POR CARMEN M. CÁCERES
Hebe Uhart (1936-2018) autora argentina de una amplia obra que se dio a conocer en la parte final de su vida.Fotografía de: María Eugenia Moldero

Toda lectura es un ejercicio de humildad, pero pretender que sólo nos influyen los textos considerados «alta literatura» es tan ingenuo como creer que las personas se clasifican en buenas o malas. Nos hemos acostumbrado a medir la influencia de los libros según el criterio de rentabilidad que determina que un texto es bueno si nos ha dado placer, si hemos formado una opinión sobre él para darla en público o si hemos recibido alguna otra cosa «a cambio» —un conocimiento específico, una comprensión. Tan acostumbradas estamos a juzgar los libros por la positiva, que rara vez pensamos cómo nos marcan no sólo los libros malos, sino los que queríamos que nos gustaran, pero no lo hicieron (algo bastante frecuente ante los «clásicos» escritos y canonizados hasta hace muy poco sólo por hombres) o los que nos gustaron contra nuestra voluntad. Me gustaría entonces pensar un poco en estas influencias por la negativa, partiendo de la idea de que también nos ayudan a imaginar quiénes somos o podemos ser: son las sombras que componen el cuadro de nuestra experiencia, tanto o más que las coloridas estampas de los libros que admiramos.

Desconfío de quienes hacen gala de arqueología literaria y bajan el tono de voz para recomendar autores marginales o malditos, libros buenísimos que nadie más leyó o autoras que nadie excepto ella o él supieron valorar. Sospecho de quienes dibujan con exactitud un azaroso e improvisado proceso de formación, porque si algo maravilloso tiene la lectura es su capacidad de volvernos vulnerables y obligarnos a bajar las murallas para que entre como un malón todo aquello que el pensamiento eficaz no elegiría. La lectura es la invasión de «lo otro», y sería estúpido creer que «lo otro» siempre se elige. Todas escribimos también con el bajorelieve de la genealogía ideal, el linaje de lo que nos afectó por exceso u omisión, por gusto o incomodidad, porque debería habernos fascinado y no lo hizo. Syria Poletti —autora de la novela que da título a este artículo— ha dicho que quizá la más alta inteligencia no sea más que pura intuición. Sospecho que esto se aplica también a la lectura.

Voy a empezar admitiendo una carencia que me apena: me hubiese encantado que me encantara Silvina Ocampo. Lo intenté a los veinticinco años cuando empecé a ir a mis primeros talleres literarios. Allá por 2006 leíamos cuentos como Las invitadas y a todas nos parecía una gran valentía que no cerrara el sentido de sus cuentos, que no explicara nada. Todavía hoy, a los cuarenta y un años, sigo intentando enamorarme de Silvina Ocampo por el tono menor de su apuesta, por todo lo que leo sobre ella y las autoras a las que influye (gracias también a que en los últimos años se ha reeditado su obra completa), pero sigo pasando bastante indemne por sus textos. Me interesa cierta ternura que muestra por la materia de la vida. Veo ahí un don de querer indispensable para retratar nuestra experiencia de lo cotidiano. Pero el ritmo de su prosa y las descripciones centradas en impresiones existenciales por momentos me parecen una reducción. Me gustan, y un par de páginas después, me irritan. Tengo que aclarar que mis libros de Silvina Ocampo están bien marcados. Siempre quedo pegada a ese modo particular de retratar personajes condensando su verdad: «Los chismes de las vecinas caían sobre las hermanas y las madres, que tenían todas ondulaciones de permanente, barniz en las uñas y no pagaban al panadero». Y disfruto su habilidad para asimilar otras realidades que exceden a lo puramente sensorial: «No se me había ocurrido que yo tuviera un don sobrenatural, pero cuando los seres dejaron de ser milagrosos para mí, me sentí milagrosa para ellos». Sin embargo, jamás me pierdo en la lectura, no me resulta inabarcable, no se me desborda, y admitir esto es una manera de definir lo que para mí es indispensable como lectora y, en definitiva, como escritora. Por eso incluyo a Silvina Ocampo como una autora que me influyó por la negativa: de ella aprendí que no se puede elegir lo que nos fascina. Sonrío cada vez que Borges intenta convencernos de que su genealogía como lector que escribe está definida por los ejemplares de Stevenson, Chesterton y Schopenhauer.

