«Si contamos los mismos hechos desde perspectivas diferentes, si repetimos incluso literalmente algunos de estos hechos, parece inevitable que esa repetición minuciosa del presente detenga la acción dramática y la novela naufrague en su propia ausencia de movimiento. De ahí la importancia de que cada nuevo ciclo emprendido resignifique el anterior en un ejercicio acumulativo»

POR IGNACIO FERRANDO

Fuente: https://commons.wikimedia.org/wiki/File:SALVADOR_ELIZONDO_(13451700704).jpg

A finales de julio de 1921, el compositor vienés Arnold Schönberg le contó a su amigo y asistente Josef Rufer que acaba de descubrir un sistema de composición atonal que aseguraba la supremacía de la música alemana durante los siguientes cien años1. Se refería al dodecafonismo, una técnica que, en efecto, cambió de modo radical el paradigma que hasta ese momento se tenía sobre la composición musical armónica. Una suerte de epifanía similar experimenta el lector que se adentra por primera vez en Farabeuf o la crónica del instante, del escritor mexicano Salvador Elizondo. No solo porque dinamita los cimientos de la llamada narrativa lineal, sino porque el texto es en sí mismo una indagación sobre el sentido y las posibilidades del lenguaje. En palabras de Eduardo Becerra2, la literatura de Elizondo se agota en la búsqueda de su propio significado y merodea alrededor de una zona opaca creando un discurso envolvente y, no pocas veces, inestable.

En Farabeuf o la crónica de un instante no hay planteamiento, ni desarrollo, ni desenlace al uso, la novela describe una y otra vez el mismo instante de tiempo, un instante de quizá dos o tres minutos —nunca llega a especificarse— que, a través de distintos testimonios y puntos de vista, crea un discurso orgánico, circundante, que implica y urge al lector en una apremiante búsqueda de respuestas. Si se imagina un sistema solar, el instante que refiere el título ocuparía el lugar del astro rey y los planetas que orbitarían alrededor serían los testimonios de los personajes. Bien. Ahora elimínese el Sol y sustitúyase por una zona opaca, no del todo dibujada por su autor, vista como a través de un cristal esmerilado. Esa es la dinámica con la que Elizondo construye su novela. El objetivo es simple y complejo: atrapar un efímero segundo de tiempo.

Si en un instante ocurren múltiples asuntos simultáneos, y si sobre los mismos hechos los distintos personajes pueden tener percepciones diferentes, Farabeuf es una imposible tentativa de agotar ese lapso a través del lenguaje. En la novela se asegura que «la fotografía es una forma estática de la inmortalidad» porque es capaz de atrapar el mundo físico durante un diferencial de tiempo, el que tarda el diafragma en abrirse y cerrarse y dejar la imagen impresa en la placa de haluro. Así Farabeuf trata de ir un paso más allá y atrapar, no solo la fisicidad del instante, sino en su textura emotiva, dramática, el deslumbramiento que la prosa de Elizondo convoca. No en balde, la novela comienza y termina con el interrogante «¿recuerdas?», como si ese instante fútil que el narrador trata de aprehender a través de aproximaciones, fuera el verdadero botín de la novela. El texto no solo trata de elucubrar lo que ocurrió, sino también lo que ocurrirá y, sobre todo, lo que podría haber ocurrido, aproximándose, si se quiere, a una suerte de narrativa conjetural de naturaleza cuántica. La estructura de Farabeuf, unas veces comparada con una estrella de mar, otras con una hélice —el propio Elizondo la equipara a un clatro, un hongo nauseabundo de estructura reticular— convierte el lenguaje en un mecanismo para investigar esa zona opaca o, como definió Octavio Paz la novela, en una «apoteosis del presente»3. ¿Es esto posible? ¿cuántas novelas se han escrito y editado de tamaña ambición?

Si la narrativa convencional aboga por una estructura lineal tripartita y un esquema de causalidades horizontal (esto provoca esto), Farabeuf plantea un discurso iterativo de naturaleza vertical, que, en vez de avanzar, profundiza, y en vez de «causar», abisma. La estructura de los enigmas, válida en cualquier narración clásica, se convierte en Farabeuf en un galimatías de especulaciones inconducentes y el lenguaje abandona su función representativa de «ponerle nombre a la realidad» para convertirse en la realidad misma. Una literatura que no busca «lo que quiere decir» sino que es sentido en sí misma.

