Coordinado por Valerie Miles

Fotografía de Nina Subin, Jesús Miguel de la Fuente y Alejandra López

VALERIE MILES

Es consabida la larga tradición que existe entre imagen y texto, pero parece que hoy en día renace un interés especial por explorar las posibilidades poéticas y también narrativas que hay en esta confluencia. Pienso en la residencia recién inaugurada, «Escribir el Prado», con el Nobel de literatura John Coetzee. O el en MALBA, con un departamento dedicado a la literatura, y también con una residencia para escritores. Publican libros y patrocinan encuentros literarios dentro del espacio de la pinacoteca.

La filosofía del siglo XX se concentró en parte en el estudio del lenguaje y la semiótica –Frege, Wittgenstein, Benjamin, Russell, Sapir-Whorf, Chomsky, Derridá etc.– pero parece que actualmente la mirada filosófica se ha desplazado. ¿Estamos entrando en una nueva época en el que la indagación (enquiry) filosófica, se centra en la imagen, con la obra de teóricos tan centrales como Aby Warburg o Georges Didi-Huberman?


GRACIELA SPERANZA

Las tensiones dialécticas entre la imagen y el texto tienen una larga historia y son quizás constitutivas de la trama de signos que tejen toda cultura. Su hermandad se remonta al ut pictura poesis de Horacio («como la pintura así es la poesía») y su enemistad al Laoconte de Gotthold Lessing. Pero esa tensión arriba a un capítulo central en el arte y el pensamiento modernos con la obra de Duchamp. Con su abandono de la pintura, el arte puramente retiniano y su Gran vidrio –una obra conceptual compuesta de un vidrio y cientos de notas–, la interacción se materializa y se vuelve constitutiva de la representación.

Cierto que la innegable omnipresencia de la imagen en la cultura de las últimas décadas ha llevado a la expansión de los estudios visuales, la iconología, y a una atención creciente en el pensamiento filosófico, pero creo que el campo más rico de pensamiento sigue siendo el «entre dos». No me canso de citar a Deleuze, a propósito de la obra señera de Foucault (Gilles Deleuze, Gilles, Foucault, Barcelona, Paidós, 1987, pp. 151-152) en esa dirección. Nadie lo ha expresado mejor: «Según el saber como problema, pensar es ver y es hablar, pero pensar se hace en el ‘entre dos’, en el intersticio o la disyunción del ver y del hablar. Pensar es inventar cada vez el entrelazamiento, lanzar cada vez una flecha desde uno mismo al blanco que es el otro, hacer que brille un rayo de luz en las palabras, hacer que se oiga un grito en las cosas visibles».

No sorprende que la obra de Aby Warburg, y sobre todo su Atlas Mnemosyne, haya cobrado centralidad en la reflexión sobre las imágenes, en sintonía con el pensamiento por constelaciones de Walter Benjamin. Georges Didi-Huberman lo ha señalado con claridad: el “principio atlas” busca otra forma del saber, explosiva y generosa, que no se funda en la tradición platónica de la idea purificada de las imágenes, sino que «hace saltar los marcos», apuesta por una heterogeneidad esencial, busca correspondencias y analogías. Ese «entre dos» entre imagen y texto, esa forma del conocimiento por montaje, inspira mi trabajo desde hace mucho tiempo.

ESTRELLA DE DIEGO

Toda imagen invoca un texto y todo texto invoca una imagen, tal vez porque ambos comparten cierto territorio maligno de dependencias, el que negocian sin tregua las palabras y las cosas, por seguir citando a Foucault, del que habla Graciela. Esa negociación entre lo que quiere decir y lo que se quiere decir, lo que se visualiza y lo que se verbaliza, incluso en su fragmento y su vacío, en su borde, es –o hasta cierto punto– la esencia del acercamiento lacaniano al lenguaje y sus vericuetos, otro personaje esencial en la enquiry. Al fin y al cabo, el lenguaje del inconsciente funciona a partir de la colisión de los dos principios –imagen y texto– y su posterior hilvanado.

