«Mi lema o consigna general desde que empezara a escribir ha sido no traicionarme nunca a mí mismo. Y eso lo he llevado a rajatabla»Por Mario Aznar

Fotografía de Magdalena Siedlecki

Nacido en Barcelona, Enrique Vila-Matas vio su primer texto impreso en la revista Fotogramas, en 1968. En esos años, y siendo todavía un joven aspirante a director de cine, comenzó su andadura como colaborador en distintos medios de prensa, lo que le ha llevado a mantener aún hoy su prestigiosa columna semanal –Café Perec– en El País. Algunos textos de aquella época han sido reunidos recientemente en el libro Ocho entrevistas inventadas.

Autor de una obra abundante, inclasificable y particularmente original, Vila-Matas ha alumbrado libros de narrativa tan destacados e influyentes como Historia abreviada de la literatura portátil, Bartleby y compañía, El mal de Montano, Doctor Pasavento, París no se acaba nunca, Exploradores del abismo, Dublinesca, Kassel no invita a la lógica, Mac y su contratiempo, Esta bruma insensata o Montevideo. Entre sus libros de ensayo se encuentran El viento ligero en Parma, Una vida absolutamente maravillosa o Impón tu suerte, entre otros. Este panorama lo podrían completar algunos títulos híbridos como Perder teorías, Chet Baker piensa en su arte o Una novela oblicua.

Catalizador de la joven literatura experimental en español y puente entre las letras de ambas orillas del Atlántico, Vila-Matas ha sido traducido a 38 idiomas y ha recibido, entre otros, el Premio FIL, el Formentor de las Letras, el Rómulo Gallegos, el Médicis-Étranger, el Herralde de Novela o el de la Real Academia Española. Es Chevalier de la Legión de Honor francesa, pertenece a la extraña Orden de Caballeros del Finnegans y es miembro de la Sociedad de Refractarios a la Imbecilidad General (con sede en Nantes).

Aunque resultaría estéril tratar de recoger aquí toda una trayectoria, sirva esta breve presentación para abrir el diálogo con una de las voces más singulares, importantes y literariamente comprometidas de la literatura contemporánea en lengua española.


Igual que has inspirado a una gran cantidad de escritores, muchos lectores se han visto influenciados por tu red de lecturas, que tejes tanto en tu narrativa como en tus conferencias, ensayos y artículos de prensa. Esto te convertiría en una suerte de «prescriptor» o de zahorí literario al que muchos seguimos con sed lectora. Ahora bien, ¿cómo lee Enrique Vila-Matas? ¿Cómo llegan a ti los libros que decides leer y cuáles son, si los hay, tus «prescriptores» literarios?

No sé cómo me han llegado los libros. El caso es que he tratado de ser un hombre de cultura en el sentido que Julio Ramón Ribeyro le daba a esta expresión en literatura: «dominar lo diverso y hacer inteligible el caos que agobia a la mente creativa». Trabajo estos días en un relato sobre «un solitario que escribe y construye en la oscuridad de su casa un canon literario disidente de los oficiales». Ese personaje tiene algo del involuntario prescriptor de obras que Christopher Domínguez Michael descubrió que yo era, «de un modo sorprendente, por ser consecuencia de un carácter novelesco y no de una intención apologética».

La novela, en oposición al mediocre decorado realista que nos presentan todos los medios, tiene unas posibilidades inmensas. Dependerá su continuidad de la intensidad que presente en su batalla. De momento, lo que para mí está muy claro es que la novela aún no ha explotado ni el cinco por ciento de sus posibilidades

A propósito de la llamada nueva narrativa española que floreció en los años ochenta, con la que tu obra no parecía encajar, has comentado en alguna ocasión que decidiste optar por escribir una «literatura no nacional española». ¿Cuál ha sido y cuál es a día de hoy tu relación con la idea de una literatura española?

