«Me parece fascinante cómo se nombra el mundo»Por Magali Etchebarne
Unas semanas antes de hacer esta entrevista, nos cruzamos con Federico Falco en una presentación de libros en San Javier, un pueblo en el Valle de Traslasierra, Córdoba. Federico se fue a vivir cerca de ahí en pandemia y planea seguir haciéndolo durante gran parte de este año. Era una tarde muy calurosa de enero, cerca de las ocho de la noche, pero todavía no había caído el sol. Llegó con un bebé rubio de ojos inmensos en brazos, su ahijado, hijo de su amiga Soledad Urquia, editora del sello Chai para el cual Federico traduce y dirige la colección de cuentos.
La cita era en un bar en el bosque donde coincidimos amigos y conocidos que veraneábamos por esos días. Para llegar a Traslasierra, yo había hecho el camino de las altas cumbres, un viaje de dos horas desde el centro de Córdoba. La ruta de las altas cumbres es un camino con tramos literalmente entre las nubes, no solo por la altura, sino porque suele haber mucha neblina. Hay momentos durante los que se avanza sin ver, rompiendo una pared de humo blanco y divisando, muy muy tenue, y cuando ya están demasiado cerca, las luces de los autos que vienen en dirección contraria. Pero cuando la neblina se disipa, la vista es majestuosa: sierras, y valles, y arroyos allá abajo y casitas o paradores anclados al pie de una montaña o en la cima de alguna. Pero Córdoba también es llanura, mucha llanura hacia el sur donde empieza la pampa.
En General Cabrera, una pequeña ciudad al sur de esa llanura, nació Falco en 1977. Intenté googlearla para poder describirla mejor, pero no encuentro demasiadas imágenes. «No, todavía no hay Street View en Cabrera» me dice cuando le cuento. Allí nació y vivió hasta los dieciocho años. «Siempre estuvo el horizonte de saber que en algún momento me iba a ir. Por ahí, no saber mucho a dónde o a estudiar qué, pero siempre fue algo muy claro, algo que ansiaba: qué bueno cuando termine el colegio, me voy a ir y voy a ir al cine, voy a ir al teatro. Las fantasías, por un lado, de irme a la ciudad y, por otro lado, de viajar; esas son cosas que siempre me gustaron un montón y que me gustan».
Esta geografía y estos paisajes, el de las planicies abrumadoras y las de los pueblos chicos encallados entre montañas, bosques tupidos y quebradas viven en su obra. Es una materia muy viva, muy potente, como un animal que aunque no hable uno podría adjudicar una voz. En 2020 su novela Los llanos fue finalista del 38º Premio Herralde de Novela y en 2021 ganadora del Premio Fundación Medifé Filba. «Para mí fue todo bastante sorpresivo y lo sigue siendo. Fue un texto que surgió desde un lugar muy chiquito, probando cosas. Nunca lo escribí pensando en quién lo iba a leer».
Pero ya hacía tiempo que Falco se había confirmado como una voz potente dentro de la literatura latinoamericana contemporánea. Publicó el libro de poemas Made in China (2008), los libros de cuentos 00, 222 patitos (ambos en 2004), La hora de los monos (2010) y Un cementerio perfecto (2016) y la nouvelle Cielos de Córdoba (2011). En 2010 fue seleccionado por la revista Granta como uno de los mejores narradores jóvenes en español. «Relatos en sordina de lo siniestro o lo inesperado, de lo impensable o, por lo menos, de lo infrecuente» dijo Beatriz Sarlo sobre sus cuentos.
Conviven en ellos universos condensados en pocas cuadras y en pocos personajes, pequeñas vidas resplandecientes narradas con calma y minuciosidad; un tono liviano para contar el dolor y la ominoso, mucha justeza para describir, y un oído entrenado para captar esas joyitas de la oralidad que sus personajes pronuncian con verosimilitud.