Ocurre con la imagen poderosísima del Primer Manifiesto del Surrealismo de Breton: en el sueño, un hombre es cortado a la mitad por una ventana, pero sigue andando con medio cuerpo cercenado. He aquí una imagen cualquiera de Magritte que a su vez exige a nuestros textos, a nuestras palabras, entrar en cierta nueva lógica de la imagen, que sin embargo ha partido de un relato y, por tanto, está inscrita en la lógica de la traducción.

De eso sabía mucho el ahora tan citado Warburg. En la sala oval de su Instituto en Londres, se han ido recopilando imágenes, haciendo acopio de una nueva forma de archivo, en el que, igual que sucede en la biblioteca, uno nunca busca el libro que cree buscar sino el que está a su lado en las estanterías. En ese programa de trastocamientos, la imagen ha jugado una parte esencial, de manera que lo único que en realidad ha variado en estos últimos años es la abundancia de imágenes y la facilidad para obtenerlas.

Pensemos en la mano de Wittgenstein con la cual abre el que para mí es uno de sus libros más brillantes, Sobre la certeza: «Si sabes que aquí hay una mano, te concederemos todo lo demás». Wittgenstein está apelando a G. E. Moore y las pruebas del mundo exterior, pero la mano se visualiza poderosa frente a mí sin que pueda evitarlo y se convierte en mi propia mano. Me la acerco a la cara. «Esta posibilidad de asegurarse pertenece al juego del lenguaje –prosigue Wittgenstein–. Es uno de sus rasgos esenciales». La visualidad es lenguaje también en busca de esa misma posibilidad de asegurarse. Siempre lo ha sido.

VALERIE MILES

Indagamos un poco más en estos dos principios que habéis mencionado. Graciela, en tu libro, Atlas portátil de América Latina, reflexionas sobre la lectura constelar –la transposición de imágenes (espacial) o de las imágenes en una lectura (secuencial) a una asociación poética– y su capacidad de encontrar verdades quizás menos evidentes por no decir secretas o escondidas. Como ejemplo, citas la obra de Roberto Bolaño, específicamente 2666 y las muertas «fotografiadas con palabras».

Estrella, en tu libro El Prado inadvertido propones que la memoria es siempre cambiante y, digamos, traicionera. Un cuadro nunca es un relato definitivo porque existe una arqueología de las miradas que hemos efectuado a lo largo del tiempo. Capas de contemplación memoriosa. Por ejemplo, cada vez que vuelves a ver Las meninas de Velázquez, dices, las figuras se han movido un poco, tan poco que sólo tú lo puedes percibir, y así está en permanente transformación.

Pero las exposiciones comisariadas desde un ojo específico o una temática crean un cambio de orden espacial, una nueva formación constelar. Y las lecturas nuevas son siempre mediadas por otras lecturas, o volvemos a una lectura anterior y, con Heráclito, la experiencia nunca es la misma. Proponiendo posibles metáforas imagen-texto, pues, ¿se puede decir que una sala de un museo de cuadros vistos o por ver es como una biblioteca de libros leídos o por leer?

GRACIELA SPERANZA

Por ese giro conceptual del arte del que hablaba y porque el lenguaje, para volver a Wittgenstein que oportunamente trae Estrella, es condición del pensamiento, al menos para mí, la estantería de libros leídos se mezcla a menudo con todo lo visto en un museo o una galería. Lo visible y lo enunciable. Aunque esa relación está desde siempre en el título de la obra, mucho arte de hoy invita a reunir lo visual y lo verbal, y mucha literatura incluye imágenes en el texto y promueve el ejercicio de componerlos en la lectura: Sebald, Olga Tokarczuk, Mario Bellatin, por dar solo unos ejemplos.

Ese encuentro está ya, como comentaba Estrella, en la frondosa biblioteca de Warburg de donde surgen las imágenes de los paneles del Atlas Mnemosyne. Y es que el «principio atlas» como forma de conocimiento tiene una larga tradición en siglo XX, central en la obra de Warburg pero también en el pensamiento por constelaciones de Benjamin y Bataille, y en las vanguardias históricas: el montaje dispone las diferencias y las correlaciones, descompone y recompone el mundo para que podamos volver a mirarlo, distanciado y extrañado.