En las nuevas generaciones de la literatura española hay un sector con works in progress, con procesos literarios en marcha muy estimulantes, con unas relaciones muy abiertas con la lectura y la escritura: sin fronteras, siguiendo el consejo de Montaigne de que debemos practicar la sociabilidad. Sería genial que con ellos se organizaran jornadas que podrían titularse, por ejemplo: Escritores en tierra desconocida. No daré nombres para no caer en esa costumbre horrenda de las listas de fin de año. Pero quien me lee ya sabrá de quiénes hablo.

La idea de una literatura sin fronteras me recuerda a algo que ha escrito María Negroni sobre la hibridez, señalando que es algo incómodo, que no concita adhesiones, y que se parece mucho al «estado mental de la pregunta». ¿Se puede estar cómodo en esa «tierra desconocida» que aún está por arar? ¿Cómo se llevan la literatura y la certeza?

De la gente con certezas hay que huir enseguida. Entiendo lo que dice Negroni de que la hibridez se parece mucho al «estado mental de la pregunta». Pero prefiero trabajar con esa incomodidad que trabajar con fórmulas más convencionales y que te aseguran la inmediata comprensión del lector cómodo. Pero pasa, es verdad, que el espejo nos devuelve el estado mental de la pregunta, o viceversa. La pregunta ya sabemos cuál es: ¿qué hacemos aquí? Esto me recuerda que Wittgenstein se extrañaba de que Platón hubiera sido capaz de llegar tan lejos y nosotros no hubiéramos podido avanzar. ¿Qué pasa ahí? ¿Acaso es porque Platón era muy listo? Tal vez la ambigüedad, la hibridez, cambian la pregunta y se pasa del «¿qué hacemos aquí?» al «¿qué pasa ahí?».

El diálogo entre narrativa y ensayo hace tiempo que dibuja una línea particularmente estimulante de la literatura contemporánea, que tiene además una importante tradición latinoamericana. ¿Qué afinidades literarias y personales mantienes con esa tradición?

Afinidades ningunas en 1985, cuando publiqué Historia abreviada de la literatura portátil, libro que, sin ser consciente de ello, unía ensayo y ficción narrativa. Tampoco las había cuando, quince años después, repetí la formula en Bartleby y compañía. Por eso me resulta tan risible y fascinante recordar el extraordinario asombro que sentí cuando leí El oscuro hermano gemelo, donde Sergio Pitol construía un relato en el que ensayo y ficción se vinculaban para conformar una unidad donde se resolvían las tensiones entre ambos géneros. Todavía me admira examinar cómo Pitol urdió su relato y, de manera simultánea, reflexionaba sobre la génesis de su propia escritura y el misterio de la creación literaria. Porque lo que comenzaba siendo un ensayo –un largo comentario a una frase de Justo Navarro– se iba convirtiendo muy sutilmente en una narración, porque uno, sin apenas notarlo, se hallaba de pronto transportado a una cena de diplomáticos en Praga en la que un invitado, recién llegado de Madeira, comentaba las virtudes muy británicas del hotel Reads de Funchal. Como encima ese cuento fue el que me dedicó Pitol (sigo sin saber en qué fecha) y como, además, él fue y es mi maestro, no puedo más que sospechar que Pitol me dio la llave al mandarme un mensaje perfecto a través de la lección técnica de su relato.

Además del ensayo, probablemente Negroni también tenía en mente la hibridación poética. Volviendo la mirada a tu libro Perder teorías, ¿sigues creyendo que la conexión que la novela mantiene con la poesía es una de las pocas cosas que pueden asegurar su futuro?

El día en que deje de existir la conexión de la novela con la alta poesía pasaremos a vivir como en Zezu, donde, decía Lichtenberg, los profesores enseñaban sentido común y los estudiantes vivían abatidos.