En Los llanos su ojo entrenado para mirar y contar la naturaleza alcanza un punto muy alto. «Es algo que suelo proponer en el taller. ¿Cómo se escribe esto? ¿Cómo se escribe esta sensación en el cuerpo, este paisaje? ¿Cómo se escribe esta piedra? Gran problema. Estoy rodeado de un mundo que es básicamente piedras. Entonces tengo que averiguar un montón de nombres: esto es cuarzo, esto qué otra cosa es. Todo ese tipo de problemas me parece fascinante. Paso mucho tiempo pensándolo: ¿cómo se cuenta esto? ¿Cómo se traduce esto a palabras? Con las piedras, pero también con los sentimientos, con las sensaciones. Me cuesta un montón poner en palabras las cosas, lo que me está pasando. Necesito entrar y salir, tomar distancia. Después encuentro la palabra: ah, es esta, esto es lo que me pasa, esto es lo que es. Esta sería la forma de nombrarlo».
Me gusta pensar el cuento como un mazacote. Tenés que enfrentarte a un conjunto de palabras que te proponen un recorrido, que no necesariamente tiene que ser armónico ni conclusivo ni llevar a un final. Como lector, siento entusiasmo y curiosidad, cierta excitación, cuando estoy leyendo algo y me digo… ¿qué está haciendo?, ¿qué es esto? Me parece interesante pensarlo a la hora de escribir
¿Qué posibilidades narrativas te dan estas atmósferas de pueblos o ciudades pequeñas?
Por un lado, en las pequeñas comunidades existen los vínculos. Por lo tanto, el conflicto se genera mucho más fácil, circula la información a la manera de rumor, de chisme, hay mucho control social y, por otro lado, se da cierto encasillamiento, cierta forma de definición de cada uno de los personajes y una imposibilidad de salir de esos roles. Son todas cosas que me interesan y que a nivel narrativo son sumamente fructíferas. Hay muchos hilos para tirar y ver qué surge. Por otro lado, a mí siempre me costó escribir sobre ciudades. Creo que porque nunca terminé de entender muy bien cómo es la lógica de la vida urbana. Había una lógica que entendía, la del pueblo, y me sentía cómodo por eso.
Y estas razones habrán ido cambiando.
Al principio, sobre todo con los cuentos de 222 patitos y de 00, hubo para mí, un gran descubrimiento en la obra de Lilia Lardone, y de María Teresa Andruetto: ah, me dije, se puede escribir sobre estos pueblos. Puedo escribir sobre lo que conozco, sobre lo que sé, sobre estos personajes con nombres parecidos a los de mis vecinos. Esta lógica de «pinta tu aldea y pintarás el mundo». Después eso fue variando. Para la escritura de Un cementerio perfecto ya llevaba mucho tiempo viviendo en ciudades y tenía nostalgia de ciertos lugares, no necesariamente de Cabrera, pero sí de veranos en las sierras, de ciertos lugares de Estados Unidos en los que había pasado algunos momentos. En Los llanos, hubo otro movimiento, una especie de evolución, que fue una decisión más vital de pasar más tiempo en el campo, empezar a hacer una vuelta. Entonces, lo que primero fue escribir desde el pueblo y después escribir desde la nostalgia, de pronto se convirtió en: escribo sobre lo que tengo enfrente, porque volví. Retratando lo que va pasando a mi alrededor, mirándolo y haciendo foco. Un decantar sobre esa nostalgia, para ver cuánto había idealizado, cuánto era real, cuánto eran cosas que sabía, o sabía grosso modo. También pasa algo en los pequeños pueblos, la naturaleza está ahí, muy presente, y eso es algo que siempre me atrae.
La naturaleza en vos es una marca. Pensaba en esto que se dice de «los temas que obsesionan a un autor», o que suelen reiterarse a lo largo de una obra. En tu caso, la naturaleza, el paisaje, siempre tienen una presencia protagónica.
Me siento muy cómodo en esos lugares. En un pueblo pequeño está toda esa cosa del rumor, de lo social, pero también está lo natural, casi como acontecimiento, no necesariamente como conflicto. Pero si lo tengo que pensar como una obsesión, tiene una especie de carga negativa, como que tengo que salir de ahí. Lo de la naturaleza es innegable. Es algo que me llama bastante la atención, sobre todo porque al principio, cuando era más joven, era algo muy natural para mí y, como cualquier cosa que es muy natural en uno, casi que ni siquiera la había puesto en palabras. Tardé tiempo en darme cuenta, hubo que desplegarlo, verlo en la repetición, ver cómo algo no se había agotado.
