César Aira
La ola que lee. Artículos y reseñas 1981-2010
Literatura Random House
336 páginas
Cuando un escritor da su testimonio sobre la obra de otros, acuña una moneda en cuya cara expone lo que sabe, siente, percibe del texto analizado, y en cuya cruz, además, muestra mucho sobre sí mismo. No es en puridad un crítico: le falta asepsia. También habrá quien vea en esto una doble faz: ventajas en lo literario, inconvenientes en lo académico.
Premio Formentor de las Letras 2021, al final César Aira se ha convertido en uno de aquellos escritores con reconocimiento a los que sardónicamente criticaba en uno de los artículos y reseñas recogidos en La ola que lee. Siendo un raro, un solitario que apenas concede entrevistas o viaja, careciendo de don de gentes y hasta de dotes oratorias, como se vio en la ceremonia de entrega del citado premio en Sevilla, Aira ha conseguido ganarse a un pequeño público entusiasta junto a parte de la crítica a fuerza de no competir en las ligas de otros sino mediante el expediente de reinar en la suya propia, inconfundible. Sobre los entresijos de su creación hay páginas en este volumen antológico editado y prologado por María Belén Riveiro. También, acerca de muchos otros escritores, fundamentalmente del ámbito iberoamericano (Aira es un gran defensor de la literatura brasileña, tan desconocida en su natal argentina como en el resto de Hispanoamérica y en España). Menudean los palos, nunca de ciego, porque Aira es, por encima de escritor, lector. Que algunos se antojen caprichosos nada importa, nadie dice que sea científico, no es una prueba de antígenos (tan falible por otra parte, como sabemos).
También se ocupa del arte, de la traducción, en esta casi cincuentena de piezas agrupadas en bloques que corresponden a tres décadas, de 1981 a 2010. La responsable de la edición indica que ahí se detiene la selección, «cuando los libros de Aira llegaron a muchos países». Habría estado bien saber si es que se interrumpió entonces su escritura en revistas y suplementos o si, continuador de ella, hay más material de esta índole que pueda ser compilado en un futuro, toda vez que el interés por el autor se acrecienta.
Aquí habla Aira de Kafka, Duchamp, Puig, Lamborhini, Borges (incluido un apócrifo suyo que acabó en pleito). Pero también de Fernando Vallejo, a quien clava en una excelente silueta y crítica de La Virgen de los sicarios. Tunde bien a quien le parece merecedor de ello, no importa que su nombre esté encumbrado. Al reseñar Alguien que anda por ahí, de Cortázar, escribe: «Como curiosidad, se incluye un cuento extraordinariamente malo (pero fechado en 1954) con correcciones que lo empeoran: un auténtico tour de forcé». O en otra página también de 1981: «La novela argentina actual, quién lo duda, es una especie raquítica y malograda». No tarda en añadir en el juicio sobre Como en la guerra, de Luisa Valenzuela, «La novela propiamente dicha ocupa tres páginas, y el resto es esa clase de relleno que se produce al alinear a cualquier precio durante un libro entero los mitos que un autor encuentra más prestigiosos».
Del otro gran escritor argentino con el que solía nombrársele a la cabeza de la literatura de su país, y tomando el símil de la moneda con que se abrían estas líneas, se despacha de este modo: «Ricardo Piglia logra con Respiración artificial (Pomaire, 1980) una de las peores novelas de su generación gracias, en parte, a esta sordidez profesional, que en él deriva del temor infantil de que no lo comparen con Arlt (la otra cara de esta identificación es la escritura vigilada hasta la aridez, por temor de que sí lo comparen con Arlt)». Vaya en descargo de esta iconoclastia que Aira tenía en ese momento 32 años; si no un chico, sí alguien que es todavía joven y marca su territorio con unos de los atributos que ha dado la naturaleza a los animales superiores para ello: la insolencia. No poca fue la que exhibió, por ejemplo, en «Los simulacros literarios del boom» (1986); allí y más adelante mostrará su más que reticencia ante Gabriel García Márquez.
Pero tan importante es mostrar falta de reverencia como señalar obras que merecen ser leídas y que un lector extranjero o aun argentino, de una o dos generaciones posterior, puede apuntar en la lista de asignaturas pendientes aunque sea con la sospecha, no del todo injustificada, de que Aira se equivoque con el mismo desparpajo con el que condena algunos libros y autores. Lo importante siempre es el riesgo: lo esclerotizado, lo indiscutible, tiene poco que ver con la creación. No me atrevería a tildarlo de error, pero hay opiniones aquí que hoy no pasarían la aduana de la corrección política, como el juicio de que «todas las escritoras argentinas son unas perdonavidas profesionales», comparable al despectivo uso a discreción del peyorativo «señoro» o «heteropatriarcal» de hogaño, vuelta la tortilla en lo que respecta a los excesos, más que verbales, de simplificación.
La ironía le asiste en más de un comentario, y la sensatez casi siempre, como cuando habla del peligro de «que la literatura contemporánea se presente como “buena” o “gran” literatura aprobada a libro cerrado, algo así como clásicos automáticos». Otro ejemplo: «Traducir poesía es el más necio de los pasatiempos adolescentes. El que quiera leer a Baudelaire, y no se tome el trabajo de aprender el francés… se merece las traducciones».
Libros que alaba no ya por «importantes» (con todo lo que esto significa de sanción social y frivolización periodística), sino por ser descubrimientos personales del lector que es Aira, son El beso de la mujer araña de Manuel Puig, Cobra de Severo Sarduy y La vida es un tango, de Copi. Aunque en la desembocadura del Río de la Plata, en cierta ocasión descubre el Mediterráneo. Al aseverar que Cervantes y Shakespeare murieron el mismo día, añade admonitorio algo que toda persona medianamente culta sabe, por repetido (puede que en 1986, fecha del artículo, no tanto): que España e Inglaterra tenían calendarios distintos y las fechas no coincidían.
Entre las varias enseñanzas de este libro hay una involuntaria, pero a la postre oportuna, que tomada en la actualidad puede vacunar contra el uso de la palabra «narrativa» en la acepción perezosa que se ha impuesto en la actualidad como calco del inglés narrative (no como género literario o narración, sino como versión de algo por parte de alguien). Para decir esto, Aira (recuérdese que no solo autor de culto sino culto traductor) emplea «relato» (p. 85). Lo sabíamos, pero nos lo estaban haciendo olvidar.
Aparte de las muchas veces en las que muestra sus preferencias con una serie de hitos que van trazando su perfil, como puntos que se unen en los libros de pasatiempos, el autor deja también pistas más explícitas sobre sí mismo en algún ensayo; de manera sobresaliente, en «Ars narrativa», donde indica el procedimiento con el que están familiarizados sus lectores (por ejemplo, los de la reciente Lugones, una de tantas novelas cortas de Aira en las que parece que han dado cuerda a un narrador que no solo no parece tener pensado qué contar sino que se diría que, en presente continuo, olvida lo ya expuesto al pasar página). «Mi modo de vivir y de escribir se ha ajustado siempre a ese denigrado procedimiento de la “huida hacia adelante”. Eso es una fatalidad de carácter, a la que me resigné hace mucho, y sucede que en la novela encontré su medio perfecto», observa ahí. Ese «seguir escribiendo» al que se refiere es lo que le permite estirar hasta las noventa páginas una historia cuyo ámbito natural más bien serían las diez. Pero las novelas (cortas) de César Aira no son ni cuentos extendidos ni novelones con estreñimiento: son la fiesta del instante y su mutación mediante ocurrencias y piruetas tan inverosímiles como gratificantes. Lo cual no es poco.