Jaime Siles
Galería de rara antigüedad
XXVIII Premio Poesía Jaime Gil de Biedma
Visor, Madrid, 2018
50 páginas, 12.00 €
POR GUILLERMO CARNERO 

 

Entre los muchos indicios reveladores de la inanidad de buena parte del arte contemporáneo destaca la enorme cantidad de obras que se rotulan Sin título. Renuncian así a la entidad de lo individual y lo significante, y manifiestan su vocación de mediocridad y su pertenencia, en el mejor de los casos, al ámbito de las artes decorativas. Porque si una obra existe legítimamente es porque significa, al haber sido concebida y compuesta para dar expresión a un pensamiento ético o estético que su autor ha considerado digno de ser formulado y comunicado. Y la proa y la enseña de ese significado, cuando existe, es un título que debe ser su esencia y el acicate de su descubrimiento. El título de este reciente libro de Jaime Siles nos revela, en sus tres palabras, una historia personal, una definición de la contemporaneidad y un proyecto de estar en ella, con una hisopada de ironía acerca de la viabilidad y el alcance de ese proyecto.

La palabra «galería» puede aplicarse a cualquier museo, pero suele designar específicamente una colección de arte, privada al menos en origen, expuesta para ser disfrutada y mostrada en un conjunto de salas destinadas a ese propósito en un edificio palaciego: la galería Doria Pamphili de Roma, por ejemplo. Así pues, Siles nos propone en este libro recorrer en su compañía un museo ideal cuyo custodio se siente, en el que aprendió a conocer y apreciar la literatura de la Antigüedad clásica, que ha sido siempre para él tanto la materia de su actividad profesional como el instrumento y la música de su iniciación a la poesía y de buena parte de su práctica.

«Antigüedad», en efecto, ya que los referentes de esa vocación y esa práctica corresponden a los orígenes griegos de la cultura europea occidental, una cultura que debería ser definida ante todo con el calificativo de grecolatina, lo que fue mucho antes y mejor que «cristiana», a menos que queramos señalar que se distingue de otras en el mundo de hoy por haber erradicado la intolerancia, la persecución, la teocracia y el desprecio de los derechos humanos fundamentales.

¿Y por qué «rara»? Este adjetivo introduce, si no me equivoco, el punto de ironía que antes mencioné. En esta galería aparecen auténticos raros como Antístenes, Aristón de Quíos, Calístenes o Epiménides, pero ante todo Diógenes Laercio, Hesíodo, Jenofonte, Píndaro, Platón, Plutarco o Teofrasto, figuras de primera fila presididas por Homero. ¿Dónde está aquí la rareza, tratándose de clásicos de marca mayor? Siles, que por su condición de filólogo clásico convive a diario con ellos, no puede considerarlos raros. La rareza, si la hay en ellos, es el reverso de la ignorancia de nuestra época, que hiere la predilección del coleccionista amante del mundo griego; es sabido que hace siglos se impuso en Europa, como una injustificable lacra, la conocida fórmula graecum est, non legitur («es griego, no hay que leerlo»), como si fuera posible abarcar el mundo griego a través de la versión que de él dio la latinidad, y como si ella misma no hubiera, a su vez, pasado por el cedazo del doctrinarismo medieval.

A los dieciséis años, nos dice Siles en el poema que abre su colección, leía en griego la Ilíada, y lo creo, porque el Bachillerato de hace cincuenta años valía más que algunas licenciaturas actuales. Lo mismo recuerda Coleridge en su Biographia literaria: que llegó a la universidad sabiendo leer y escribir latín y griego, y hasta un poco de hebreo. Pero, ¿tiene hoy la cultura de la Antigüedad el futuro asegurado, como aventura en sus primeras líneas el prólogo de este libro, «en las mentes de las generaciones sucesivas para las que el pasado es un constante y continuo florecer y fluir»? Lo dudo, aunque Jaime Siles parece creerlo, arropado por el respeto y la atención de sus alumnos. En mi opinión, probablemente el número de vocaciones dirigidas a la filología clásica vaya en descenso, como el de vocaciones religiosas. Probablemente la clasicidad sea el primero de los reductos en sucumbir ante esa nueva y arrolladora subcultura que presume de ser iletrada y que se envanece del caudal de las masas que la siguen y la comparten en la pantalla de los teléfonos y bajo los focos de la televisión basura.