Los libros de cuentos suelen estar agrupados en función de una idea, cierto elemento que los hilvana y en tus libros de cuentos detecto unidad, son relatos bien abrazados entre sí. En Un cementerio perfecto, por ejemplo, se leen nítidamente estas atmósferas de pueblos, pequeñas comunidades y personas que de pronto se ven alteradas por un cambio, un ingreso —pienso en los mormones que llegan al pueblo de Silvi, la tala de árboles que desencadena que el padre le busque marido a la hija, la llegada del diseñador de cementerios, etc.— ¿Tenés en mente esta unidad durante el proceso de escritura o es algo que detectás al final?
Cada libro tiene más que ver con la marca vital de una época. En general yo escribo bastante lento. Tengo varios cuentos en proceso dando vueltas. Entonces, cuando empiezo a armar el libro, empiezo a trabajarlos en paralelo, editándolos y cerrándolos. Es un proceso de escritura bastante largo y abierto. 222 patitos habla de una primera juventud. Hay una unidad que viene de las cosas que pensaba en esa época. Un par de años después de terminar el libro y de que el libro se publique, empiezo a ver: «ah, los temas acá eran estos». Un cementerio perfecto, por ejemplo, de cierta forma procesa la muerte de mi abuelo, la pérdida de lugares, espacios, seres queridos durante esos años. No sé si eso está en el libro; de hecho, aparece mucho más en Los llanos. Pero fue una forma de procesar todo eso, con marcas tal vez mínimas pero que están. A mí me cuesta decir «estoy en este proceso». No, más bien estoy en un lío de cosas, no tengo idea de qué proceso es, dentro de tres o cuatro años me daré cuenta qué estaba procesando y de qué manera. En general, son cosas que termino de entender cuando el libro ya está cerrado, cuando empiezan a llegar las lecturas. Mientras tanto, son cosas que uno va viviendo, sintiendo, escribiéndolas como puede, pero sin la suficiente distancia como para tener mucha claridad.
Ahora que lo decís, Un cementerio perfecto, tiene un clima emocional muy triste, es tu libro de cuentos que más me gusta, todos podrían ser personajes del mismo pueblo, podrían ser «vecinos». Algo que aparece mucho en ese libro también es un gran trabajo con la oralidad, diálogos muy bien construidos, muy naturales, me pregunto cómo trabajas eso, si estás «a la caza» de cosas que escuchás.
Me interesa naturalmente la forma en que la gente habla, la forma en que dice las cosas. Cuando algo me llama la atención, inmediatamente pienso: ¿por qué lo dijo de esta manera? ¿por qué organiza la oración así? Algo, de pronto, me parece muy entrañable y misterioso. Antes solía llevar una libreta negra donde anotaba esas cosas. Ahora llevo el celu y hago una nota cuando aparece una palabrita, una forma decir. Y, a su vez, en esta cosa de recolector, hago un esfuerzo para meterlo en lo que estoy escribiendo. A veces funciona, otras no. Acá en el valle de Traslasierra, por ejemplo, se habla de una manera muy particular. Se usan ciertas palabras, ciertos tiempos verbales. Usan mucho los diminutivos. El otro día escuchaba en un bar a unos chicos hablar de «patiecito», «vamos al patiecito». Yo pensaba «qué linda palabra ‘patiecito’» y me imaginaba una casa con un patio chico. Después resultó que era un boliche que se llama El Patiecito. Me parece fascinante cómo se nombra el mundo. Cómo se nombran las cosas, qué palabras se usan, cómo decimos las cosas que nos pasan.
En Los llanos esto aparece, por ejemplo, en las listas de términos en piamontés, o la lista de apellidos, de notas que escribe el abuelo en libretitas. Un trabajo como de coleccionista de palabras.
Claro. Aparece en Los llanos y en algunos otros lados, realmente es algo que me atrae mucho. Siempre me parece que la experiencia es algo que está un poco lejos del lenguaje y hay que hacer el esfuerzo de intentar pegotear la experiencia al lenguaje, y esto es algo que cada uno organiza de una manera muy personal.
En esta suerte de recolección que hacés, de lo que te llama la atención, ¿funcionan como disparadores? ¿Podrías identificar un proceso?