A tu escritura no le ha pasado inadvertida la posibilidad de ese abatimiento, sobre todo entre los más jóvenes. Atraviesa Aire de Dylan y llega hasta Montevideo con renovado optimismo y una actitud marcadamente combativa. El fin de la literatura o la muerte de la novela son temas que te han interesado, pero a los que has dado una singular vuelta de tuerca llegando a sugerir, contra la opinión (o el sentido) común, que la novela está más bien en sus primeros balbuceos. ¿Qué alimenta ese vitalismo literario? ¿Por qué escribir? ¿«Qué hacemos aquí»?

Mira, acabo de ver a Milei en la portada del Time, algo que ha sido leído como un salto a la fama del gárrulo. Para mí, esto sólo confirma que los medios distribuyen en el mundo entero las mismas simplificaciones y clichés que pueden ser aceptados por la mayoría, por la humanidad entera. Fíjate en que todos manejan las mismas jerarquías: lo importante y lo insignificante. Es el espíritu de los tiempos, se oye decir, pero ese espíritu es precisamente contrario al espíritu de la novela, que es la complejidad misma y, además, el fascinante reino de la ambigüedad. Por fortuna, observo que recientemente la novela está despertando y comenzando a erigirse como la enemiga máxima de la realidad que tratan de vendernos –bien uniformados– todos los medios del mundo. La novela, en su lucha contra la supuesta «actualidad», se está liberando de lo que tanto la agarrotó: el acanallado, por interesado, imperativo de verosimilitud; la obediencia al realismo; el absurdo rigor de la cronología. La novela, en oposición al mediocre decorado realista que nos presentan todos los medios, tiene unas posibilidades inmensas. Dependerá su continuidad de la intensidad que presente en su batalla. De momento, lo que para mí está muy claro es que la novela aún no ha explotado ni el cinco por ciento de sus posibilidades.

Fotografía de Magdalena Siedlecki

Teniendo en cuenta ese panorama, ¿qué le dirías a alguien que empieza a escribir pensando que está todo hecho y que la tierra es yerma?

«Todo se ha escrito, todo se ha dicho, todo se ha hecho, oyó Dios que le decían, y aún no había creado el mundo, todavía no había nada. También eso ya me lo habían dicho, repuso quizá desde la vieja, hendida Nada. Y comenzó» (Macedonio Fernández, Museo de la Novela de la Eterna).

Antes decías que de la certeza hay que huir enseguida… y el propio Macedonio cultivó con maestría el arte de la duda. Otro autor que parece haber construido su obra sobre la duda (o sobre la indecisión) es Sergio Chejfec, quien escribió que esas «indecisiones» son esenciales para la naturaleza híbrida o ambigua de la obra. Chejfec destacó también que los personajes de tus novelas carecen de grandes atributos morales o psicológicos, representando una suerte de «heroísmo ignoto y sin resultados», muy característico de nuestra época. ¿Qué deseo mueve a tus personajes? ¿Dirías que la indecisión es uno de sus atributos? Y, en ese caso, ¿hasta qué punto te parece que ese heroísmo sin resultados del que habla Chejfec pueda ser característico de nuestra época?

Si me preocupan las entrevistas que hago cuando promociono algún libro es por el titular que aparecerá y que nunca coincide con mi forma de ser, de hablar, porque jamás, que yo sepa, he emitido una respuesta absoluta, contundente ni totalitaria. Y los titulares de prensa son afirmaciones que suenan a convicciones, las extraen de lo que has dicho, pero te hacen decir frases que suenan a convicciones. Y las convicciones, así como las sentencias, me suenan a habitación cerrada y podrida.

En cuanto a leer a Sergio Chejfec, fue todo un acontecimiento para mí, precisamente por su ejercicio continuo de la duda, por su práctica inteligente y permanente de la indecisión. Que un libro como Mis dos mundos, por ejemplo, no esté considerado como un punto de inflexión dentro de la novela hispanoamericana contemporánea da que pensar. Algo en la crítica no anda bien del todo.