Mi Atlas portátil de América Latina, de hecho, partió del encuentro enigmático de la imagen de un mapa de México en un libro de Mario Bellatin, Perros héroes, que contradecía el mapa de América Latina del que hablaba el texto. El dispositivo atlas me permitía además reunir la reflexión crítica sobre artes visuales y literatura según mi propia experiencia de espectadora y lectora que, sin hacer distinciones, trama relaciones en la marcha, y también invita al lector a colarse en los intervalos y ampliar las series. Un estímulo, por otra parte, para leer el arte con las herramientas con que leemos la literatura y viceversa.

Aunque se ha escrito mucho sobre el artista belga-mexicano Francis Alÿs, para dar un ejemplo, descubrí que sus «acciones-ficciones» se podían leer como realizaciones perfectas de figuras retóricas –la sinécdoque, la paradoja, la hipérbole, el oxímoron– y eso dejaba caracterizar y ver de otro modo la variedad y la potencia de las obras que, por otra parte, se proponen como relatos. En la dirección contraria, las 109 muertas de Santa Teresa, seriadas escrupulosamente por Bolaño en 2666, pueden leerse como un ready-made macabro.

En mis primeros ensayos incluí muchas imágenes porque se imponía la necesidad de hacer visibles las relaciones del «entre dos» que iba tramando, y en algunos partí de la confrontación de dos imágenes que disparan el argumento, pero ya en el último, Lo que no vemos, lo que el arte ve, aunque también parto de una obra visual, ya no hay imágenes en el libro salvo la de la tapa, una restricción que acaba siendo un desafío literario, un feliz ejercicio de écfrasis.

ESTRELLA DE DIEGO

Qué maravillosa metáfora a la hora de hablar de esta casi «querelle» entre texto e imagen, Valerie, la comparación de los libros leídos en una estantería y los cuadros vistos en un museo… Para mí, desde mi formación de historiadora del arte, es una metáfora muy precisa, pues igual que en los regresos un libro no es jamás el mismo libro, cada vez que nos situamos frente a una obra, observamos fascinados cómo esa obra se ha transformado, seguramente porque la narración ha cambiado y nosotros con ella.

Una obra visual –como un texto– es el lugar donde se anudan y se hilvanan los significados, el atlas de Graciela que tiene el poder infinito de lo que nunca permanece fijo. Pese a todo, la trampa de la falsa transparencia de la obra visual nos persigue. Es el juego de las imágenes cuando se camuflan y dan a entender que, contrariamente al libro, a la secuencialidad de la lectura, ofrecen un núcleo instantáneo y hasta unitario. Las cosas no son así –de ahí la trampa.

Sobre la obra visual, sobre sus capas de significados en los textos que se acumulan y se cancelan, se va construyendo algo muy parecido a las páginas de un libro. Por esa razón no estaría tan de acuerdo sobre la imposibilidad de describir un cuadro en palabras. Es más. En ese reto de traducción se basa nuestro expertise en tanto historiadores del arte. Nosotros hablamos de «leer» un cuadro. Cada obra despierta una historia jamás fijada, un relato necesario. Ante La primavera de Botticelli, Warburg se hace una pregunta fundamental para su posterior interpretación del cuadro: ¿quién es la ninfa que entra por la derecha? Quizás esa pregunta, que conforma su brillante lectura posterior, era redundante para los contemporáneos de Botticelli que tenían acceso a ver este cuadro complejísimo.

Mucho antes de la llegada de Duchamp, las obras han sido textos precisos e implacables, sobre todo cambiantes. Y quizás por esa razón algunas personas sienten que es imposible describir un cuadro con palabras. Es una frase con algo de retórico, me parece, aunque tal vez no se trata de describir, sino de descubrir. Baudelaire capta la esencia inestable de la visualidad y se lanza a narrar, siendo consciente de que será una historia diferente cada vez, igual que la de los libros en la vieja estantería.

