Russell P. Sebold
Garcilaso de la Vega en su entorno poético
Ed. Universidad de Salamanca, 2015
160 páginas, 8€
Garcilaso de la Vega (1501-1537) es, junto a San Juan de la Cruz y Fray Luis de León, el poeta más importante del Renacimiento, pero fue el que menos vivió: apenas 36 años. En el siglo XX –y siempre teniendo a España como referente– podemos pensar en el caso de García Lorca, que vivió 38 años y fue, sin duda, uno de los mayores poetas de su siglo. Ambos vivieron una vida completa en poco tiempo, si es que la vida se completa. A pesar de ello, la influencia de Garcilaso fue fecunda, en su época y posteriormente. Algunos de sus sonetos y sus Églogas siguen vigentes, y una de las causas es que logró expresarse por encima de los clichés, de las convenciones estéticas y poéticas de sus días, especialmente del amor cortés, que llega ya al siglo XVI algo desustanciado y muy formalizado. Fue noble, cortesano, contino real de Carlos I, soldado y, sobre todo, hombre de letras, de gran formación en lenguas clásicas y en sus literaturas. Al él se deben los cambios fundamentales en estética y métrica de su tiempo, junto con su amigo Juan Boscán y otros. Un capítulo aparte merece su vida amorosa. Tuvo amores con Guiomar Carrillo, con quien tuvo un hijo en 1521, Lorenzo Suárez de Figueroa, algo que se ha sabido recientemente gracias al descubrimiento de ciertos documentos por María del Carmen Vaquero. Su vida militar le llevó a varias empresas, y en una de ellas, en el asalto a la fortaleza de La Muy (1536), el valeroso soldado, al trepar por las X pegadas al muro, fue alcanzado por una piedra arrojada desde las almenas y cayó en el foso, tan gravemente herido que murió unos días después en Niza, exactamente el 14 de octubre.
El hispanista Russell P. Sebold, en Garcilaso de la Vega en su entorno poético actualiza las aportaciones recientes de María del Carmen Vaquero, que inciden decididamente en lo biográfico y también en la lectura biográfica de ciertos poemas o pasajes. Veremos por qué. Sebold estudia, teniendo a Garcilaso como figura central, a Boscán, Acuña y Aldana, especialmente mostrándonos los aspectos más creativos, vivos y personales que lograron expresar más allá de las convenciones estéticas, de los tópicos, que apenas difieren de un poeta a otro. Por ejemplo, penetra, con rigor filológico e interpretativo, en la depresión que sufrió Boscán durante toda su vida, y que impregnan muchos de sus versos. Sebold hace presente la importancia de las mujeres reales de estos poetas, como por ejemplo Ana Girón de Rebolledo en el caso de Boscán, que contrajo nupcias con ella unos años antes de fallecer. Al parecer, Ana intervino en la elaboración final de la tarea que tenía Boscán entre manos antes de morir: la edición de sus obras junto con algunas de las de Garcilaso (1543). Respecto a Hernando de Acuña, su mujer, Juana de Zúñiga, también intervino, así sea en la dedicatoria de los poemas de su marido, dirigida a Felipe II –aunque a quien él admiraba era a Carlos I– escrita por ella. Acuña, a decir de Sebold, «adoraba a su mujer». Aldana es un caso distinto: la tradición del amor cortés –vía Petrarca– no tiene importancia en su poesía y –añade nuestro autor– tampoco la mujer, aunque todos podemos recordar el soneto que comienza con «¿Cuál es la causa, mi Damon…?», de una fuerza grande que supone al menos pasión, aunque es verdad que tocada siempre por el pesimismo. Para Sebold, Aldana, valiente soldado, crítico de Felipe II, es un poeta cuya «palabra tiene un acento sombrío, monjil y contrarreformista». Pero no un poeta para el que la mujer tuviera una verdadera presencia. Incluso se pregunta si Aldana no era homosexual o al menos bisexual.