Como sucede con Roberto Bolaño, aun siendo un autor internacionalmente premiado y reconocido, quien se acerca a tu literatura hoy en día lo sigue haciendo desde la concepción de lo marginal, incluso de lo raro (sea lo que sea que esto signifique). Hay ahí una tensión que consigues preservar y expandir con cada nuevo proyecto. ¿Hay un interés deliberado por ocupar determinadas posiciones? ¿O puede considerarse que el margen es el espacio natural de tu escritura?

Decía Audrey Hepburn: «¿Para qué cambiar? Cada uno tiene su propio estilo y, cuando lo haya encontrado, debe atenerse a él». Así de sencillo. Mi estilo puede ser algo que me identifique ante los demás, y siempre me ha parecido que debía ser fiel a él y aprender, no dejarme llevar por todas aquellas modas que surgen cada cierto tiempo. Mi lema o consigna general desde que empezara a escribir ha sido no traicionarme nunca a mí mismo. Y eso lo he llevado a rajatabla. Puede que el margen sea el espacio natural de mi escritura, pero es que tengo la impresión de que ¡precisamente me muevo en el espacio natural y hasta central de la escritura! ¿Cómo tomarme esto? ¿Me encuentro afuera o dentro? Diría –traducido a 38 idiomas– que dentro. Por otra parte, hubo una época en la que parecía que tuviera que pedir disculpas por ser raro, o excéntrico, pero hoy en día lo raro está en el centro de todo. Lo raro en literatura, como acaba de decir Tiphaine Samoyault en Le Monde, es simplemente lo queer, la desestabilización total de los registros y categorías del género.

Me gustaría conectar ahora la fantástica cita de Macedonio Fernández –que tiende un puente secreto con otra conversación nuestra, recogida en Too late– con la lealtad al estilo propio y a uno mismo a la que te acabas de referir. Macedonio escribió una novela hecha de prólogos, siempre diferida, que lo acompañó durante prácticamente toda su vida. De tu obra se ha dicho que vuelve sobre temas afines y que incluso pareciera ser un único libro en continua expansión. Tú mismo has jugado conceptualmente con esta posibilidad en una novela que aprecio especialmente, Mac y su contratiempo, donde retuerces los límites de la reescritura y la originalidad, la repetición y la diferencia. ¿Cómo aborda Enrique Vila-Matas cada nuevo proyecto literario? ¿Cómo convives con el tópico del escritor de una única obra en «movimiento perpetuo», como diría Monterroso?

Bueno, verás. No me levanté un buen día y dije: voy a escribir mi primer libro, pero éste pertenecerá a una obra que, con un poco de suerte, acabará siendo una literatura. No, no fue así. Publiqué unos cuantos libros tratando de saber de qué quería hablar. O, mejor dicho: buscando que otros me dijeran de qué hablaba. Con Impostura, el primer libro que publiqué en Anagrama, la cosa se aclaró bastante. El tema de la identidad imposible –que estaba ya en el título mismo de la novela– indicaba por donde iban mis obsesiones. Mis obsesiones, he dicho. Pero en realidad sólo había una: ¿qué era la literatura, era aquella disciplina a la que había empezado a dedicarme?

Recuerdo que Jordi Llovet en La Vanguardia dijo que lo interesante de Impostura no estaba tanto en la reiteración de un motivo literario usual, cuanto en «la muy inteligente articulación de este motivo como el motivo mismo de la literatura y el lugar del escritor en el seno del curso literario».

Es probable que, a partir de aquella nota de Llovet, cambiara mi actitud kafkiana de sentir que no pisaban ninguna tierra firme mis pies y comenzara a adentrarme, aunque fuera con falsa seguridad, en la investigación acerca de por qué escribía. Preguntado el gran Paul Auster por la misma cuestión, acerca de por qué escribía, recuerdo que dijo que sólo sabía que escribir era una extraña forma de vida: una persona encerrada en una habitación, esforzándose por llenar de palabras unas cuartillas con objeto de dar vida a lo que no existe, salvo en la propia imaginación. Y se preguntaba Auster por qué se empeñaría alguien en hacer una cosa así. Es lo mismo que me sigo preguntando yo también cada día. Aunque en mí estoy seguro de que influyó el consejo que Raymond Queneau le dio a Marguerite Duras y que ella me traspasó un día, lo recuerdo muy bien, en el rellano de la tercera planta del número cinco de la rue Saint-Benoit: «Escúcheme bien, usted solo escriba, y no haga nada más».