VALERIE MILES

Estrella, tu libro sobre el Prado es como una carta de amor al museo. Celebra las experiencias estéticas y vitales que has gozado en este espacio. Y llega el momento cuando miras que todo lo demás deja de existir; «mirar equivale a entrar» al cuadro. Paralelamente con un libro, el objeto yace muerto hasta que alguien lo abre y entra y se prenda de la fenomenología compartida autor-lector que describe Georges Poulet en su ensayo. Si ponemos a dos escritores frente a un mismo cuadro, probablemente se producirían dos narraciones totalmente diferentes. Y si pedimos a dos artistas que pinten la historia que leen, también.

Graciela, describes el proceso de composición de tu libro: «releí las piezas que llevaba escritas como quien mira las fotos de un viaje…» Y comentas un cuadro de Goya: Perro semihundido. Lo habías visto varias veces, pero en esa visita que narras al Prado, te diste cuenta que lo habías visto sin verlo. La fuerza y la belleza de la obra «parecen anidar precisamente en lo que no vemos». Al dejar un intersticio, el espectador puede «entrar».

Pero a modo de provocación: está claro que a partir de Duchamp, o Barthes y la muerte del autor, nos damos el lujo, nos arrogamos la capacidad de entrar en el juego de la interpretación de forma directa, de indagar en los signos y significados y crear un atlas propio, una arqueología de la contemplación o lectura desde la extrañeza. ¿Es lícito, entonces, mirar o leer de esta manera posduchampiana los cuadros y libros de escritores anteriores que solíamos considerar «cerrados» por el autor?

GRACIELA SPERANZA

Hablábamos de la écfrasis, la posibilidad de describir un cuadro o una obra visual en palabras que comenta Estrella, y no habría que olvidar que se trata de una figura de tradición clásica. Basta recordar la célebre descripción homérica del escudo de Aquiles en la Ilíada. Y tampoco habría que olvidar la larga tradición de estudios literarios que fueron complejizando la atribución de sentido en la lectura. Pero es cierto que la obra moderna incluyó de otro modo al lector y al espectador, y el arte conceptual lo implicó activamente. Simplificando un poco años de reflexión teórica, desde mediados del siglo XX hablamos de la «obra abierta» con Umberto Eco, del lector implícito y horizonte de expectativas del lector con la teoría de la recepción, de los múltiples códigos tramados en un texto con el S/Z de Barthes, y de reflexiones análogas en la recepción de la imagen y las artes visuales.

Pero también es cierto que, en ese sentido, todo el arte es contemporáneo. El arte de ayer dice otras cosas hoy, como bien lo demostró Borges en su «Pierre Menard, autor del Quijote»: las tres mismas líneas del Quijote, escritas por Menard tres siglos más tarde, hacen ver que el contexto modifica la lectura, y que las mismas obras, aunque parezcan idénticas, son diversas según las circunstancias de la enunciación y la lectura. Lo mismo podría decirse de la Mona Lisa afeitada (L.H.O.O.Q. Rasée) de Duchamp.

Tratando de pensar con el arte las amenazas que se ciernen hoy sobre el hombre y el planeta –la perspectiva de una catástrofe ambiental y la inmersión cada vez más absoluta en una doble digital del mundo–, vi y leí de otro modo el Perro semihundido de Goya, por ejemplo, y me pareció que la fuerza, el sentido e incluso la belleza de la obra parecían anidar ahora en lo que no vemos en el cuadro, una suerte de invisibilidad visible.

Pero el ejemplo más revelador que conozco es The Sight of Death. An Experiment in Art Writing. En un extraordinario experimento de crítica, el historiador del arte T. J Clark lleva un diario de sus visitas casi diarias a solo dos obras de Poussin durante cuatro meses a comienzos de 2000. El ejercicio es producto del azar y la disponibilidad de las dos obras en un museo vecino, pero Clark descubre muy pronto que el diario puede funcionar como registro del recorrido cambiante de la mirada a través del tiempo y acompañar el proceso revelador de ver una obra una y otra vez. Escribe el libro en medio de la «batalla de imágenes» tras el 11 de setiembre de 2001, cuyos ecos están solo entre líneas. Desafiando el vértigo visual de la sociedad del espectáculo, el ex situacionista Clark demuestra que las imágenes nunca hablan de una vez y para siempre, sino que solo empiezan a abrirse después de la primera apropiación idiota de la vista, y que hay que ir más allá de ese despliegue mudo ante la retina para que consigan decir algo medianamente interesante.