Nunca hay un plan, eso seguro. Nunca sé lo que voy a escribir, nunca sé lo que va a pasar, nunca sé cuáles son los personajes importantes o principales del cuento. Todos empiezan de una manera un poco misteriosa pero que no es siempre la misma. En algunos casos es un lugar, en otros es algo entrevisto, una escena que vi a medias, en algunos casos es un personaje. A veces, una forma de decir, una frase. Pero, siempre está esa sensación de: che, acá hay algo, acá hay algo que me interesa y reverbera en mí de un modo raro. Eso me lleva a escribir, a tomar notas, a pensar cosas, a agregar escenitas, a ir uniendo. «Ah, esto que tenía dando vueltas por acá podría unirlo a esto otro que tenía dando vueltas por allá, ¿qué pasa si se unen?», «esto otro podría ir para este cuento que ya tengo en marcha». Hay algo alquímico que va pasando, en el sentido de que realmente no tengo idea qué voy escribiendo. Voy bastante ciego y me gusta eso. Si sé de qué se tratan las cosas, en general, dejo de escribir o va quedando perdido.
En una entrevista de hace algunos años, te escuché decir que llevabas archivos con etiquetas.
Sí, eso lo sigo haciendo.
En principio me pareció muy ordenado. Muy genial y ordenado.
No, en realidad es bastante desordenado [risas]. Yo nunca tengo una idea en el sentido de «quiero terminar esto así» o «quiero escribir esta historia». Ese tipo de cosas no me interpelan y no me funcionan a la hora de escribir. En los últimos años, para mí la escritura pasó a ser más materia prima que otra cosa, cosas que junto y después veo qué hago. Como los artistas que van juntando pequeñas cositas y después hacen instalaciones o ensambles. Algo en esa lógica un poco azarosa me permite que de una manera más opaca aparezca algo más verdaderamente mío que si me pongo a escribir sobre tal cosa. En general, todas estas cosas direccionadas, por mi forma de ser y en mi proceso, por lo menos en este momento, terminan siendo fallidas, no me convencen.
Hay múltiples definiciones de cuento, como en los decálogos de cómo se escriben. Pero también hay otras más poéticas. Pensaba en algunas ideas generales sobre el género, como esa de Lorrie Moore: cuando se termina de leer una novela se mira hacia el futuro y cuando se termina de leer un cuento se mira hacia atrás para entender. Otra de Claire Keegan, que creo que dijiste vos en un taller: en una novela lo que tiene que pasar está por pasar y en un cuento lo que tenía que pasar ya pasó y lo que vemos son los restos de esa explosión. En una charla en la Facultad de Filosofía y Letras, hace algunos años, Samanta Schweblin dijo que terminaba los cuentos como si fuese unos minutos antes de que pasara lo que tenía que pasar. Pero en general hay una fórmula muy personal de cada cuentista. ¿Tenés alguna con la que comulgues?, ¿alguna idea de qué es un cuento que te haga sentido a vos?
Un ejercicio que propongo en el taller es juntar muchos decálogos y darlos a leer todos juntos. Cuando leés tres, cuatro, cinco decálogos todos juntos, te das cuenta de que se empiezan a contradecir. [Risas] Uno dice lo que no dice el otro, lo que dice otro es diametralmente opuesto, coinciden en ciertas zonas y en otras no. Eso me parece interesante. Pero no tengo ninguna a la que adhiera mucho tiempo. Sí me parece que el peligro del cuento siempre es caer en el decálogo, en la receta, en la forma. Es un género definido un poco por la forma. Pero a la novela no le pasa. No hay un decálogo de cómo escribir una novela. Lo que sí es recurrente en mí es tener cuidado de no caer en esas formas más trilladas y tratar de ver si se puede pensar desde otro lugar, de otra manera. Me gusta pensar el cuento como un mazacote. Tenés que enfrentarte a un conjunto de palabras que te proponen un recorrido, que no necesariamente tiene que ser armónico ni conclusivo ni llevar a un final. Como lector, siento entusiasmo y curiosidad, cierta excitación, cuando estoy leyendo algo y me digo… ¿qué está haciendo?, ¿qué es esto? Me parece interesante pensarlo a la hora de escribir. ¿Por qué yo mismo estoy tomando este camino? ¿Es el camino más fácil? ¿Es una estructura que ya tengo muy integrada y me parece que si no cumplo con esa regla estructural no va a ser un cuento? ¿Es algo que me ayuda a sacarme el problema de encima? En general, cuando pasan esas cosas, lo que hago es meterlas en el freezer, dejarlas y volver un tiempo después.