A pesar del consejo de Queneau que recibiste a través de Duras, no hacer «nada más» no te ha impedido demostrar siempre un interés por las demás artes (el cine, la pintura, la música o el teatro), muchas veces bajo el prisma de las vanguardias. De hecho, en tu trabajo reciente hay un acercamiento más directo a las artes plásticas, y en particular al arte contemporáneo en sus diversas manifestaciones. Ahí están Kassel no invita a lógica, como gran punto de inflexión –particularmente influyente–, pero también Marienbad eléctrico y Una novela oblicua, que nace de tu intervención literaria sobre la colección de La Caixa en la Whitechapel Gallery de Londres. ¿En qué puede beneficiar a la literatura su acercamiento a las demás artes? ¿Qué extrae tu obra, particularmente, de esa mirada oblicua?

Un día de mi extrema juventud vi la serie de Las Meninas, de Picasso, en el museo Picasso de mi ciudad. Hacía sólo unos meses que, en el Prado, en Madrid, en un viaje con amigos del colegio, me había quedado estupefacto al ver que allí había pintores de caballete que copiaban, con la máxima exactitud posible, cuadros. ¿Para qué si ya estaban pintados? Me quedé de piedra ante aquellos pintores que trataban de copiar con exactitud la realidad. Por eso, cuando vi lo que había hecho Picasso con Las Meninas, se me abrió un mundo. Pintar o escribir no necesariamente consistía en pintar o escribir lo que había sido ya pintado o escrito, más bien consistía en llevar una extraña forma de vida y explorar los abismos de las mejores obras y no poner barreras absurdas entre las diversas artes. Por cierto, An Oblique Novel está pidiendo, más allá de la edición inglesa, una edición en español. Según Paula de Parma, es uno de mis mejores textos. ¿Y qué hay en él? Que yo sepa, mi biografía en forma de exposición.

¿Me encuentro afuera o dentro? Diría –traducido a 38 idiomas– que dentro. Por otra parte, hubo una época en la que parecía que tuviera que pedir disculpas por ser raro, o excéntrico, pero hoy en día lo raro está en el centro de todo. Lo raro en literatura, como acaba de decir Tiphaine Samoyault en Le Monde, es simplemente lo queer, la desestabilización total de los registros y categorías del género

Ya sea como tema o como procedimiento, el arte es una fuente de la que beben también otros narradores actuales como Miguel Ángel Hernández, Vicente Luis Mora, María Gainza, Verónica Gerber, Siri Hustvedt, Sònia Hernández, Tom McCarthy o Carlos Fonseca, entre otros muchos. La lista es necesariamente provisoria. Después de haber leído algunos de sus libros, ¿dirías que esta relación interartística es una suerte de tendencia? ¿Quiere la literatura escapar de su ensimismamiento?

