Fernando Aramburu
Utilidad de las desgracias y otros textos
Tusquets, Barcelona, 2020
348 páginas, 19.90 €
POR ADOLFO SOTELO VÁZQUEZ

 

 

En el escenario de las letras españolas combinar los quehaceres del creador –del novelista, en concreto– con el periodismo (político, social, cultural, literario, etcétera) fue constante en la época del gran realismo decimonónico: Juan Valera, Pérez Galdós y, sobre todo, Leopoldo Alas y Pardo Bazán ofrecen un ejemplo seguro. Es más, en el caso del novelista más importante, indiscutiblemente Galdós, sus aprendizajes pasaron por un prolijo y denso camino como articulista en un buen número de publicaciones. Entre algunos de los novelistas del modernismo (Unamuno, Azorín o Pérez de Ayala), su obra periodística es muy abundante. En el caso de Unamuno contiene a menudo las semillas de sus ensayos, novelas, obras teatrales e, incluso, poéticas.

En tiempos más cercanos, la novela y otros géneros narrativos de Álvaro Cunqueiro, Torrente Ballester, Camilo José Cela o Miguel Delibes va acompañada de un periodismo continuado, que no se puede soslayar para entender sus creaciones narrativas estrictas. Y, ya en la contemporaneidad, en los tiempos actuales, los quehaceres novelísticos de Javier Marías, Antonio Muñoz Molina, Arturo Pérez Reverte, Juan José Millás, Manuel Vicent, Almudena Grandes, Rosa Montero, Javier Cercas o Marta Sanz (olvido, con seguridad, algún nombre) van abrazados a sus labores en diferentes periódicos y revistas. Utilidad de las desgracias y otros textos se suma a la amplia bibliografía que como narrador y novelista acredita Fernando Aramburu.

En el prólogo a Utilidad de las desgracias califica los textos de artículos, cuya naturaleza es la de una literatura que se genera desde la prensa escrita: «El artículo es la forma genuina de dicha expresión literaria, un texto que condensa en un espacio breve de escritura pensamientos, juicios, recuerdos, semblanzas, refutaciones, comentarios, etcétera, en torno a asuntos de aliento colectivo; por tanto, no ceñidos en exclusiva a la experiencia íntima de quien los redacta». En efecto, el abanico que componen las piezas seleccionadas es a la vez –lo digo con la terminología de Camilo José Cela– una glosa del mundo en torno y una velada y fragmentaria autobiografía (aspecto muy frecuente), concordante en algunos temas y motivos con las extraordinarias evocaciones de un libro magistral, Las letras entornadas (2015), y, con una melodía de cadencia diferente, con los bellísimos textos que se agrupan en Autorretrato sin mí (2018): «Habito desde que nací con un hombre llamado Fernando Aramburu».

Mediante el prólogo conocemos la ordenación temática –en siete capítulos– de la que ha sido objeto la colaboración que Aramburu mantuvo con el diario El Mundo, bajo el rotulo de «Entre coche y andén», los domingos desde mediados de 2017 y durante ochenta y una semanas. La presente recopilación deja fuera tan solo tres artículos, después de operada una mínima selección de los textos (una pena que no conste la fecha de su publicación), llevada a cabo por su editor, Juan Cerezo, que es quien le propuso a Aramburu el título del volumen, que procede del marbete de un artículo agavillado en el punto final del último capítulo: «Extraer algunas certezas».

Ubicado en el capítulo cuarto, «Entregarse a un oficio», el artículo «El escritor y su yo» define en gran medida la naturaleza de los textos de este espléndido cajón de sastre. Sostiene Aramburu que el escritor no puede perderse de vista cuando ejerce su oficio, no puede escribir aislándose de sus condicionamientos personales. Asimismo, el lector tampoco está libre de su identidad cuando lee un libro: «No hay mirada que no esté rigurosamente determinada por la experiencia, los conocimientos, los gustos, las preferencias o las convicciones del mirón. En una palabra, no hay mirada objetiva». Partiendo de este presupuesto, la lectura de estos textos para un conocedor de la amplia obra de Aramburu es especialmente placentera y a la vez inquisitiva.