¿Y ahí qué prueba le hacés a los textos, a tu escritura?
Una de las cosas que hago es dejar que pase el tiempo y leerlo como si yo fuera otra persona. Otra prueba es dárselo a leer a amigos y ver qué les está pasando, preguntarles qué sintieron, qué les pasó. Termino algo, lo dejo un tiempo (tres, cuatro, cinco meses) en un cajón, lo retomo e, instintivamente, al leerlo sé si está funcionando o no. Pero no sabría decirte por qué lo sé. Incluso sé cuándo algo no funciona, pero podría llegar a funcionar y cuándo no, cuándo está muerto, no tiene chance, no vale la pena que lo reescriba. Pero no sé exactamente por qué es. Te diría que es algo casi instintivo…
De buen lector.
No sé si de buen lector. Me parece que, de alguna manera, tiene que componer algo con reglas propias, que se sostenga, que tenga una cadencia, que una oración lleve a otra, que un párrafo lleve a otro pero que a la vez ese deslizarse de un párrafo a otro no sea totalmente previsible, que haya cierta extrañeza y al mismo tiempo no.
Esas huellas en el paisaje me conmueven, me dan ganas de escribir. Llego a advertir ese tipo de cosas gracias al artista en los años setenta que hacía land art y eso me hace hacer foco en algo súper cotidiano para mí como son los caminos que arman las vacas en el potrero y que nunca me habían llamado demasiado la atención. O nunca me había preocupado por cómo se nombraría, como lo llamaría, cómo lo pondría en palabras
En relación a Los llanos, en alguna entrevista te escuché decir que empezaste a llevar algo de lo que estabas escribiendo a lecturas y que las respuestas te fueron dando la certeza de que eso estaba funcionando. Incluso que alguien te dijo «¿por qué no escribís sobre una huerta?».
Álvaro Bisama me lo sugirió, para las conferencias que él organizaba en la Cátedra Bolaño de la UDP. Me preguntó si quería ir a la conferencia. Me dijo «pensate un tema». A los diez minutos me vio comprando unas semillas de ajíes serranos y me preguntó «¿qué es eso?». Le conté que tenía una huerta y me dijo «escribí sobre eso, hablá sobre eso». Yo inmediatamente dije «no, no da». Me parecía que no era un tema. Pero sí empecé a prestarle un poco más atención a eso, a tomar nota y a pensarlo.
Tenías una huerta, eso es real.
Tenía huerta, sí. No es real lo que sucede en la novela, ahí hay una especie de resumen de muchas huertas: de huertas de amigos, cosas que no viví yo, sino que me contó alguien —«pasó tal cosa», «se me murieron tantos conejos»—. Pero sí, en ese momento yo tenía una huerta. Fue un proyecto en el que todo el tiempo estuve muy perdido. Siempre me sentía incómodo, al tanteo. Había mucha incertidumbre, «para qué es esto». Por otro lado, sentía que durante la escritura de Un cementerio perfecto venía en crisis con la escritura de cuentos y que tenía que aflojar la mano, liberarme de esta cosa más ligada a la estructura y un poco obsesionada con eso. Pensaba: esto me viene bien para empezar a relacionarme con la escritura de otra manera. Iba armando cositas, poniendo un párrafo al lado del otro, probando «qué pasa si pongo esto con esto otro». Sentía todo el tiempo «qué raro eso, para qué hago esto, para qué serviría esto». Eso me generaba mucha ansiedad. Lo empecé a llevar a lecturas para ver qué pasaba, qué me respondían. Y en general, con buena parte de esos textos que después fueron Los llanos, pasaba que se acercaba alguien y decía «¿qué es esto que estás escribiendo? Qué bueno, qué interesante, qué diferente a lo que estás haciendo». Hay algo de la lectura en público que te permite darte cuenta si un texto funciona o no. En mi caso, fue una forma de seguir. Me convencían de algo de lo cual yo no estaba muy seguro.
¿Y así fuiste armando la novela?