ESTRELLA DE DIEGO

Me encanta esa definición del libro sobre el Prado como una carta de amor extendida al museo, Valerie. Yo diría que es una carta de amor a mis fantasmas, los que pasearon conmigo en el mundo visible –mis padres, mi profesor de dibujo, mis mentores y amigos…– y los que me acompañaron desde el Invisible y que nunca he conocido– Borges y Foucault, por seguir con nuestras citas a tres.

Volviendo a lo que apuntaba Graciela, en efecto la posibilidad de «contar» una imagen ha estado siempre ahí, recordándonos que ningún discurso está –ni ha estado– jamás cerrado. Los contextos, seguía diciendo acertadamente, modifican los discursos y yo añadiría, los discursos modifican a su vez los textos, escritos y visuales. En nuestra conversación nos acompaña –nos sitia– ese cuadro extraordinario en su aparente silencio e invisibilidad, El perro semihundido –la obra favorita de Hélène Cixous. Aquí mirar equivale a entrar –antes recordabas esta frase, Valerie–. Y mirar equivale a entrar, porque implica un compromiso, un aceptar ese estar sitiado por algo que trata de abrirse camino en lo por decir. Mirar implica echar a relatar.

Este cuadro es un muy buen ejemplo a propósito de la falsa transparencia en la pintura figurativa: recuerda la negociación con la arqueología, entendida como capas, páginas de un libro, he comentado antes. También ocurre con las mejores obras literarias: nunca develan su secreto originario. Lo recuerda Chéjov en un cuento maravilloso: los secretos contados nunca son tan excitantes como los recordábamos cuando se callaban. En ese intervalo privilegiado, en la escotomización–-lo que la oftalmología denomina visión parcial, distorsionada o periférica, puntos ciegos–, radica la pregunta necesaria, de ahí al protagonismo del espectador/lector ahora y a lo largo de los siglos. Es más. El discurso teórico establecido lo subraya desde Duchamp porque le conviene, igual que ese mismo discurso, cambiante en el tiempo y que va difundiendo sus consignas, hablaba en la tradición de obras «cerradas». Ahora prefiere apostar por la bulimia de imágenes sin jerarquías, apariencia de libertad en las lecturas. Pero estas maniobras de control poco o nada tienen que ver con lo que los textos –visuales o escritos– esperan de nosotros.

Sigue recordando Graciela a propósito de T.J. Clark, «las imágenes nunca hablan de una vez y para siempre», igual que los textos escritos. En este punto radica la garantía de que permanecerán abiertos. Frágiles. Os propongo extender la reflexión hacia una autora cubana de un libro esencial para la modernidad, El monte, de 1954. Hablo de Lydia Cabrera cuando escribe ese texto que parece antropología y literatura a un tiempo. Un texto visual en tanto lleno de metáforas, discurso que se desgarra al abrirse cuando la autora habla por tantas voces que no son la suya. La voz desmembrada se llena de escotomas –entendidos como zonas abiertas al desvelamiento– y volvemos a la Cuba de la «negritud» que Cabrera ha descubierto en París y ha buscado de vuelta en la isla, persiguiendo su propio escotoma –es una mujer blanca que pertenece a una clase social alejada de esa realidad que, estando allí, no había visto siquiera–. Quizás estos textos al margen encarnan la garantía de ser Menard cada vez.