El primer capítulo, «Recordar una vida», es exactamente lo que reza el título, sabedor Aramburu de que el recuerdo (Valle-Inclán dixit) depura todas las imágenes, que son las de la infancia –«Mi infancia son principalmente brazos ortigados y piernas arañadas»-, la adolescencia y las de su llegada a Zaragoza, a finales del verano de 1979, para completar sus estudios de Filología Hispánica. Naturalmente esa depuración se lleva a término desde la atalaya del presente del escritor, quien, en algunas ocasiones, nos divierte con apuestas lúcidas, brillantes: «No se resiste uno a decir la ristra rítmica de versos de El canto del cosaco remedando los ademanes de un rapero de nuestros días. Espronceda es un crack. Lo tiene todo para llenar un disco entero de The Notorious B.I.G., de Rakim o de Eminem».

«No olvidar el dolor de los demás» es el título del segundo capítulo, que agrupa nueve artículos vertebrados alrededor de la temática que han generado dos obras maestras de la narrativa española de comienzos del siglo xxi: los cuentos de Los peces de la amargura (2006) y la excepcional novela Patria (2016). «El olivo y el roble» es un artículo ejemplar que cuenta el homenaje –15 de septiembre de 2018– al policía nacional Antonio Cedillo Toscano, asesinado junto a sus compañeros en las proximidades de Rentería treinta y seis años antes; homenaje que Aramburu observa como «una sencilla celebración de la concordia».

El artículo «María Teresa Castells y el humo de los libros» está íntimamente relacionado con el capítulo cuarto de Las letras entornadas, en el que Aramburu le cuenta a ese hombre viejo, solitario y casi ciego en una de sus habituales reuniones de los jueves en torno a un buen vino y una buena literatura, lo siguiente:

Conté que la librería Lagún fue abierta por María Teresa Castells e Ignacio Latierra el año 1968 en un pequeño local de la parte vieja donostiarra. Durante la dictadura de Franco, la librería sufrió diversos ataques de grupos afines al régimen; a partir de los ochenta, el mismo propósito destructivo fue asumido por simpatizantes de la izquierda independentista […]. Los independentistas superaron en saña y constancia a los fascistas; también en el alcance de los destrozos. Llegaron a hacer una pira con libros. Por último, en el año 2000, un comando de ETA trató de asesinar a José Ramón Recalde, esposo de María Teresa Castells, disparándole de cerca a la cara. Lagún cerró.

En el artículo se proyecta más diáfanamente la protesta ante el silencio que las autoridades respaldan «para no suscitar el recuerdo incómodo, el recuerdo acusador». Aramburu está convencido de que tanto el silencio como el relato de ETA no se sostienen: «No estaría demás desmentirlo y, en consecuencia, derrotarlo», propuesta de la que trata otro artículo de este capítulo, «Guerra Garrido: un resistente», que merece una lectura minuciosa y una reivindicación de la labor humana y de los trabajos literarios del novelista madrileño.

Los quince artículos que componen el tercer capítulo, «Disfrutar el presente», son un buen ejemplo de la inquietud y la penetración de la mirada del escritor mientras viaja y deambula por diversas ciudades: Madrid, Hannover, Palermo, Buenos Aires o Berlín. Las crónicas, apenas bosquejadas, están cercanas al quehacer de Rafael Chirbes en un libro de memoria perdurable, El viajero sedentario (2004). Sugiero al lector que se detenga en dos artículos: «Crónica palermitana» y «Cementerio cinco estrellas», cuyo final es un prodigio de concisa observación.

El cuarto capítulo es, como ya he advertido, donde se agavillan los artículos que atienden al oficio del escritor, al estatuto del lector y al público, junto con el circuito actual de las obras literarias, con su promoción en ferias, salones y demás festejos del libro. Quiero llamar la atención sobre las certeras reflexiones, carentes de componentes anfibios, que Aramburu ofrece en el artículo «La baza del lector», y que convergen en poner sobre el tapete la lectura no como un acto exclusivamente de desciframiento, sino que es y suscita «una experiencia subjetiva a partir de un conjunto de estímulos». En realidad, en este capítulo las notas atinadas e inteligentes acerca de la creación y de la lectura reafirman una idea del profesor norteamericano Eric D. Hirsch, quien, frente al babelismo crítico de los años sesenta y setenta del siglo pasado, escribió en The Aims of Interpretation (University of Chicago Press, 1978) que las palabras de un texto literario no «encierran» el sentido comunicable: las palabras instituyen un proceso espiritual que, a partir de ellas, supera finalmente el medio lingüístico. Ese «proceso espiritual» esta siempre activo en los lectores.