Surgió a partir del mismo proceso de escritura. Por un lado, en paralelo a Un cementerio perfecto, yo había estado escribiendo ciertos recuerdos de infancia ligados a la vida con mis abuelos en el campo que en ese momento se estaba desmantelando. Esto era claramente autobiográfico y había quedado ahí, dando vueltas. Por otro lado, había estado tomando estas notas sobre huertas. Y estaba escribiendo algunos textos sobre estructuras narrativas que terminaron formando parte de esa conferencia de la UDP. Me interesaba mucho —no sabía bien para qué— pensar ciertas formas estructurales del relato y, a su vez, ciertas formas de aproximarse al relato en la escritura. Eso era más ensayístico y asentado en un yo personal. Era yo tratando de enhebrar ciertas ideas. En un momento entendí que todo formaba parte de lo mismo. Había aparecido una frase de Vivi Tellas que me parece súper útil y se la escuché decir hace muchos años cuando fue mi profe: cuando uno trabaja en varios proyectos al mismo tiempo, siempre tiene que preguntarse si no son el mismo proyecto y ver qué pasa si uno combina esos materiales, cómo reaccionan entre sí. Entonces fue «ah, todo esto forma parte de lo mismo». En algún momento intuí cómo era la estructura. Y a lo largo de un año me lo olvidé y estuve tratando de volver a recomponer esa imagen mental que se me había armado medio fugaz.
El narrador es un escritor y podría haber sido otra cosa, se llama Fede, está en primera persona, imagino que son decisiones que fuiste tomando en el proceso. Pero ¿cómo conseguiste equilibrarlo para sentirte cómodo, siendo que se lee en clave autobiográfica y esto es algo que —entiendo— no te interesa especialmente?
Me llevó mucho tiempo y hubo una gran resistencia en combinar esos elementos, ciertas cuestiones ficcionales se ligaban con fragmentos mucho más personales. «¿El narrador tiene que ser escritor?», eso me generaba un poco de temor, lo pensé bastante, le di varias vueltas. Tuve que vencer cierta resistencia en mí mismo a usar esos materiales porque habilitaban, justamente, una lectura autobiográfica con la que no me sentía muy cómodo. Después, en el proceso, cuando todo empezó a combinarse me dije «¿cómo se va a llamar el narrador? Bueno, ya está, como yo». Yo tengo muy en claro que en algunas zonas soy yo y en otras no soy yo. Tengo muy en claro que es una novela, para mí es un pacto de lectura re importante. No le estoy diciendo a nadie que voy a decir la verdad. Estoy escribiendo una novela. En ese momento lo pensaba como dejar el guiño, total van a pensar que soy yo. ¿Por qué le voy a poner Carlos al narrador? Le pongo Fede y coqueteo con eso.
Clara Obligado, en su libro Una casa lejos de casa, habla mucho del propio relato y dice que siempre es ficción, que en lo autobiográfico es donde más se miente. En Los llanos hay algo muy preciso y muy precioso en que el narrador sea escritor. Me parece que lo que está domando todo el tiempo es un relato. Pareciera que está domando la naturaleza, poniéndole límites a una huerta, a unos animales, pero lo salvaje viene del orden de la memoria y de ese vínculo que se acaba de romper. Que sea escritor le permite ordenar ese caos y domar el relato de la propia historia de amor.
Incluso no ordenarlo. El libro hace ese doble movimiento que sí me pareció un poco divertido: alguien que está tratando de ordenar algo que no se puede ordenar. Por otro lado, tiene que ser un libro, entonces tiene que tener cierto orden. Pero ese orden confluye en una especie de desorden: se hace lo que se puede, se une lo que se puede, se arma una historia con lo que hay en ese momento, explica ciertas cosas y deja otras sin explicar. Hay algo en el libro que, a la vez que habilita la posibilidad de leerlo como biografía, la pone en jaque. Aunque no sé si me interesa mucho pensarlo así. Yo tengo muy claro que no soy yo el que está ahí. Hay pedacitos de mí, pequeños rastros míos dando vueltas.
Tu yo traficado.