Toda imagen invoca un texto y todo texto invoca una imagen, tal vez porque ambos comparten cierto territorio maligno de dependencias, el que negocian sin tregua las palabras y las cosas, por seguir citando a Foucault, del que habla Graciela

VALERIE MILES

Me gustaría volver al surrealismo un momento, porque allí abrimos otras posibilidades y me remito a La visión abierta de Victoria Cirlot, donde explora el fenómeno visionario medieval, comparándolo con el surrealismo. La Edad Media, dice la experta en Hildegaard von Bingen, sigue una estética fundamentada en el valor de las imágenes. Y encuentra un contrapunto para su hermenéutica en la escritura y obra de Max Ernst, entre otros. En la Edad Media, dice Cirlot, lo oculto y lo invisible son los objetos de la facultad imaginativa: lo visionario. Cirlot ofrece un cuadro de André Masson, André Bresson, de 1941, para ilustrar la función entre los ojos corporales y los ojos interiores y el vuelo mágico del autor-artista.

Pero también para el texto que abre la retrospectiva de Remedios Varo en el MALBA, Cirlot cita a Octavio Paz, quien, dice, con la precisión del poeta que entró en misterio de la pintura de Remedios Varo para iluminarla: «Las apariencias son las sombras de los arquetipos: Remedios no inventa, recuerda». Y Cirlot sigue: «Existe una íntima convicción, de origen platónico según la cual ya lo hemos visto todo con anterioridad». Y Paz alude a la idea de que «crear es combinar».

ESTRELLA DE DIEGO

Hablas de Remedios Varo, Valerie, y parece que con ella se abra de pronto, junto a Lydia Cabrera, una especie de genealogía inesperada donde nos vemos obligados a revisar, una vez más, las relaciones entre la imagen y el texto. En el caso de la cubana, es cuando sus textos etnográficos toman cierto cuerpo visual paralelo a través de las fotografías de Josefina Tarafa. En el de Varo, es cuando la pintora escribe en las cartas a su familia cada una de las narraciones que corresponden a los cuadros que va pitando –algo inusual en la mayoría de artistas.

También la visualidad convoca no solo a ese ojo interior que mencionas, sino al oído cuando las historias se van narrando. Y no solo ocurre con esas formas alternativas de mirar que se asocian, por ejemplo, al Surrealismo –al Primer manifiesto de Breton y la imagen de un hombre que sigue andando partido por una ventana que mencioné antes–; a las visiones que fascinan a Breton y que exige a los miembros del grupo –cuando dejan de tenerlas los expulsa y algunos las fingen–. Esas visiones que se relacionan con la escritura automática tienen mucho de visual, además, en tanto relacionadas con el inconsciente que se expresa a través de imágenes que a cada rato esperan convertirse en palabras.

Por eso Varo, fascinada desde niña por las visiones –las que cultiva en el doble formato visual y textual Von Bingen que la inspira–, acude con frecuencia a las reuniones de Breton en sus años parisinos, siendo la pareja de uno de los grandes poetas del grupo, Benjamin Pèret. Llega hasta allí maravillada por las reflexiones a propósito de la escritura automática, consciente de que, a su modo, es una apuesta por las visiones. El resto de temas de discusión, por ejemplo, el papel de las mujeres como representantes del inconsciente, no le interesa nada, recuerda ella misma.

Sea como fuere, queda claro que las visiones igual que el inconsciente, exigen tiempo de los «lectores», tal y como ocurre con los cuadros de Varo. O con Las Meninas, ya he dicho que no veo ese corte radical entre periodos. Nunca se ve de una vez –lo hemos repetido a lo largo de esta conversación–, como no se descifra el inconsciente de una vez. Ver en tanto entrar exige tiempo, el mismo tiempo extendido que la lectura, aunque la imagen se camufle y, crédulos, creamos que necesita de nosotros menos atención que el texto.

