabras, se cuenta la peripecia de alguien (identificable con el autor) que viaja a la localidad catalana y fronteriza de Portbou para intentar averiguar lo que le ocurrió al pensador judío Walter Benjamin en sus últimos días, los que anteceden a su muerte, ya que, en su desesperada huida de los nazis, camino de Lisboa, allí, al parecer, se suicidó. En Portbou, Benjamin altera el orden de nombre y apellido. En Portbou, el señor Walter pierde la vida y una maleta. Fue en septiembre de 1940.
Dos son las claves: Portbou y Benjamin. «Dos desconocidos, dos presencias que no han encontrado la vida adecuada para ser inscritos en un mapa», leemos. Ambas «tejen una trama». Chico fue a buscar un autor y se encontró con un pueblo. O con una estación con pueblo. No es casual. Si hay una obsesión central en la obra del placentino, es, precisamente, la del lugar. La noción de lugar. El territorio de la vida que termina confundiéndose con el de la literatura. Porque «cualquier territorio es, antes que nada, un estado de ánimo, una manera de ser y de interpretar el mundo», según Chico. «El territorio y la escritura —dice en otro sitio— ocupan un mismo espacio». Lugares de la memoria y del olvido «que arrastran su propia culpa». Y a sus «propios culpables».
«Composición de lugar» se titula la primera parte de esta obra, la que ocupa casi todo su espacio, setenta y cinco capítulos. La historia real. Y pues que de lugares hablamos, citemos el memorial de Karavan que se levanta en Portbou para evocar al autor de Infancia en Berlín hacia 1900. Documento de cultura y de barbarie. «Un tránsito, una promesa». Y situemos allí al paseante solitario que lo visita cada poco en la compañía fantasmal de los «ausentes». Al viajero que Chico es y representa, un flâneur («escritor en movimiento», «su tarea es estar a la expectativa»), como bien sabemos los que leemos sus reportajes de Quimera, tan importantes para comprender el alcance de esta aventura. El que se aloja en el Comodoro y el Juventus o en casa de Silvia o Sílvia (con tilde o sin ella). El que se acerca a Cerbère y desempolva la vergonzosa memoria de Francia, la de Vichy y sus campos de concentración. En esa «geografía fronteriza», en esa encrucijada de caminos y de líneas férreas donde quedaron atrapados exiliados y apátridas y judíos errantes como Benjamin.
Portbou, «un paisaje lleno de citas», «un horizonte falso», un «microcosmos», «la narración de un silencio», «un lugar desconocido que me resultaba extrañamente familiar».
El viaje, sí, es otra pieza esencial de este puzle («En eso consiste el oficio, en recomponer piezas sueltas»), de esta escritura tan fragmentaria como la de Benjamin, a la que homenajea. Porque «poco sabemos de lo que sucedió realmente», casi todo son conjeturas y, sobre ellas, levanta Chico su edificio de sonido y sentido. Entre la imaginación y la memoria, entre la realidad y la ficción. Su novela. Su diario de viaje. Su crónica y su reportaje. También su ensayo. Sobre el Angelus Novus, tan benjaminiano como de Paul Klee, por ejemplo, o sobre la ciudad como tarea de reinvención y de muerte, o sobre la insuficiencia del lenguaje después de Auschwitz, o, en fin, sobre la obra del propio Benjamin, un filósofo más admirado que leído. Y su poética, pues que todo el libro no deja de ser, asimismo, una profunda indagación sobre la propia escritura.
Se dejan caer por sus páginas aforismos, sentencias llenas de agudeza y lucidez. Así: «No existe una traducción exacta para explicar la desmemoria, tampoco para dar forma al olvido». O: «Nadie puede escribir hasta que no ha perdido un lugar». No hace falta precisar, al hilo de lo que acabo de decir, que hay un componente moral en la obra, de índole humanística, que no conviene soslayar. Hannah Arendt y Albert Camus asentirían.
Aprovecha el personaje de Silvia (o Sílvia) Monferrer, sus cuadernos, para evocar lugares visitados, de Buenos Aires a la Provenza, de Portugal a La Habana, pasando por Malta y Barcelona. La de su casera es una suerte de novela dentro de la novela.
En «La densidad del círculo», una especie de epílogo ensayístico donde abundan las citas, Chico parte del primer poema de su primer libro, en el que ya se mencionaba a Benjamin. Todo lo que ha escrito después procede de ahí, explica. No cree que aquello fuera casualidad. Piensa, en definitiva, que la escritura es fruto de la predestinación. «Por eso escribes, para consignar un olvido». La escritura como presagio, como anticipación. Causa y razón, también «suma de azares», de que llegara a Benjamin, pero, además, a Portbou, pues «hay lugares a los que parecemos destinados de antemano». Parajes donde construir refugios. Incluso el definitivo: el de la tumba, que sirve, en su caso, para acoger de forma simbólica a todos los que «huyeron de la barbarie».
La citada Arendt, que estuvo tras su muerte en Portbou, escribe desde Nueva York a Gershom Scholem (la carta está fechada el 17 de octubre de 1941 y se recoge en la correspondencia entre ambos editada por Trotta): «En aquellos días en Marsella mencionó nuevamente intenciones de suicidio. Lo demás lo sabrá usted seguramente: que tuvo que partir con personas que le eran completamente desconocidas; que eligieron el camino más largo, que implicó una caminata a pie por la montaña de aproximadamente siete horas; que por razones inconcebibles destruyeron sus documentos de residencia franceses y así se impidieron ellos mismos la vuelta a Francia; que luego llegaron a la frontera española justamente veinticuatro horas después de su cierre a personas sin pasaporte nacional —a todos tan sólo nos quedaban los papeles del consulado americano—; que Benji se había derrumbado varias veces ya en la ida; que a la mañana siguiente deberían ser entregados en la frontera española, y que él, en la noche que se les había concedido, se suicidó». A pesar de lo dicho, Chico no descarta en su libro (alude a testimonios escuchados y leídos) la hipótesis del asesinato. La convulsión de la época daba para eso. Y para mucho más.
Benjamin en Portbou, a orillas del mar Mediterráneo, que acaso lo llevaría a recordar sus felices días en Ibiza, rescatados por Vicente Valero en su libro Experiencia y pobreza.
Benjamin es, parafraseando a Kafka, «un hombre que había estado ocupado continuamente en la indagación de sí mismo y, sin embargo, nunca pudo mirar siquiera una vez a un espejo». Alguien que vuelve a visitarnos setenta y ocho años después por culpa —bendita culpa— de Álex Chico.