Traficado y estetizado. Es una novela, hay alteraciones que tienen que ver con que algo no pasó así, pero suena bien así en la sintaxis de la frase. O estructuralmente de un capítulo a otro necesito que pase esto. Son todas las libertades que uno se toma cuando escribe ficción, ¿no? En el fondo, también, está pensando en las propias lógicas y funcionamientos de la ficción.
¿Y por qué poner a este personaje a atravesar un duelo específicamente en la llanura?
Fue un momento casi de anagnórisis visual. La llanura es un tema que me interesa desde hace mucho tiempo. Aparece esta idea del vacío, lo monótono, la línea plana. En mi cabeza esas cosas se combinaron. La idea del espacio que no cambia, de este espacio en el que uno avanza, avanza, avanza, avanza y sigue siendo el mismo, tenía que ver un poco con el duelo. Era una especie de representación visual del duelo. Había un link formal que se me armaba. También por una cuestión familiar: es el paisaje que más conozco, es el lugar donde me crié. Ahora vivo entre montañas, pero todo el tiempo siento que es raro vivir acá. Lo disfruto y siento una especie de rareza o curiosidad, lo voy estudiando, mientras que la llanura es casi el lugar donde más tiempo pasé en mi vida. La idea de salir a caminar o cortar potrero me parece un juego de infancia. También la angustia que genera la llanura. Era una relación que estaba y se armó desde un lugar visual.
La llanura es el gran tópico de la literatura argentina. Me preguntó cómo operaba en vos esa idea de la llanura en nuestra literatura.
Yo estaba pensando en cosas que tienen que ver con mi propia historia, con mis recuerdos de infancia, y entendí que eso era un tema en la literatura argentina. Pero ese lugar me daba muchísimo miedo y ansiedad, y era el lugar al que trataba de no caer cuando me iba a dormir. Si lo pensaba desde ese lugar, era muy paralizante, «no me puedo meter con este tema que tiene toda una tradición, que tiene toda una serie de cosas pensadas y dichas». Entonces, elegí no pensarlo desde ese miedo paralizante y seguir. Por otro lado, es un lugar desde el que no pienso mucho las cosas. No pienso en referencias literarias o en relación al campo de la literatura argentina, a su tradición y a su corriente.
¿Resulta un peso?
O quizás no lo tengo tan incorporado. Una de las cosas que tiene escribir en el interior, con cierta lejanía, implica cierta distancia. No sé si yo pienso necesariamente en el campo de la literatura argentina desde un lugar muy consciente. Desde el lugar que yo empecé a escribir, todo estaba igual de lejos, todo estaba a la misma distancia. Era un poco lo mismo pensar en textos clásicos de la literatura argentina y pensar en textos de autores chilenos, o pensar en textos leídos en traducción, o pensar incluso en otras referencias. Muchas de las referencias que para mí son importantes, incluso para esta novela, tienen que ver con el arte contemporáneo, el arte conceptual, ciertas cosas que me interesan de por sí y me parecen sumamente productivas a la hora de pensar el proceso de escritura. Mis referencias son mezcladas, mixturadas, de diferentes lugares. Algunos más consolidados y algunas cosas más casuales.
Sobre lo que decías al principio del personaje en duelo en ese espacio: ayer fui a la librería de mi barrio, una de las más lindas de San Telmo, a comprar el nuevo de Chai que tradujiste, Relatos de Deborah Eisenberg. Le dije a Fernando Llera, mi librero, que te iba a entrevistar y me contó algo que me pareció muy ilustrativo. Cuando era chico —él es de Mar del Plata— su abuelo los llevaba a él y a sus primos hasta la playa y les decía «miren el horizonte, pero mírenlo muy bien, ¿qué ven?». Cada uno iba diciendo algo. «Es inmenso, enorme. ¿Y qué más?». «Infinito. Bueno, ¿ven lo chiquititos que somos? Ningún problema es tan grande». Me pareció que me lo contaba en relación con tu novela porque la llanura, como el mar, tienen algo de ubicarte, que a veces no pasa tanto con la montaña, y le dije que te lo iba a contar. Quizás es una idea muy personal, pero la montaña es intrincada, se te viene encima, algo del yo va todavía más para adentro. Pero la llanura y el mar tienen esa expansión que ubica miserablemente a mi pequeño drama. Da perspectiva.
