Ernesto Pérez-Zúñiga
Escala
Sonámbulos Ediciones
176 páginas
POR ADRIANA BERTORELLI

Es probable que a Ernesto Pérez Zúñiga (Madrid, 1971) se le reconozca más como narrador que como poeta. Que sus novelas se difundan más que su poesía es, seguramente, una injusticia. Esta apreciación puede tener basamento en una hipótesis aventurada: y es que la poesía de Pérez Zúñiga, por sus múltiples formas, por su libertad inherente, está más arraigada en una tradición poética más cercana a la de América Latina que a la de España.

Con resonancias en la mejor poesía latinoamericana contemporánea, su voz, que se hace múltiple, escapa de la linealidad y atraviesa oscuridades y sombras hasta más allá del abismo y la muerte. Sus poemas de verso extenso, de respiración alargada, recuerdan la musicalidad en penumbras de Olga Orozco. Y como la argentina, Pérez Zúñiga explora temas que rebasan lo inescrutable: la pérdida, el tiempo, el destino, la palabra, el amor y el miedo. También se acerca a la ironía seductora con palabras terrenales del peruano Antonio Cisneros; al verbo lúdico, polisémico, del colombiano Juan Manuel Roca; a la certeza límpida, el amor a la tierra y los pequeños asombros de la venezolana Yolanda Pantin y, sobre todo en los poemas del Cuadernos del hábito oscuro, al modernismo sinuoso, cinematográfico, del poeta cubano Julio Miranda. Todos muy distintos entre sí pero que en Pérez Zúñiga confluyen encarnando pulso propio, versos propios, como en una gran caja de resonancia.

Su antología, Escala, publicada por Sonámbulos Ediciones, transita por treinta años de poesía, siete libros publicados y un añadido de siete poemas inéditos. El resultado es un viaje a través de la condición humana y una exploración profunda del misterio del universo con una honda conexión mística de pulso modernista, como improvisaciones de jazz, en donde el ritmo y la sonoridad de frases o palabras repetidas bailan en filigranas tan intensas y complejas como las de Django Reinhardt o se convierten en una nana apacible susurrada por Chet Baker: «Nubes silban livianas, cantan a la espesura de los árboles que abajo, / lejos, mueven sus copas como vapor, y también silban. / Espejos unos de otras, nubes con troncos clavados en el firmamento, / que exigen la savia de las estrellas, vía láctea; arboles cuyos / troncos arrancan tristes cielos de la tierra, vía de mi camino».

Al reagrupar los poemas de forma diferente a como fueron concebidos, estos adquieren un contenido simbólico nuevo que se resiste a ser definido, escabulléndose a esa tendencia obsesiva por encerrar todo dentro de una clasificación taxonómica. Es una escritura que no se deja apresar y se desborda, como si a veces fuera líquida y otras gaseosa.

Sus versos que palpitan se convierten en electrocardiograma, como un ánima viva que vislumbra la palabra antes de nombrarla. La poesía de Pérez Zúñiga es rumiante, tiene pulso de animal cuando se acerca encubierto a una presa y no la suelta. Es sensorial, encuentra espiritualidad en lo cotidiano, descubre la belleza y el enigma en lo grande y lo sencillo, con un croma poético cuestionador con instantes de dolorosa claridad donde siempre el misterio tiene la palabra, donde siempre hay un descubrimiento a punto de revelarse. Su escritura no es artificiosa y se templa desde su verdad, sabiendo que en el poema también la verdad se inventa.

Su poética acompañada de aforismos tiene obsesión paisajística y se entrega a lo lúdico, redescubriendo los objetos que trascienden a su propia naturaleza, o a su uso primigenio, con una aproximación mística, celestial, donde la palabra invoca y se vuelve mantra.

La poesía de Ernesto Pérez Zúñiga parte de una suerte de mineralidad como si le arrancara almas a la página en blanco, convirtiendo los lugares comunes en sitios sagrados; resignificando desde lo mitológico los símbolos que los habitan, con una realidad orgánica, extemporánea, como el tiempo sin hueso de los sueños. Sus poemas interpelan y surten un poderoso efecto introspectivo. Son como ir desnudando y desanudando algo que antes era amasijo, convirtiéndolo en potencial metafórico.

Al final, no sabemos si hemos descubierto a Pérez Zúñiga o es, más bien, que él nos ha descubierto a nosotros. Y como en el último verso de esta antología «siempre el misterio tuvo la palabra».