Es puro camuflaje, aunque tal vez la imagen prima en el mundo digital porque todo allí se reduce a la apariencia, al microrrelato, a lo que necesita consumirse rápido para subsistir, porque subsistir implica sobre todo consumirse rápido. En una maravillosa entrevista del poeta José Miguel Ullán a Roland Barthes para el programa la Edad de Oro –y publicada en Cuadernos para el Diálogo el 31 de enero de 1979, pocos meses antes de la muerte de Barthes– Ullán le dice: «Habla RB de una curiosa enfermedad que le es propia: ver el lenguaje. Ante la pintura, ¿cómo reacciona ese imaginativo enfermo? ¿La ve o la escucha?» A lo que Barthes, después de una larga disquisición sobre el modo en el cual se relaciona con el lenguaje comenta: «¿Puede decirse: escuchar la pintura? Claro que se puede, porque alguien lo ha dicho ya. (Paul) Claudel escribió un libro llamado El ojo oye y que es un libro sobre la pintura». Creo que nadie ha planteado de una forma tan lúcida lo escurridizo del tema que nos ocupa, pienso mientras oigo el Perro semihundido de Goya a través de los ojos de Cixous.

GRACIELA SPERANZA

Qué bueno que las dos hayan traído a esta conversación el surrealismo, que ha conseguido probar su resistencia en obstinados retornos, como si, a pesar de los muchos esfuerzos por encauzarlo en la historia del arte del siglo XX, dejara siempre un resto irracional y visionario, que escapa a sus sucesivos intérpretes. «Cada época tiene sus surrealistas», dijo alguna vez Man Ray, y se trata sin duda de una fuerza creadora ineludible en la genealogía de la impureza de los medios, en la ida y vuelta entre la imagen y el texto (basta recordar Nadja de Breton), en la indagación de las relaciones del arte y la literatura con el deseo, el azar y el misterio.

Y también, como señalaba Estrella, de un pasaje a la visión íntima que anida en el observador, y por lo tanto un antídoto contra la inmersión en las pantallas, su «economía de la atención» y sus eficientes sistemas de rastreo ocular para «captar la mirada». Porque si la errancia ilimitada del ojo humano que compone nuestra visión del mundo se desalienta en la vida digital y se reduce a menudo a la «visión única» que describió William Blake –mera actividad mecánica, aislada del juego con la imaginación, el lenguaje y los sentidos–, la visión íntima que alentó el surrealismo se abre al flujo de la memoria, el sueño y la pesadilla, tanto en el arte como en la literatura. Quiere ver más allá.

La obra de Remedios Varo, en efecto, expande la herencia del surrealismo y la escritura automática con un sello absolutamente propio. Y pienso también en Liliana Porter, una artista muy dispar marcada también por el surrealismo, que en sus «situaciones» sigue confiando en la elocuencia de los encuentros insólitos. A la serie de encuentros fortuitos célebres que abrió Lautréamont y poblaron los surrealistas, puede agregar el de un pingüino de plástico y un salero, un soldado nazi y un bulldog de porcelana. Gran teatro de la hospitalidad incondicional, la obra de Porter transgrede umbrales y fronteras, hasta crear un «sin lugar» utópico, una geografía posible de la intimidad que no solo reúne lo que la historia, los Estados y las ideologías separan, sino también reconcilia al hombre con otras especies en un intercambio de dones silencioso en que el lenguaje momentáneamente se acalla y sin embargo habla. La ironía o el humor se juegan también en los títulos que acompañan las obras, y sobre todo en los entre-títulos de los videos hechos en colaboración con Ana Tiscornia.

Y en la literatura podríamos, en efecto, pensar en Roberto Bolaño y sus infrarrealistas, muy marcado en esa dirección por la obra Julio Cortázar. Recomponiendo las redes de un surrealismo clandestino, multiplicando hasta el vértigo las historias de vidas errantes, documentando el azar de los encuentros y desencuentros, interpolando las peripecias diurnas con el relato de los sueños, intenta alcanzar ese punto supremo en que el arte se funde con la experiencia vivida y las fronteras se diluyen.

VALERIE MILES

¿En qué estáis trabajando ahora? Seguro que seguís con tareas relacionadas con el texto y la imagen, de la que tanto hemos hablado en esta conversación.

GRACIELA SPERANZA

La urgencia por volver visibles las amenazas que nublan la imaginación del futuro que me llevó a Lo que no vemos, lo que el arte ve sigue firme y me alienta a seguir pensando cómo el arte y la literatura pueden ayudarnos a recalibrar nuestro lugar en el planeta, abrir el diálogo con otros saberes y otras formas de vida en un mundo más que humano, y convertirse en caja de resonancia.