«Apasionarte con la lectura» es el quinto capítulo del libro. En el primer artículo, «Una vida en libros», leemos que el autor «de vez en cuando emprende paseos por su biblioteca». Precisamente los artículos que siguen son seguramente fruto de alguno de esos paseos. Me detengo unos instantes en algunos libros del paseo. Aramburu resume su lectura de Nada de Carmen Laforet, novela –«novela memorable», escribe– que le continúa despertando emociones que el lector conspicuo del escritor donostiarra armoniza con la lectura que de La plaza del Diamante (1962), de Mercè Rodoreda, se hace en el apartado «Revelaciones íntimas» de Las letras entornadas. Ambas novelas han envejecido estupendamente. Como no ha envejecido Galdós, «un novelista de rango superior más vigente hoy día que sus detractores». Otras pausas en el paseo convocan a Rafael Chirbes, a Ramiro Pinilla –cuya obra celebraba en el apartado «Perseverancia» de Las letras entornadas– y a Gonzalo Hidalgo Bayal, quien, desde el punto de vista del que firma esta reseña, es uno de los grandes narradores de comienzos del siglo XXI, aunque su soberbia nouvelle Campo de amapolas blancas es de 1997. Y a Miguel de Unamuno, pues al revisitar San Manuel Bueno, mártir expone la verdadera lección de la nouvelle: «La especie humana carece de madurez para afrontar por sí sola su condición perecedera».

El capítulo sexto agrupa artículos bajo el marbete de «Creer en la educación». Aramburu circula por este territorio con sobrada experiencia y a menudo echa mano de la memoria de su propia formación. Frente a los tonos apocalípticos que alimentan con frecuencia las reflexiones sobre el papel de las humanidades en la educación europea, Aramburu cree que pese a los asombrosos y rápidos avances tecnológicos, los sistemas educativos siguen «haciéndole un hueco a las humanidades». En el artículo «El maestro crucial», que cierra el capítulo, partiendo del libro de Nuccio Ordine Clásicos para la vida: una pequeña biblioteca ideal (2017), donde el profesor de la Universidad de Calabria argumenta contra la educación utilitarista –pensada para cubrir las necesidades del mercado laboral y en menoscabo del cultivo del gusto, la sensibilidad, las habilidades estéticas y la formación ciudadana–, Aramburu sostiene la «fortuna impagable [de] haberse formado con profesores que, como señala Nuccio Ordine en su libro, viven “con pasión y con verdadero interés la disciplina que imparten”».

Me viene a la memoria el maestro crucial que fue Francisco Giner de los Ríos para tantos españoles sobresalientes en sus disciplinas y para tantos creadores: Galdós, Clarín, Antonio Machado o Juan Ramón Jiménez. Por cierto, un texto canónico para reprender el uso y el abuso del utilitarismo en la educación universitaria es el sobrecogedor discurso con el que el catedrático de Derecho Leopoldo Alas abrió el curso en la Universidad de Oviedo en el otoño de 1891.

Cierra el libro el capítulo «Extraer algunas certezas», donde los textos acogen, pese a estar presentes los ruidos de una época, una latencia que apunta al carpe diem, al soborno del tiempo traicionero –lo tomo de Claudio Rodríguez– y a la vejez: «Vamos a la mar, que es el morir, donde no ha perdurar nada, absolutamente nada, de lo que somos». Con Jorge Manrique al fondo, la desembocadura de estos artículos semanales me recuerda algunos pasajes del reciente libro de Aramburu que nació de las colaboraciones con el periódico El Correo, en su suplemento Territorios de la cultura: cuarenta poemas que el novelista vasco glosa desde sus experiencias vitales. Se trata del libro Vetas profundas (2019), del que cito un fragmento del capítulo dedicado al poema de Jaime Gil de Biedma, «No volveré a ser joven»: «Que uno envejezca y muera está en la naturaleza de la vida misma, lo que en modo alguno priva a nadie de dotar a la suya de otros argumentos que no sean los estrictamente previstos por la condición perecedera del ser; por ejemplo, poner en palabras profundas, de calidad estética superior, su desazón, su pena, sus sinsabores».

Ambos libros, el que he reseñado y el que acabo de recordar (también Las letras encendidas) nos ofrecen la mirada y la memoria de un extraordinario escritor en su madurez.