Me lo he pasado en grande leyendo a todos los que has nombrado, porque todos están cargados de ideas, que es lo que quizás más busco cuando leo. Las ideas felices de los otros. Por otra parte, muy pronto percibí que muchas de las inquietudes del arte de los últimos sesenta años entroncaban con las de los literatos modernistas y que las artes visuales eran el lugar adonde había ido a parar el legado de estos. Porque, por lo general, si hace un siglo o más que los experimentos y aventuras más radicales se producían en el ámbito de la literatura –no solo estaba Joyce, sino que tenías a Duchamp colaborando con escritores, o a Joan Miró colaborando con poetas franceses–, eso se ha ido desplazando al arte contemporáneo, como bien saben los autores que me has nombrado y a los que añadiría, por ejemplo, a Valeria Luiselli, Camila Cañeque, Alicia Kopf, Jordi Carrión, Sophie Calle, Fernández Porta, Jean-Yves Jouannais (Artistas sin obra) y la lista sigue, pero me detengo aquí porque no tiene límites. Ese desplazamiento se ha producido en parte porque el mundo editorial vive rehén de la lógica del mercado. Claro que hay sellos independientes publicando material interesante, y autores estimulantes, pero eso no quita que en general la literatura vaya desde hace tiempo a la zaga de las artes visuales.

«Odio a Agatha Christie y también al sucio de Raymond Chandler». Este es el titular que atribuiste a Patricia Highsmith en una entrevista para La Vanguardia, en 1983. Tu preocupación por los titulares que escogen tus entrevistadores, ¿guarda alguna relación con ese mítico pasado en prensa al que hemos podido acceder recientemente gracias a la edición de Ocho entrevistas inventadas por H&O Editores?

Es que resulta que una de las Ocho entrevistas inventadas no es inventada, y es precisamente la de Highsmith. Que sea falso que yo inventara una de ellas forma parte del juego que establece el mismo libro. El titular de esa entrevista en La Vanguardia pertenece a algo que me dijo realmente Highsmith. Y si hubiera sido un buen entrevistador creo que le tendría que haber preguntado a qué obedecía eso de tratar de «sucio» a Chandler. No tanto en cambio indagar sobre lo de Agatha Christie, pues entiendo que –la superioridad del mundo de Highsmith sobre Christie para mí es inmensa– es muy lógico que no le gustara nada. Lo extraño de esa entrevista verdadera con Highsmith –fue Anna Guitart quien me lo señaló– está en que en las primeras líneas, cual repórter Tribulete, digo que me da «una pereza cósmica» tener que ir a entrevistarla. ¿Cómo es que en la redacción del periódico nadie me llamó al orden por esa absoluta flojera que confesaba yo ahí? ¿O es que trabajaban todos con pereza cósmica allí?

Podríamos pensar también que al no llamarte la atención sobre la expresión –brillante– de la «pereza cósmica», desde la redacción de La Vanguardia estaban alentando una conspiración creativa que aún perdura encarnada en tu trayectoria literaria. Especulando de esta forma, pienso que muchas veces no somos capaces de identificar los estímulos cruciales que nos llevan a ser lo que somos (un amor de verano, el reconocimiento de un desconocido, el trato ingrato de una persona admirada…). En tu caso, resuenan el nombre de Salvador Dalí, la relación con Marguerite Duras, la misma ciudad de París o el servicio militar en Melilla. A sabiendas de que el relato de la propia biografía es inabarcable, y jugando a pensar posibles alternativas, ¿qué otros lugares, encuentros o personalidades imaginas que podrían haber provocado un cambio de rumbo significativo en tu forma de hacer?

Ahí, como le pasa a todo el mundo, podría especular indefinidamente y sacarme de la chistera una espectacular biografía mía inventada que me serviría más bien de muy poco, salvo para descubrir seguramente que habría muerto mucho antes. Y otra cosa: sería muy idiota construirse otra posible biografía cuando sin Paula de Parma, esencial, no habría tenido vida.

A propósito de los autores de los que hablábamos antes, en cuyas novelas está tan presente el arte contemporáneo, dices que sus libros están cargados de ideas, y que quizá esto es lo que más buscas cuando lees. Cuando enfrentas la escritura de un nuevo libro, ¿partes también de una idea? ¿De una imagen? ¿De una emoción? ¿Qué hay detrás de ese personaje «solitario que escribe y construye en la oscuridad de su casa un canon literario disidente de los oficiales», sobre el que andas escribiendo estos días?

