Hans Ulrich Gumbrecht
El espíritu del mundo en Silicon Valley. Vivir y pensar el futuro
Deusto, Barcelona, 2020
272 páginas, 17.95 €
POR MANUEL ARIAS MALDONADO

 

 

Aunque ha sido traducido a nuestra lengua de manera más o menos constante, no puede decirse que el gran romantista y crítico cultural alemán Hans Ulrich Gumbrecht sea demasiado conocido en la esfera pública hispanoparlante. Sin embargo, tiene merecimientos para serlo: la contribución al pensamiento contemporáneo de este septuagenario, fuertemente vinculado a España –cita a Fernando Lázaro Carreter como una figura de perdurable influencia sobre él– durante los años setenta por razón de matrimonio y nacionalizado norteamericano tras aceptar una cátedra en la Universidad de Stanford hace tres décadas, es a la vez original y relevante. Su tesis sobre la producción de «presencia» en los textos literarios y filosóficos contribuyó a abrir las ventanas de una hermenéutica enclaustrada en su propia autorreferencialidad, mientras que sus trabajos sobre la construcción social de la temporalidad han llamado provechosamente la atención sobre el colapso de la vieja concepción de la historia como línea recta hacia un futuro deseable. A ello habría que añadir trabajos de apariencia más modesta, como los que dedica a la belleza atlética o la idiosincrasia norteamericana, donde siempre aparece una voz personal capaz de reflexionar desde un ángulo desacostumbrado.

Eso es justamente lo que nos encontramos en este volumen, publicado originalmente por la editorial del prestigioso diario suizo Neue Zürcher Zeitung, que llega a las librerías españolas de la mano de Deusto y con la colaboración de la consultora Abante. Su presidente, Santiago Satrústegui, acierta en su breve prólogo cuando elogia el «pensamiento arriesgado» del académico de origen bávaro. René Scheu, responsable original de la compilación y buen conocedor de la trayectoria de Gumbrecht,  abunda también en esta idea al poner el foco en la temática que abordan estos textos de variada procedencia y escritura transparente: las consecuencias filosóficas de un cambio tecnológico que exige ser pensado con un rigor libre de prejuicios. Para ello, Gumbrecht está en el lugar correcto: Stanford se ubica en el corazón de Silicon Valley y provee a sus empresas de licenciados cuya formación humanística queda al cargo de pensadores de primer orden, atraídos por la soleada vida californiana y unas excelentes condiciones laborales. En estas páginas reluce así la visión de un insider que se niega a adoptar «el tono condescendiente y sarcástico que comparten a ambos lados del Atlántico para escribir sobre Silicon Valley», refiriéndose con ello a los intelectuales de la costa oriental de Estados Unidos y a la mayor parte de los comentaristas europeos. Lo que Gumbrecht nos propone es una forma distinta de contemplar este fenómeno y considerar sus implicaciones; no es poco.

¿Dónde está el espíritu de nuestra época? Gumbrecht, quien escribe esto antes de la pandemia, sostiene que el propio Hegel lo situaría en Silicon Valley a la vista de la concentración espacial de un foco de actividad que se extiende por el mundo de manera práctica y tangible. No existe ninguna razón aparente que explique por qué esto sucede allí en lugar de en cualquier otra parte; nuestro autor apela a la «radiante luminosidad» de los días californianos y constata que ya es la tercera vez –tras la fiebre del oro y la creación de Hollywood– que la Costa Oeste norteamericana deslumbra al mundo. Pero Gumbrecht también tira de Heidegger, pensador de la tecnología, para sugerir de manera provocadora que los productos electrónicos diseñados en California implican un «desocultamiento del Ser»; y uno incluso se relaciona con el «estar a la mano» que demandaba el propio Heidegger. En ese sentido, el revolucionario iPhone convertiría en realidad la metáfora del «mundo en nuestras manos» y ratificaría el papel protagonista de los ingenieros en la conformación de la sociedad contemporánea. El mismo Steve Jobs destaca menos por ser un descubridor de nuevas tecnologías que por introducir opciones tecnológicas ya existentes en la vida cotidiana, concentrándose en los detalles estéticos y proporcionando a los individuos «aperturas al mundo» tan singulares como el susodicho iPhone o el iPad. Así que los ingenieros no describen realidades, como hacían los viejos héroes de la ciencia, sino que las crean; que de esas realidades se deriven riesgos es, sin embargo, inevitable. Naturalmente, el problema es que se trata de riesgos incalculables e imprevistos que no pueden someterse a control democrático sin arruinar las fuentes de la innovación técnica.

En la generación de estas novedades, empero, las humanidades tienen un papel que jugar. Tras su larga experiencia con los sobrecapacitados estudiantes de Stanford, Gumbrecht elogia su interés por aquello que las humanidades tienen que ofrecer y apuesta por que el futuro de estas últimas se encuentre en su posición periférica como elemento integral en todas las carreras profesionales. De otro modo, viene a decirnos, parece difícil que pueda captarse el interés de unas generaciones que aprenden a escribir en un teclado antes que sobre un papel y cuyos miembros parecen ejercitados en un tipo de pensamiento desligado de sus cuerpos y del espacio. Sin embargo, el pensador alemán tal vez minusvalore la relevancia de las humanidades como proveedoras de una oferta de sentido que se relaciona con la esencial problematicidad de la existencia: esa que las tendencias más atrevidas del transhumanismo prometen resolver y que no parece que ni siquiera una hipotética inmortalidad pudiera solucionar.