Algo parecido a lo de Silvina Ocampo me pasa también con Elena Garro, pero por motivos distintos. Leí Andamos huyendo Lola a los 29 años, en unos meses que pasé en el DF con una beca, y me gustó, me pareció una narración fiel. Pero unos años más tarde lo volví a leer para ver si lo incluía en un taller y en la relectura se me desinfló completamente, como si el tono perdiera fuerza lejos del contexto mexicano —lo cual es una tontería. Volví a intentarlo con La casa junto al río pero no conseguí engancharme. Creo que es por la gravedad de las desdichas y la seriedad de los narradores de Garro. En esto tal vez juega un papel muy importante la moral de su tiempo —marcada por la estructura patriarcal mexicana– y la moral del mío –marcada por el cinismo y el relativismo de la posverdad. Hay una distancia que me impide participar activamente en los dilemas de sus personajes. Garro tiene una gran habilidad para construir dinámicas familiares y evocar la vida en nuestras ciudades latinoamericanas de mediados del siglo XX, pero por momentos esto provoca en mí una lectura casi antropológica. Pero curiosamente su última novela, Mi hermana Magdalena (reeditada por Penguin hace poco) me encantó. Sentí que Garro perdía ahí cierta autoconsciencia literaria y se abría a un desorden vitalista, muy real.

De Silvina Ocampo o Elena Garro, pero también de otras autoras muy buenas —como Elvira Orphée, Ariana Harwicz, Andrea Abreu, Mariana Enríquez, Armonía Somers, Valeria Luiselli, Leila Guerriero— aprendí además mi horizonte creativo: todo lo que no soy y probablemente jamás sea como escritora. Este aprendizaje no es menor. Me llevó mucho tiempo aceptar que hay mundos que no soy capaz de imaginar, estilos que no puedo imitar, modos de ver la realidad que inevitablemente son ajenos a mis pupilas. Sobre todo, comprendí que no tengo lo que llaman aliento narrativo: esa capacidad para contar y contar y contar tan admirable. La diferencia es que hace un tiempo esto dejó de molestarme, tal vez porque antes quería ser y poseer todo lo que me gustaba, y ahora sólo quiero jugar.

Siguiendo con este linaje en negativo, pienso ahora en una autora a la que miraba con desconfianza y que, muy a pesar mío, me fascinó: Silvina Bullrich. Proveniente de una alta burguesía venida a menos, exitosa (es la escritora que más ejemplares vendió de la industria argentina), bella, arisca y despreciada por sus contemporáneos: tiene todos los condimentos para ser el anti hallazgo literario. La leí por primera vez en 2011, cuando la editorial Mar dulce reeditó la novela Teléfono ocupado y automáticamente sentí una placentera confusión: esa mujer, al igual que Lispector, no era para nada complaciente ni con el lector, ni con ella misma. En la novela Mañana digo basta, la protagonista decide retirarse a una playa en Uruguay para estar lejos de las necesidades de sus hijos y amantes, y vivir sin tener que dar explicaciones. Volví a corroborar que Bullrich va más allá de la supuesta «sinceridad» que nos deja tan tranquilas con nosotras mismas. Su honestidad no pasa por la valentía de hablar de lo privado, sino por la severidad con la que lo hace. Además, tuvo el coraje de despreciar el prestigio de los circuitos de legitimación, que castigan el éxito comercial: durante mucho tiempo, Bullrich sacó un libro al año y acabó con más de cuarenta en su haber. Antes creía que esto respondía a una ambición desbocada. Hoy más bien creo que muestra un profundo desprecio por la frigidez de la crítica y una absoluta sumisión a su don de escritora. Algo parecido a lo que decimos con admiración del prolífico Aira.

Silvina Bullrich (1915-1990), escritora argentina autora de obras como Teléfono o Mañana digo basta.