Entonces tenemos un minuto de acción en el centro y el testimonio de cuatro personajes —y varios narradores, incluso del propio autor— girando alrededor de ese instante. Vale. ¿Y qué describe ese minuto? Básicamente un encuentro entre el doctor H.L. Farabeuf4 y una mujer que le espera en una casa de París —en el 3 de la rue l’Odéon— haciendo un misterioso dibujo en el vaho que cubre la ventana. Llueve, sabemos también que Farabeuf es cirujano y trabaja en la Escuela de Medicina de la Sorbona, sabemos que conduce un deportivo, lleva calzado ortopédico y un maletín de piel negra en el que lleva su instrumental. También sabemos que la mujer está acompañada por un hombre. Al principio sabemos poco más. ¿Qué espera la mujer?, ¿qué ha ido hacer allí?, ¿qué pretende el cirujano? ¿a qué viene esa actitud expectativa de los otros dos testigos implicados en la escena? ¿Quién es esa enfermera, unas veces llamada Paula del Santo Espíritu y otras Mélanie Dessaigne, que permanece sentada en una mesilla al fondo jugando al I Ching? Una y otra vez asistimos a la misma escena: siempre suena el mismo disco, Farabeuf sube los mismos peldaños de la escalera —un ascenso proceloso e irrevocable marcado por la cadencia de la lluvia— y, una y otra vez, el cirujano entra en la casa, la mujer abandona la ventana, golpea la misma pata de la mesa, roza la mano del hombre que la acompaña y es conducida por el médico al que se llama el «cuarto secreto», cuyo umbral, como lectores, nunca traspasaremos.

Si representamos esquemáticamente la estructura de la novela simplificando los planos narrativos y el número de ciclos, podríamos decir que sería algo así:

El problema insoslayable que provoca esta estructura es el estatismo que conlleva. Si contamos los mismos hechos desde perspectivas diferentes, si repetimos incluso literalmente algunos de estos hechos, parece inevitable que esa repetición minuciosa del presente detenga la acción dramática y la novela naufrague en su propia ausencia de movimiento. De ahí la importancia de que cada nuevo ciclo emprendido resignifique el anterior (los anteriores, en realidad) en un ejercicio acumulativo. Cada nueva vuelta aporta, contradice, matiza… Haciendo el mismo ejercicio de simplificación, si pudiéramos obtener una «fotografía dramática» de cada ciclo y estas fueran A, A’, A’’… podríamos decir que A’-A nunca puede ser vacío. Porque la mera repetición, más allá de la presunción estética, detendría la acción dramática.

Esto lo logra la novela a través de dos estrategias. La primera —emparentada con la narrativa clásica de suspense— tiene que ver con la dosificación de informaciones relevantes para la interpretación del texto. Así, en el primer ciclo, apenas vemos la llegada del doctor y la mujer en la ventana; mientras que, en el siguiente, se narran esos mismos hechos (ahora elípticamente) pero centrados en los siguientes segundos focalizados a través de la mirada del hombre que acompaña a la mujer de la ventana. Y así vamos avanzando, de modo progresivo. Solo en el último ciclo tendremos la «crónica del instante» completa, desde la llegada del doctor hasta la entrada de los personajes en el «cuarto secreto».

La segunda estrategia tiene que ver con la focalización y el punto de vista, es decir, con la percepción que tiene cada uno de los cuatro personajes (y el propio autor) sobre lo que está sucediendo. Cada uno tienen intereses propios y su posicionamiento dentro de la trama condiciona la mirada hacia lo que están observando. No pocas veces, estas informaciones son contradictorias, lo que convierte al lector en el responsable de ir adquiriendo sobre los hechos una mirada interpelativa, a convertirse en el único deus omnipraesens. Así, en el primer ciclo, veremos a la mujer dibujando en la ventana. En otro posterior sabremos que se trata de un ideograma chino que representa el carácter Liu del alfabeto mandarín y que representa el seis, que visualmente es la imagen de una figura humana crucificada. En el siguiente ciclo ese dibujo representará la estrella de mar que la mujer, en una escena del pasado, encontró en una playa donde tuvo el primer contacto indirecto con Farabeuf. Y finalmente el símbolo recordará a la posición de los verdugos que torturaron a Fu Tchu Ki, asesino del príncipe Ao Jan Wan. Ese símbolo, impreso en negro sobre entelado rojo en la primera edición de la novela publicada por Joaquín Mortiz en 1965, evoluciona creando en cada ciclo referencias de carácter especular.