Galería de rara antigüedad tiene algo de réquiem involuntario, de libro jubilar en el que se mezclan las motivaciones y las emociones del profesor universitario que ha sido y es pastor de almas y poeta, y las del poeta que ha sido y es profesor, investigador y editor de textos. Pulsiones todas ellas entrelazadas, que van asomando sucesivamente ante un lector que se querría capaz de entender y compartir cuanto se le ofrece, pero en el que no siempre cabe encontrar los saberes del joven Coleridge, y al que por si acaso hay que allanar el camino llevándolo de mano, como ocurre en la conclusión didáctica de poemas como «Meránides el frigio», «Antístenes el cínico», «Cínicas el locrio» o «Sobre un instante griego».

Muchos de los poemas de la colección tienen —y no ocultan— un aspecto de escolio de lectura erudita, que acaso difumine la emoción esperable en un poema por un lector no tan especializado como este libro requiere; un lector que quizá no advierta que ese enfoque emocional reside aquí, ante todo, en la elección de los referentes evocados y en su predilección por ellos. Porque este libro adopta el gran riesgo que definió Giorgio Agamben cuando, en el ensayo titulado ¿Qué es lo contemporáneo?, afirmó que se puede ser legítimamente contemporáneo siendo inactual, ya que la inactualidad es una reflexión y un juicio sobre la contemporaneidad inaceptada. Para Agamben, «pertenece en verdad a su tiempo, es en verdad contemporáneo, aquel que no coincide a la perfección con éste ni se adecua a sus pretensiones, y entonces es en ese sentido inactual; pero justamente por esto, a partir de ese alejamiento, de ese anacronismo, es más capaz que los otros de percibir y aferrar su tiempo». Dicho de otro modo, los contemporáneos no anacrónicos van corriente abajo por el río de su época, pero no consiguen verlo con la agudeza de la mirada de quien otea en la orilla de la disidencia. «Contemporáneo —sigue Agamben— es aquel que mantiene la mirada fija en su tiempo, para percibir no sus luces sino su oscuridad […] Puede llamarse contemporáneo sólo aquel que no se deja cegar por las luces del siglo, y es capaz de distinguir en ellas la parte de la sombra, su íntima oscuridad. Contemporáneo es aquel que recibe en pleno rostro el haz de tiniebla que proviene de su tiempo». Contemporaneidad puede ser en los mejores, como lo fue antaño en Nietzsche, «desconexión y desfase».

Cínidas el locrio nos recomienda, como Agamben, «admitir la infinita insuficiencia de la realidad», y «Sofistas y filósofos» es una poética de la metapoesía que nos aconseja desconfiar tanto de esa realidad como del lenguaje en el que hemos de depositar nuestra desconfianza, porque el lenguaje forma parte de la realidad, y no somos capaces de pensar el mundo ni diferenciar los seres que lo forman sin las palabras que nos lo entregan aparentemente, como peligrosos perros asilvestrados. Los personajes de la Ilíada, nos dice el primer poema de esta Galería, no mueren, pero nosotros sí. Como codicilo podríamos añadir que nosotros sí, desde luego, a menos que escribamos sobre ellos, o al modo en que ellos fueron escritos. Pero inmediatamente la contemporaneidad no inactual nos corrige: así será siempre que haya alguien para leer lo uno y lo otro. Yo, a orillas del tiempo presente, no veo oráculo que lo profetice, sino una gran tiniebla. Jaime Siles es más optimista o más prudente.