Boscán sufrió de manera aguda lo que hoy denominamos depresión, y que entonces se llamaba tristeza o tristura. No empleaba el término que usó Aristóteles en ese texto suyo o que se le atribuye a él –melancolía–, un mal que Durero inmortalizó en unos célebres grabados. Sebald lamenta que no se haya tenido en cuenta, a la hora de valorar su obra, el padecimiento de Boscán. Pero parece evidente que el poeta tuvo conciencia de que su tristeza no era un mal de amor, sino «que es otro algún secreto / de Dios o de natura, que en tormento / revuelven cuanto siento». Sebold analiza la presencia de este padecimiento en su obra, siguiendo su interés por mostrar, en este como en el resto de los poetas que trata en su libro, la presencia de lo irreductible biográfico, del acento temporal, por decirlo de otro modo, por encima de los clichés estéticos y las abstracciones formales. La afinidad y diferencia con Garcilaso, por tanto, «no es la que se da entre un poeta mediocre y un poeta superior de la misma escuela, sino entre un poeta nada despreciable pero enfermo y un poeta sublime, sanísimo, dueño de sí y de su mundo».
Sebold detecta en Garcilaso todos esos pasajes o poemas completos en los que se perciben los sentimientos de un hombre real, tanto «como lo somos nosotros hoy». Entiendo lo que quiere decir, pero habría que preguntarse por qué «nosotros» somos tan reales en nuestros sentimientos y no podemos percibir en ellos modas, costumbres, formas genéricas, etc. Bien, retomando a la profesora toledana que descubrió el famoso documento, Sebald descarta que la Elisa de las églogas I y III sea Isabel de Freyre. Garcilaso, como mostró la señora Vaquero y como comenta Sebold, tuvo amores con la joven extremeña Elvira, algo que se sabía, pero también con su prima Magdalena de Guzmán, antes de enamorarse de Guiomar. En el texto de Donación de 1537, confiesa Guiomar: «Entre mí y el dicho Garcilaso, hubo amistad y cópula carnal mucho tiempo». Qué clara y sana confesión. Como se sabe, Garcilaso no se pudo casar con Guiomar porque la familia de la joven era comunera y el Emperador mismo se opuso, casándolo a cambio con una dama de la corte en 1525, Elena, a la que no amó nunca y de cuya desdicha dejó testimonio en varios poemas. Por Guiomar escribió: «Yo no nací sino para quereros» y, pensando en su esposa, algo muy distinto: «amor, un hábito vestí, / el cual de vuestro paño fue cortado; / al vestir ancho fue, mas apretado / y estrecho cuando estuvo sobre mí». Sebold los analiza, siguiendo los versos de Garcilaso, sus otros amores, como Beatriz Sá, que era la mujer de su hermano. Los nombres de la tradición bucólica esconden a estas criaturas: «Salicio es Garcilaso amante de Guiomar; Nemoroso es el Garcilaso amante de Beatriz de Sá. Albanio en la égloga II es otra encarnación literaria del Garcilaso amante de Guiomar; es el Garcilaso amante histérico o “loco”, que aparece también en los sonetos, por ejemplo, el XII, donde confiesa “mi enfermo y loco pensamiento”».
A diferencia de muchos poemas de Cetina, Francisco de la Torre, Figueroa e incluso de Herrera, que se nos caen de las manos –nos dice Sebold– porque «están poblados de pastoras y corderitos que tienen más de figuras de porcelana que de seres vivientes», Garcilaso reflexiona sobre lo que ocurre realmente, pudiendo leerse como una biografía sentimental o, en todo caso, incluso renunciado a esta lectura restrictiva, podemos leerla como merece: como poemas que apelan a nuestra propia experiencia. En este sentido, el hispanista Sebold parece estar de acuerdo con las ideas de Antonio Machado, que renegó de la literatura que tendía a las imágenes o a las abstracciones, a las figuras que carecen de acento temporal. El resto de este pequeño pero denso librito analiza muchas de las fuentes de los poetas que hemos ido citando, estudiados en sí mismos o alrededor de esa fuente de «aguas puras, cristalinas», que eºs la obra de Garcilaso.