Y contradiciéndose.

La contradicción se convierte en manos de Elizondo en un poderoso mecanismo para generar significado. Los personajes se desdicen hasta desnaturalizar la narración y que esta adquiera un carácter meramente conceptual, distanciada de los hechos. Terciada la novela, por ejemplo, nos encontramos con un pasaje que supone el paroxismo de esta técnica de la indefinición. Refiriéndose a los cuatro personajes intervinientes y el narrador les interpela:

«Podríais ser, por ejemplo, los personajes de un relato literario del género fantástico que de pronto han cobrado vida autónoma. Podríamos, por otra parte, ser la conjunción de sueños que están siendo soñados por seres diversos en diferentes lugares del mundo. Somos el sueño de otro. ¿Por qué no? O una mentira. O somos la concreción, en términos humanos, de una partida de ajedrez cerrada en tablas. Somos una película cinematográfica, una película cinematográfica que dura apenas un instante. O la imagen de otros, que no somos nosotros, en un espejo. Somos el pensamiento de un demente. Alguno de nosotros es real y los demás somos su alucinación. Esto también es posible. Somos una errata que ha pasado inadvertida y que hace confuso un texto por lo demás muy claro; el trastocamiento de las líneas de un texto que nos hace cobrar vida de esta manera prodigiosa; o un texto que por estar reflejado en un espejo cobra un sentido totalmente diferente del que en realidad tiene. Somos una premonición; la imagen que se forma en la mente de alguien mucho antes de que los acontecimientos mediante los cuales nosotros participamos en su vida tengan lugar; un hecho fortuito que aún no se realiza, que apenas se está gestando en los resquicios del tiempo; un hecho futuro que aún no acontece. Somos un signo incomprensible trazado sobre un vidrio empañado en una tarde de lluvia. Somos el recuerdo, casi perdido, de un hecho remoto. Somos seres y cosas invocados mediante una fórmula de nigromancia. Somos algo que ha sido olvidado. Somos una acumulación de palabras; un hecho consignado mediante una escritura ilegible; un testimonio que nadie escucha. Somos parte de un espectáculo de magia recreativa. Una cuenta errada. Somos la imagen fugaz e involuntaria que cruza la mente de los amantes cuando se encuentran, en el instante en que se gozan, en el momento en que mueren. Somos un pensamiento secreto…»

Se dice que Elizondo era un personaje insolente y políglota, cultísimo, que entre otros extravagantes hábitos tenía el de coleccionar tumbas vacías para regalárselas a las viudas de sus amigos o que, en un arrebato, había quemado su inmensa biblioteca. El joven de 31 años que escribió Farabeuf era un escritor ambicioso. Había regresado a México después de formarse en Europa y Estados Unidos y estéticamente estaba muy influenciado por el experimentalismo de James Joyce, los simbolistas franceses y los cantos del poeta Erza Pound. Pero, sobre todo, tal y como manifestaría en sus diarios de 1950, Elizondo admiraba al cineasta Serguéi Eisenstein, quién, en 1925, había rodado El acorazado Potemkin. A través del cine del soviético, Elizondo profundiza en algo que, hasta el momento, la narrativa había tangenciado o considerado impropio: el montaje fílmico. El director de cine estaba fascinado con el poder que tenía la edición, no solo para generar significado, sino para provocar emociones. Elizondo incorpora en Farabeuf una peculiar técnica de montaje donde la proximidad de unas escenas contamina el significado de las anexas, algo que, décadas después, teorizaría el premio Nobel peruano Mario Vargas Llosa en su conocida teoría de los vasos comunicantes5.