En 2012, cuando me mudé a Madrid, descubrí a María Zambrano. Para alguien que no se ha formado en Letras como yo, leer filosofía fue como entrar a robar oro en el Templo Mayor de Tenochtitlan. Sentía el típico síndrome de la impostora, el miedo a no poder o no saber leer. Con el tiempo, Zambrano se convirtió para mí en la sombra a la que regreso a refugiarme siempre que necesito pensar en algo, en cualquier cosa. Leer de esa forma es también respirar. Los sueños y el tiempo; Claros del bosque; La confesión, género literario… Después por fin me animé a entrar en el mundo de Simone Weil: Echar raíces, La levedad y la gracia. Llevaba tiempo queriendo leerla, desde que Hebe Uhart la había mencionado en sus textos y charlas. «La alegría no es otra cosa que el sentimiento de la realidad», era su frase de Weil favorita. De Weil pasé a La condición humana y La vida del espíritu, de Hannah Arendt, dos libros que me fascinan y a los que vuelvo siempre a cuenta gotas, como la rata de manos pequeñas que vuelve una y otra vez al festín. Con las filósofas me doy cuenta de que la literatura no tiene por qué limitarse a la peripecia y a la recreación de un lenguaje, sino que hay un placer del pensar abstracto que pasa también por la construcción de la frase. Y, además, que ya es hora de deshacerme de ese miedo tan argentino a lo sentimental.

En 2015 empecé a dar mis primeros pasos en el único oficio manual de mi vida, el collage. Esto me llevó a leer un poco sobre historia del arte y otra escritora española vino a levantar la vara y a sacudir un poco mis ideas: Estrella de Diego con su Tristísimo Warhol, un clásico por el tono y el uso híbrido de los géneros del ensayo y la biografía. Las redes sociales (las tecnológicas, pero también las que se tejen a la noche en el bar) nos hacen creer que tarde o temprano nos vamos a enterar de los títulos y autoras o autores realmente buenos, pero eso sigue siendo falso. Yo había trabajado en el festival literario más grande de Argentina y nadie me había hablado nunca de Tristísimo Warhol. Tampoco de Detrás de la boca de Menchu Gutiérrez. Alguna vez alguien había mencionado a Gutiérrez como poeta, por lo que dudé mucho antes de comprar aquella novelita corta. Cuando la leí, quedé fascinada por la libertad con la que se movía en la extrañeza, y esa voz alta y poco complaciente de una narradora mordaz. Más tarde me regalaron La nueva taxidermia de Mercedes Cebrián. Como en el caso de cualquier contemporánea, tenía algunas ideas vagas sobre Cebrián, pero me sorprendió la frescura de su prosa franca, sin la pompa de las ambiciones literarias, brillante para el humor y certera con la sensibilidad de nuestro tiempo. Su personalísimo tono, su modo de combinar lo lúdico y lo lúcido, y esa capacidad de reírse de sí misma le hacen mucha falta a nuestra literatura en español. Desde entonces, busco todo lo que escribe Cebrián: Verano azul (ensayo), Malgastar (poesía) y Cocido y violonchelo son algunos de los últimos.

Las personas que nos dedicamos a los oficios de la palabra leemos con una consciencia demasiado clara del contexto, de modo que rápidamente desarrollamos un ojo clínico para distinguir los títulos que suponemos que nos van a interesar según las editoriales convenientes o los circuitos de legitimación a los que aspiramos. Nos convertimos, como diría Nietzsche, en un «principio de selección» constante y no dejamos demasiado margen a la sorpresa (menos ahora, que cada vez es más difícil entrar a una librería y toparse con un viejo título por casualidad). En este sentido, y porque no estoy fuera de mi Tiempo, me gustaría incluir a algunas mujeres que me ayudan a redefinir constantemente mi modo de ser escritora, a defender o editar mis textos, y pensar nuestra contemporaneidad. Los podcasts, las entrevistas, las notas de prensa, las redes y las recomendaciones de colegas también están flotando en mi cabeza y sería una cobardía no admitir que algunas escritoras me obligan a salir de la zona de confort de mi escritorio, adonde a veces me escondo: Diana Bellessi, I. Acevedo, Gabriela Wiener, Graciela Speranza, Marta Jiménez Serrano, Gabriela Cabezón Cámara, Cristina Morales, Carolina Sanín, Laura Wittner, entre muchas otras, me obligan a revisar mis juicios automáticos sobre la escritura y el mundo, y a dialogar con esa masa de mil cabezas que jamás se detiene ni se calla, la realidad.

Uno de mis objetivos para este 2023 es cuidar mi vocación lectora y para eso necesito pensar mejor el criterio con el que elijo los libros, no quedarme sólo con aquellos que confirman mi visión del mundo. Tendría que tatuarme la frase La lectura es la invasión de lo otro para no olvidar que es justamente en esa cualidad en donde reside su poderío. Coleridge dijo alguna vez que leer es suspender momentáneamente la incredulidad y estoy segura de que nada, absolutamente nada es más subversivo en estos tiempos que creer en algo.