Sí, es un paisaje que te enfrenta al vacío, cierta idea de página en blanco, cierta cosa de lo muy mínimo frente a esa vastedad. Cuando uno camina en la llanura, hay muy pocos lugares, donde hacer foco, donde posar la vista. Como yo no veo bien de un ojo, en general tengo que cerrarlos un poco para ver bien el horizonte, porque si no veo la línea del horizonte y otra línea oblicua cruzándolo. También hay algo de cierta curiosidad que se da acicateada. Esta cosa tan vasta, ¿es tan vasta? ¿Cómo reducirla? ¿Cómo hacer foco en esto? ¿Cómo pensarla en fragmentos, en lo pequeño? Está ese diálogo entre lo pequeño y lo inmenso, no hay término medio. Son cosas que me interesan. Todo ese tipo de referencias tienen que ver con lo corporal, con pensar el cuerpo en relación con el paisaje, con lo visual: ¿cómo enmarcar esto? ¿Cómo recortarlo? ¿Desde qué punto de vista? ¿Cómo pensar la llanura como un proceso? ¿Qué se hace con el cuerpo en este espacio? ¿Cómo pasa el tiempo? Pero, además, ¿qué sería un proceso corporal acá? ¿Cómo moverse en este lugar, cómo caminar? Hay una obra de land art de Richard Long que me gusta mucho: alguien camina unos ciento cincuenta metros, va y viene, va y viene a lo largo de un prado hasta marcar la línea de su caminata, genera una especie de senderito de tanto ir y venir. Eso, visto desde el registro fotográfico es hermoso, un prado, en Nueva Inglaterra, todo verde con una línea blanca atravesándolo; es algo que pasa con la gente que le va a dar de comer a las gallinas todos los días por un mismo camino. Esas huellas en el paisaje me conmueven, me dan ganas de escribir. Llego a advertir ese tipo de cosas gracias al artista en los años setenta que hacía land art y eso me hace hacer foco en algo súper cotidiano para mí como son los caminos que arman las vacas en el potrero y que nunca me habían llamado demasiado la atención. O nunca me había preocupado por cómo se nombraría, como lo llamaría, cómo lo pondría en palabras.
En relación a tu estilo, que para mí es muy limpio y fluido, y además tiene esta característica tan engañosa: «ah, mirá qué simple». Como lector, uno no percibe ninguna dificultad. Pensaba, en relación a este modo de acercarte a las cosas, de narrar, y por lo que decías antes de recolectar, que también me parece un trabajo que leo como de relojero, muy meticuloso. ¿Cómo lo vivís vos? ¿Cómo es tu trabajo de edición? ¿Cuánto tiempo pasás trabajando el texto?
Mucho, pero también porque me gusta. No usaría la metáfora de la relojería porque hay una especie de trampa en esto. En general, desde muy jovencito, entendí que no iba a poder decir lo que quería decir. Entonces, nunca estoy diciendo algo que quiero decir. Estoy diciendo algo que va saliendo, que voy encontrando. Un relojero se pone a armar un reloj y quiere armar un reloj. Entonces hay todo un trabajo de engranajes, pulido, para un objeto muy específico al cual quiere llegar. Yo nunca quiero llegar a un lugar, porque sé que no voy a llegar, sé que no puedo hacer eso. No es que quiero escribir sobre esto, sino que estoy escribiendo y vaya a saber qué sale, vaya a saber qué objeto se arma. A veces sale un reloj, a veces sale una piedra, a veces sale una regadera, a veces sale un bodoque que hay que tirar. Por otro lado, me gusta naturalmente jugar con palabras. Ver que suene bien, ver qué pasa si cambio el adjetivo de lugar, ver qué pasa si cambio el orden. Es algo que disfruto mucho, me resulta hermoso pasar tiempo frente a estas frasecitas, moverlas, ver para qué pueden servir, qué va apareciendo en el camino. En mi manera sana de canalizar la neurosis. Si no, pasaría todo ese tiempo pensando, obsesionado en otras cosas con las que no lograría nada. Acá estoy obsesionado con las palabras, poder cambiarlas. Tomo notas en el celu, lo paso a otro archivo, lo reescribo, lo imprimo, lo corrijo a mano, lo vuelvo a imprimir, lo vuelvo a poner en otra cosa. ¿Si no, qué hago todas las mañanas?