No es que Gumbrecht peque de ingenuidad a la hora de evaluar esa máquina transformadora que es Silicon Valley; su talento reside en la capacidad para captar los matices sin inclinarse hacia el derrotismo dominante en las ciencias sociales y las humanidades contemporáneras. Así, por ejemplo, no se limita a señalar que el sueño americano cumple ­–hoy como ayer­– una función primordialmente ideológica, sino que destaca la forma específica que ese sueño adopta allí a través de la esperanza, ya sea en el éxito de la nueva startup o de la idea capaz de ponerla en marcha. Lo que aquí cuenta es «la ingenuidad, la sublime confianza en que ningún obstáculo es insuperable ni ninguna visión de futuro demasiado ambiciosa». Pero es llamativo que esta utopía vertical conviva con un estilo de vida posburgués arraigado en esa vida suburbial que es típicamente norteamericana, y marca Silicon Valley desde el sur de San Francisco hasta San José, una ciudad desconocida que ya ha alcanzado el millón de habitantes. Para Gumbrecht, el papel de las metrópolis como núcleos de irradiación transformadora está siendo reemplazado por los suburbios, que es donde se sitúan las grandes universidades norteamericanas; la afirmación no vale para la envejecida Europa, pero es dudoso que Europa siga cumpliendo un papel relevante en la producción de futuro: su papel ha pasado a ser eminentemente defensivo y, por tanto, conservador. Asunto distinto es que esas metrópolis miren por encima del hombro a los votantes suburbiales y decreten la radical invalidez de sus puntos de vista, alimentando con ello un resentimiento de doble dirección que dificulta el gobierno de las sociedades complejas: algo con lo que la vibrante sociedad civil norteamericana puede vivir sin demasiada dificultad.

De especial interés son las reflexiones de Gumbrecht sobre el rumbo de la política contemporánea y la naturaleza de las ideas que la sustentan. Su experiencia norteamericana, que para más inri se ha desarrollado en un marco local orientado de manera natural hacia el libertarismo, le ha dotado de una especial sensibilidad para la detección de unanimidades empobrecedoras. Por eso lamenta el imperio contemporáneo de lo que denomina «socialdemocratismo», hegemónico en Europa y algo más discutido en Norteamérica: la defensa de «un mundo hermético y estático de técnicas administrativas de vida […], donde se impone una moral de lo cotidiano que se aproxima a las demandas absolutas de inclusión e igualdad». En esa órbita se situarían el ecologismo y el feminismo, causas nobles a las que Gumbrecht entiende deformadas por su propio éxito. Y mientras se tacha de antidemocrático el comportamiento de quien recele de la intervención del Estado en la esfera privada, echa de menos una reivindicación más decidida de formas de vida que enfrenten con decisión «los riesgos que suponen la competencia, la desigualdad e incluso el destino». Por el contrario, Gumbrecht defiende la intensidad experiencial y reivindica una «estética de la existencia» centrada en ella.

Ahora bien, nuestro autor señala astutamente que la competencia y el riesgo no son solamente elementos de una vida digna de ser vivida para quien decida vivir así, sino que también son precondiciones de la innovación y la prosperidad. Hay así también un argumento funcional contra el socialdemocratismo –ese que la pujante Asia no tiene previsto adoptar– que conduce a un desafío filosófico-político imprevisto; a saber, el desarrollo de un enfoque positivo de la desigualdad económica como parte de cualquier política de vanguardia. Laten aquí, de fondo, la preocupación por el pluralismo y la inquietud por una humanidad adormecida por su propio confort en el contexto de ese «presente largo» que, a juicio de Gumbrecht, ha venido a reemplazar la promesa moderna de un futuro emancipador. Su interrogante, que conecta con la tesis hegeliana del fin de la historia tal como fuera reformulada por Alexander Kojève, queda en el aire: «¿La única visión que nos queda es esa reivindicación de incluir a todas las personas en nuestra forma de vida de clase media?». En nombre de la libertad humana para decidir su propia trayectoria, Gumbrecht llega a invocar al Camus del Homme révolté para defender el derecho que nos asiste a desentendernos del futuro lejano de la especie humana: hemos de meditar con cuidado la medida en la cual queremos subordinar nuestras acciones presentes a la mareante perspectiva del Antropoceno.

Es probable que Gumbrecht, quien confiesa no haberse relajado un solo día de su existencia, sobrevalore el grado de acuerdo existente entre los contemporáneos; las turbulencias políticas de los últimos años vendrían a demostrar que la historia está lejos de haberse terminado. Por lo demás, él mismo agradeció en las páginas del Neue Zürcher Zeitung que el socialdemocratismo hubiera apostado por la protección de los mayores durante la pandemia: las cosas, en fin, son complicadas. Sin embargo, nada de eso resta interés a esta inteligente colección de ensayos, provocativa por la infrecuencia con que nos encontramos frente a frente con pensadores que exponen ideas propias en lugar de reformular lo ya conocido y mil veces repetido. Leer a Gumbrecht es así un sano placer intelectual: animo al lector a concedérselo.