Ignacio Peyró
Ya sentarás cabeza (Cuando fuimos periodistas, 2006-2011)
Libros del Asteroide, Madrid, 2020
562 páginas, 24.95 €
POR EDUARDO LAPORTE

 

 

Decía un personaje de aquella divertida novela de Jardiel Poncela, La tournée de Dios, que había que elegir: o escritor o periodista. Como si el tráfago vinculado al ejercicio periodístico impidiera alcanzar la paz, la perspectiva suficiente para encarar un proyecto de largo aliento como una novela. Del fecundo articulista, además de diarista, que fue César González-Ruano se dijo que podía haber sido un gran novelista de no dedicar tantas energías al periodismo (y a otras acciones poco loables, por cierto, de las que dio cuenta Marino Gómez-Santos en el último libro que publicó en Renacimiento antes de fallecer, César González-Ruano en blanco y negro).

Ejemplos de escritores que sí lograron cultivar la literatura en su formato más celebrado, la novela, hay muchos contradiciendo la máxima de Jardiel Poncela. Hemingway. El mismo Delibes. O su discípulo Umbral. Claro que en la obra de Umbral hay no poco de miscelánea, de literatura del yo, que es aquella que brota cuando la urgencia del periodismo, con sus servidumbres y columnas diarias, no deja espacio para más. De ahí que muchos periodistas hayan cultivado su prosa literaria en géneros híbridos, fragmentarios, con unas exigencias de estructura y dedicación más laxas, como puede ser el diario literario.

Es el caso de Ignacio Peyró (Madrid, 1980), periodista que se dio a conocer con libros de temática gastronómica pero con una ambición puesta en un Josep Pla o un Néstor Luján, dos de sus referentes como gastrónomos y como escritores. De hecho, su Comimos y bebimos (Libros del Asteroide, 2018) remite inequívocamente al aroma del Lo que hemos comido, ese tratado de la vieja cocina de un Pla que, dicen, jamás pisó una cocina ni cogió una sartén. Antes, Peyró había publicado Pompa y circunstancia. Diccionario sentimental de la cultura inglesa (Fórcola, 2014) y La vista desde aquí. Una conversación con Valentí Puig (Elba, 2017), donde charla con uno de los diaristas más sólidos de las letras nacionales de las últimas décadas, género que cultiva desde bien entrados los setenta y que aparece aludido en varias ocasiones a lo largo del diario del propio Peyró.

Esta apuesta literaria, pues, se enmarca en el género de la no ficción, se inserta en la crónica cultural de su tiempo, siempre con una agudeza en la mirada propia de quien se ha tomado en serio a sus maestros, y una notable capacidad para fijar una serie de costumbres y de particularidades de cada sociedad que requiere mención especial; no todos los juntaletras son capaces de escudriñar la realidad como merece. Se nace con ello y, si bien se puede cultivar y desarrollar, Peyró es consciente de su ojo privilegiado –lo mismo valdría para el oído, dos requisitos fundamentales del escritor de diarios–, razón que explica lo voluminoso de esta primera entrega de diarios, con casi seiscientas páginas. ¿Dónde cortar? ¿Qué mutilar? Los editores de Libros del Asteroide optaron por ofrecer las páginas sin gran cribado, cosa que los lectores amantes de los diarios agradecerán, así como aquellos neófitos que quieran adentrarse en esa literatura sin trama, la del diario literario, quizá el género autobiográfico más puro.

¿Periodismo y literatura? Es posible.

 

VIDA INTERIOR Y EXTERIOR

 Si podemos llevar la contraria a los personajes de Jardiel Poncela ante la supuesta imposibilidad de combinar periodismo y literatura con éxito, se diría que Ignacio Peyró quisiera contradecir al mismísimo Cesare Pavese cuando decía que un diario debe indicar «los filones de la vida interior». Porque Ya sentarás cabeza puede leerse como un relato de las andanzas «exteriores» del periodista Peyró, aunque también deje caer algunas rumias internas y, como dijimos, unas observaciones sobre su entorno de bien templado lirismo, así como unos aforismos que se pueden ver como las tentativas de un futuro poeta.

No obstante, si empleamos aquella distinción entre diario y dietario, el libro de Peyró se ajustaría más a la segunda etiqueta. A saber, el diario se entendería como la exposición de un universo privado, subjetivo, hacia dentro, realizado también como ejercicio de introspección, de confesión, casi de ascesis personal (al margen de que se escriba también con idea de publicar) y el dietario como una escritura personal con vocación más objetiva, hacia afuera. Josep Pla, de nuevo, se adscribiría en esta tradición. Libros como El cuaderno gris, Viaje en autobús o Madrid, 1921. Un dietario, del periodista y escritor catalán, son buenos representantes de esa literatura de la observación, del paisaje, de los lugares, no exenta, claro está, de la particular mirada de quien retrata lo que ve, y en eso Pla era un maestro.

En cualquier caso, tanto en Pla como en Peyró, como a su manera en Delibes, se da una escritura que es celebración de la vida, sin caer por ello en jacarandas gratuitas ni en optimismos vacuos, sino más bien en lo que el propio Peyró señala en una entrada corta, aforística, que dice: «Pero ¿y qué es escribir, sino un modo de amar la vida?».

Así, son frecuentes las situaciones, como ya indica el subtítulo, en las que se va forjando el Peyró periodista en un ejercicio de diario a cara descubierta que en ocasiones recuerda a El director (Libros del K.O.), de David Jiménez, donde el exdirector de El Mundo relata su paso por ese periódico. Peyró funciona sin paños calientes, es decir, empleando nombres y apellidos reales donde Jiménez introducía unos motes despectivos, de dudosa elegancia ética, para referirse a sus excompañeros.