Creo que parto de una idea, en el fondo ya insinuada en el libro anterior y que encaja perfectamente en el conjunto de la obra coherente de inestabilidad estructurada. Hace unos meses, cuando me preguntaban por mi nuevo libro, antes de citar al «solitario que escribe y construye en la oscuridad de su casa un canon literario disidente de los oficiales» me limitaba a decir que escribía sobre la oscuridad que la oscuridad que estaba a la vista disimulaba siempre detrás de ella. Con esas cuatro palabras respondía a la pregunta y nadie se atrevía a decir nada más. No podía decirse que no estuviera claro lo que buscaba porque a fin de cuentas toda mi obra es una investigación, no sobre lo que vemos, sino sobre todo aquello que no vemos. Partir de un concepto como el de esa investigación sobre la oscuridad oculta me ha llevado, a estas alturas de la novela, más lejos de lo que esperaba.

Fotografía de Magdalena Siedlecki

En tu última novela, Montevideo, Julio Cortázar tiene una presencia muy especial. La crítica ha puesto el acento incluso en tu particular incursión en lo fantástico, o «neofantástico», de gran arraigo en la literatura rioplatense. Sin embargo, intuyo que esa asunción del elemento insólito en la vida cotidiana (desde Franz Kafka hasta Samanta Schweblin) ha estado en cierto modo siempre presente en tu obra, desde el desvío psicológico hasta el tratamiento del absurdo. ¿Hasta qué punto están relacionados tu cuestionamiento del realismo ingenuo, la exploración de formas distintas de verosimilitud y esta idea de lo fantástico como apertura hacia realidades más porosas?

Encontré en Samanta Schweblin la herencia de Bioy Casares, al que leí a fondo en una época. Como lector no pude encontrarme más a gusto con Samanta: una vez más, con talento, lo extraño en lo más próximo a nosotros, el llamado cuento rioplatense. A principios de este siglo, en mis colaboraciones de la última página de El País-Cataluña, yo decía muy convencido que me pasaban cosas raras, y los otros colaboradores decían que a ellos también les pasaban y que no había para tanto, pero en mi caso, me lo hizo ver un amigo, no eran exactamente cosas raras las que veía, sino que era mi peculiar mirada la que hacía que las juzgara raras. Es como cuando Kafka, me decía ese amigo, encuentra muy raro a su padre. Pero su padre, si lo miras bien, decía mi amigo, no era raro, sino un señor comerciante como tantos señores del centro de Praga. El raro era Kafka al ver raro a su padre. Al oír esto, comprendí que todo estaba en la extraña forma de ver las cosas que yo tenía. Y muy poco después, al dejar de ignorar que esa mirada diferente podía poner en pie todo un estilo literario distinto, disfruté confirmando lentamente el mío.

Aún me acuerdo de que, al publicar en 1985 Historia abreviada de la literatura portátil, un escritor mexicano, admirador de Carlos Fuentes, dijo que aquello era «ficción radical», y me quedé muy sorprendido, ya no sólo por el adjetivo radical aplicado a la ficción, sino también porque para mí aquello no era exactamente ficción, ya que yo creía en lo que había contado allí. La primera vez que esto me pasó fue, dieciséis años antes, con la entrevista inventada a Marlon Brando en Fotogramas, que fue el primer texto mío que vi impreso. Oí decir que Brando decía burradas en ella, y me ofendí, porque las burradas las había escrito yo, y las consideraba tan ciertas como si Brando las hubiera dicho… En cuanto a lo de mi apertura en Montevideo hacia realidades más porosas, todo el libro lo construí para llegar a hospedarme en el cuarto que ocupó Cortázar en 1954 en el Hotel Cervantes, de Montevideo, y, una vez allí, averiguar –según lo que me dictara la imaginación en aquel momento– qué había en el oscuro cuarto contiguo. En mi nuevo libro sigo precisamente en la oscuridad de ese cuarto buscando lo que disimula ahí la negrura con su terror incorporado, como si siguiera en mi mundo de lector rioplatense, ahora lector fascinado con Samanta Schweblin.