Como se ha dicho, en Farabeuf, la fotografía es un símbolo importante. Y en particular una fotografía icónica y escalofriante que también obsesionó a Julio Cortázar y Severo Sarduy: la tortura del leng-tch’é o de los cien pedazos. Aunque aparece en una amplia bibliografía, Elizondo debió verla por primera vez, con toda probabilidad, en el libro de Bataille Las lágrimas de Eros6. La fotografía muestra el despedazamiento de Fu Tchu Ki, asesino del príncipe Ao Jan Wan, el 10 de abril de 1905. Como su nombre indica, el leng-tch’é es una técnica de tortura milenaria que data de la época del gobierno de la Dinastía Manchú y que consiste en un despedazamiento de la víctima sin afectar a los órganos vitales al objeto de mantenerla con vida el mayor tiempo posible. El supliciado es atado a una cruz y, a pesar de la atrocidad, hay en su mirada un halo de serenidad que roza lo místico —de ahí que Bataille viera en ese ser despedazado una representación de la pulsión entre Eros y Tánatos—. Esta imagen central en la novela se convierte así en paradigma del desmontaje. El cirujano Farabeuf —su profesión no es casual en absoluto— irá desmembrando ese instante para convertirnos en espectadores de la atrocidad que, solo en los últimos compases, se dibujará en nuestros ojos con crudeza, cuando todas las piezas empiecen a girar en la dirección correcta, o en la que creemos dirección correcta.

Aunque la estructura espiralada de Farabeuf pueda parecer un capricho experimental, otros escritores contemporáneos la han usado con resultados brillantes. Corrección7, por ejemplo, del escritor austriaco Thomas Bernhard, es un juego de autocorrección iterativa, la novela se corrige a sí misma contradiciéndose muchas veces y rebajándose hasta crear círculos cada vez más estrechos y sintéticos, adquiriendo el discurso la forma de un cono, metáfora tan presente en la novela. También logra resultados brillantes Jonathan Littell en su deslumbrante novela Una vieja historia 8, donde el protagonista revive siete escenas de su día (mañana, tarde, etc.) a lo largo de siete círculos que componen la novela. Lo novedoso de la propuesta de Littell es que, en cada círculo, el protagonista tiene una identidad sexual diferente (travesti, hombre, mujer…) de tal modo que el lector asiste a esas siete escenas, siempre las mismas, desde una percepción condicionada por la identidad sexual. Solo son algunos ejemplos de cómo orbitar alrededor de la zona opaca no es solo otro modo de contar, sino el nuevo modo de contar.

1. «Ich habe eine Entdeckung gemacht, durch welche die Vorherrschaft der deutschen Musik für die nächsten hundert Jahre gesichert ist.» Carta Josef Rufer, 1921. Arnold Schönberg Center, Correspondencia https://archive.schoenberg.at/letters/letters.php
2. ELIZONDO, Salvador. Farabeuf o la crónica de un instante. (Ed. Eduardo Becerra). Madrid. Cátedra, 2000.
3. PAZ, Octavio. «El signo y el garabato», El signo y el garabato. México. Joaquín Mortiz, 1986.
4. El protagonista está basado en el cirujano francés Louis Hubert Farabeuf que, en la novela, aparece con las iniciales intercambiadas. Louis Hubert Farabeuf es autor de un manual de técnica quirúrgica titulado Précis de Manuel Opératoire del que se utilizan extractos en la novela..
5. «(…) Dos o más episodios (…) unidos en totalidad narrativa por decisión del narrador a fin de que esta vecindad o mezcla los modifique recíprocamente, añadiendo a cada uno de ellos una significación, atmósfera, simbolismo, etcétera, distinto del que tendrían narrados por separado. La mera yuxtaposición no es suficiente, claro está, para que el procedimiento funcione. Lo decisivo es que haya “comunicación” entre los episodios acercados o fundidos por el narrador en el texto narrativo. En algunos casos, la comunicación puede ser mínima, pero si ella no existe no se puede hablar de vasos comunicantes, pues (…) esta técnica narrativa (…) hace que el episodio así constituido sea siempre algo más que la mera suma de sus partes» Cartas a un joven novelista, Mario Vargas Llosa, 1997..
6. Como bien señala Eduardo Becerra en su estudio preliminar a la edición de Cátedra, antes que en la obra de Bataille, la fotografía aparece en el trabajo de Louis Carpeux Pékin puis’en va (1913) y en la segunda edición del Traite de psychologie (1932)
7. BERNHARD, Thomas. Corrección. Madrid Alianza, 1975. .
8. LITTEL, Jonathan. «Una vieja historia». Barcelona. Galaxia Gutenberg, 2018.

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