Ese cotilleo culto, esa maledicencia exquisita, activa nuestros radares morales pero también nos atrae –como bien sabe el veterano diarista José Luis García Martín–, aunque en ocasiones pueda resultar descarnado de más. Como las referencias, no especialmente dadivosas en cuanto a su físico, a la también periodista María Antonia Iglesias, ya fallecida al publicarse este tomo.

Tampoco le tiembla el pulso a Peyró para meterse con los de su talla, como hace sin pestañear con sus superiores de entonces, Carlos Dávila o Julio Ariza, pesos pesados del periodismo de derechas. Porque Peyró se reconoce sin titubeos en ese lado de la balanza política, pero quizá por ello es el primero en sacar los colores a quienes se suponen sus pares. Habrá quien vea algunos gramos de traición donde otros encuentran insobornabilidad e independencia de criterio, así como una necesaria actitud crítica desde dentro, como la que mantiene ante «la fiebre neocon» que estaría colonizando el centro-derecha. Resulta refrescante, en cualquier caso, ese reparto de dardos en todas direcciones.

En su descargo, el propio Peyró practica eso que el no menos interesante diarista Iñaki Uriarte dijera, parafraseando a Emil Cioran, sobre cómo debía ser una semblanza, válido también para la escritura del yo: «Solo es interesante si se consignan en ella ridiculeces, pues son las que humanizan al personaje». Y algo de esa self-deprecation británica se cuela entre las páginas de Ya sentarás cabeza con confesiones que aportan un voltaje humano y se agradecen, en cuanto muestran una vulnerabilidad a menudo tapada por los bríos del hombre hecho a sí mismo. Como cuando recuerda, a modo de aviso ante el porvenir, las clases de latín de su juventud, bien pronto por la mañana, presa de «un miedo abrumador, totalmente justificado, hacia el futuro».

También enriquecen la lectura ciertas epifanías surgidas de entre lo cotidiano, como ese atardecer, un día de Año Nuevo, de «oro, azul y miel», con el reflejo de las encinas sobre las charcas: una imagen tan bella que convirtió en tradición el regreso a aquel lugar, en los siguientes años, con objeto de «agradecer el amor escondido que vela por nosotros».

Si bien abundan los pasajes irónicos, a veces escritos desde el descreimiento o desde cierta sorna conscientemente esnob, estas píldoras de conversión equilibran la mezcla y Peyró sabe del arte de combinar los ingredientes.

 

CRONISTA DE LO MÍNIMO

 Como aquel maestro Juan Martínez que estaba allí, atrapado en el estallido de la Revolución soviética, en el brillante libro de Chaves Nogales, Ignacio Peyró se mete en ambientes, como le cuadra al escritor de verdad: en el periodismo conservador y en las reboticas del grupo Intereconomía, pero también en la maquinaria política, en su papel de speechwriter de Rajoy, aspirante entonces a presidente del Gobierno, trabajos anteriores a su designación como director del Instituto Cervantes de Londres, cargo que ostenta en la actualidad.

Qué duda cabe que esa posición privilegiada, como la del propio Andrés Trapiello en los cenáculos literarios madrileños, aporta al diario un peso específico. Pero lo más destacable del volumen no serían tanto los trapos sucios o limpios del periodismo conservador, ni ese quién es quién en el establishment –también en el flanco socialista de esa España aún bipartidista– o las numerosas digresiones en torno a cuestiones de gastronomía, rozando en algunos puntos cierta obscenidad de animal de Embassy, sino un tipo de descripción que el autor nos regala: una suerte de crónica inmaterial que recoge el espíritu de una época con particular delicadeza y agudeza. Son observaciones finas, poéticas sin pretenderlo, en las que Peyró brilla con particular luz. Como cuando se refiere a «la hora triste de las piscinas», con esos pocos bañistas de labios morados, el viento que levanta las toallas, los vasos sin recoger y las luces que no se han encendido aún. O esa evocación del final de la década de los ochenta, que Peyró vivió siendo aún niño, pero que quedó fijada en su memoria poética con toda su fuerza estética: años en que el «color amarillo natilla» sustituyó al papel pintado en los restaurantes, la Vespino reinaba por las calles, con sus pegatinas de Snoopy o Hello Kitty, y marcas como Reebok, Camper o Barbour irrumpían con fuerza, con las fotografías de García-Alix y las canciones de Alaska de fondo. Una infancia de inventarse películas con los Playmobil y saberse el nombre de «absolutamente cada coche» y en la que el mayor escándalo erótico, antes de la llegada del porno de Canal + o los destapes de Telecinco, era que a Sabrina se le escapara una teta.

Peyró se crece en esas distancias cortas del retrato generacional, en la tarea de apresar el siempre escurridizo Zeitgeist, como bien sabía Josep Pla al titular La huida del tiempo una serie de artículos vinculados al calendario y sus costumbres. Como cuando se refiere a esos niños que, como él, estrenaban la Constitución como quien estrena unas botas de agua. Los primeros españoles de las autonomías, primogénitos de la democracia, cuya etiqueta no llegó a cuajar.

Entre la abundancia de un proyecto que no oculta su condición excesiva, como un banquete en el que nadie teme quedarse con hambre, Ignacio Peyró inaugura con altura un camino diarístico que, de prolongarse, logrará el favor de aquellos que también se acercan a la literatura como un modo de amar la vida.