La idea de la escritura como investigación sobre todo aquello que no vemos o esa capacidad de ver las cosas de otra manera me recuerda a la dedicatoria que escribió tu amigo Paco Monge en la portadilla de tu ejemplar de Detalles de un crepúsculo, de Vladimir Nabokov, el 6 de marzo de 1980: «A Enrique, que lo quiero más por lo que se atreve a dejar de ser que por lo que sabe que puede ser». ¿A dónde te llevan hoy estas palabras? ¿Qué despiertan después de tantos años, de tantas vivencias y de tantos libros?

Creo que veía que diría «no» a las propuestas que en el futuro tratarían de que me traicionara a mí mismo. Y es probable que llegara a percibir que mi interés radical y real por la escritura, la pulsión por llegar al centro mismo de la oscuridad a través de la palabra, iba a llevarme siempre a ser todo lo contrario del clásico calculador literario.

No te voy a preguntar qué precio has pagado por mantener ese compromiso contigo mismo, pero sí me gustaría conocer cuál crees que es el precio que paga el «clásico calculador literario» por no atreverse a dejar de ser.

El Calculador (llamémosle así) no llega a enterarse nunca del precio que ha pagado por no atreverse a dejar de ser. Y es que el precio que paga es quedar fuera de mi mundo. Y naturalmente, aunque llegaran a decírselo, no le preocuparía nada esto, y es que para algo el Calculador es calculador. Y yo el que puedo divertirme con él. Mira lo que le hago decir en Montevideo a Madeleine Moore y que es algo que suscribo al cien por cien: «Escúchame bien, no se trata de combatir a tope a los imbéciles, porque de éstos los hay en todas partes, se trata de oír lo que dicen y entenderlos y luego crearnos un mundo en el que los idiotas no entren».

Cuando hiciste llegar tu primer manuscrito a Beatriz de Moura, editora de Tusquets, ¿hay algo que te hubiera gustado saber y que quieras compartir con quienes nos leen ahora en los inicios de su andadura literaria?

A los que inician su andadura sólo me atrevo a decirles que no conozco nada más atractivo que la actividad de escribir, aunque al mismo tiempo haya que pagar cierto tributo por ese placer. Porque es un placer y, como decía Danilo Kiš, es elevación. No inspiración, decía Kiš, no se entienda mal, es elevación, epifanía. Es el instante en que se tiene la impresión de que, en toda la nulidad del hombre y de la vida, hay de todos modos unos cuantos momentos privilegiados, que uno no ha de perdérselos de ninguna forma. Es un don de Dios o del diablo, poco importa, pero un don supremo.

Vamos a asumir que para escribir tu nuevo libro pudieras contar con un asesor literario, al estilo de Bastian Schneider, ¿con qué personalidad –literaria o no– te gustaría escribir a cuatro manos? ¿Qué fantasmas te acompañan en este nuevo manuscrito?

A cuatro manos nunca escribiré. No fastidies, no podría soportar a un asesor a mi lado mientras escribo. Y menos ahora, cuando desde ayer en la novela sigo al pie de la letra este apunte de Canetti: «Partió la mesa en dos y, convertido en dos personas, se sentó a escribir».

Canetti tampoco parece un mal asesor… ni un mal fantasma. Por último, si pudieras elegir un par de títulos, ¿qué libros ajenos te hubiera gustado firmar como autor?

El Quijote y Tristram Shandy son mis novelas preferidas, pero ni en broma se me ocurriría firmarlas. Colocaría demasiado alto el listón para mi siguiente libro.

Antes he dicho «por último», pero no puedo despedirme sin preguntarte: ¿ya sabes cómo volver a casa?

Bueno, nadie sabe lo que es bueno, pero sabemos lo que sería mejor. Y lo mejor para mí no sería precisamente volver a casa.

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