(Pero también voy escribiendo de a ratos una serie de textos breves y muy variados, reescritura y montaje de noticias, notas de la prensa o la web con textos e imágenes que colecciono desde hace años, y ya antes de la reescritura sorprenden por la trama, la síntesis o la capacidad metafórica como si fueran ficciones. Reunidos quieren componer una especie de gran constelación de nuestra época. El archivo tiene un título ridículamente ambicioso, «El espíritu de los tiempos».)

ESTRELLA DE DIEGO

Estamos al comienzo del año académico, de modo que en este momento del otoño mis aspiraciones son muy modestas: pensar en los contenidos de los programas para el curso, en las lecturas de discusión con la clase. Debo convencerles de que despeguen la mirada de los móviles y miren una obra por el placer de mirarla; que lean un libro de algún clásico. Este año voy a proponer la lectura de Orlando. Qué paradoja. Pocos en una generación como la de las personas de mi clase, tan atentas al concepto de lo queer, han leído este texto de Virginia Woolf. Y luego veremos Freak Orlando de Ulrike Ottinger. Y el texto y la imagen se volverán a alinear contra la redes, un ratiro al menos. O al menos eso espero.


Valerie Miles. Nacida en Estados Unidos y radicada en Barcelona, Valerie Miles es escritora, editora, y traductora. Dirige Granta en español desde 2003 y fundó la colección de clásicos contemporáneos en español de The New York Review of Books durante su periodo como subdirectora de Alfaguara. Es colaboradora de The New Yorker, The New York Times, El PaísThe Paris Review, y Fellow del Fondo Nacional de las Artes de Estados Unidos, por su traducción de Crematorio de Rafael Chirbes. Fue comisaria de la exposición Archivo Bolaño, 1977-2003, con el equipo del CCCB de Barcelona, fruto de una larga investigación en los archivos privados del escritor. Su primer libro, Mil bosques en una bellota, fue publicado con el título A Thousand Forests in One Acorn en inglés. 

Estrella de Diego es ensayista y catedrática de Arte Contemporáneo de la Universidad Complutense de Madrid, profesora invitada o visitante en numerosas instituciones, entre ellas la New York University, y académica de número de la Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid. Ha comisariado exposiciones como la representación española en la 22.ª Bienal de São Paulo (1994) y en la 49.ª Bienal de Venecia (2001); Warhol sobre Warhol (La Casa Encendida, 2007) o Gala Salvador Dalí. Una habitación propia en Púbol (MNAC, 2018). Es columnista habitual del diario El País, y autora, entre otros, de los libros La mujer y la pintura en la España del siglo XIX, El andrógino sexuado, Querida Gala, Travesías por la incertidumbre, Remedios Varo, Maruja Mallo, No soy yo, El Prado inadvertido y El proyeto Picasso. Ha sido galardonada con el XI Premio Periodístico sobre la Lectura de la Fundación Sánchez Ruipérez y ha recibido la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes. Forma parte del Patronato del Museo del Prado.

Graciela Speranza (Buenos Aires, 1957) es crítica, narradora y guionista de cine. Enseñó Literatura Argentina en la Universidad de Buenos Aires, fue profesora visitante en la Universidad de Columbia y en la Universidad de Cornell, y enseña Arte Contemporáneo en la Universidad Torcuato Di Tella. Entre otros libros ha publicado Guillermo Kuitca. Obras 1982-1998,Manuel Puig. Después del fin de la literatura y, en Anagrama, Fuera de campo. Literatura y arte argentinos después de Duchamp, Atlas portátil de América Latina. Arte y ficciones errantes, finalista del Premio Anagrama de Ensayo, y Cronografías. Arte y ficciones de un tiempo sin tiempo. También es autora de dos novelas, Oficios ingleses y En el aire. Ha colaborado en los suplementos culturales de los diarios Página/12, Clarín y La Nación y dirige junto con Marcelo Cohen la revista de letras y artes Otra Parte. Su ensayo más reciente es Lo que no vemos, lo que el arte ve.

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