Yo creo que el poeta de Chillán cuando habla de lo Uno no se refiere a la unidad que la ciencia a veces maneja como idea de unidad de lo cósmico (o de lo vivo). Sin negar este tipo de unidad, que nos relaciona a la manera de Demócrito, y que Rojas también abraza («La materia es mi madre»), el Uno al que apela a lo largo de su obra no puede ser sino un absoluto al que accede a través de una gnosis. Lo dice él mismo: «ese Único es mi Dios». Lo Único supone la negación de los accidentes, los casos y sus errantes fragmentos. Lo Único es causa de sí, por lo tanto, es el principio generatriz, el motor inmóvil de Aristóteles.

No es extraño que su primer libro se titule La miseria del hombre, de incardinación cristiana pero despojada de catolicismo, y caracterizada en lo poético, como he dicho antes, por los muchos cruces de voces de diversas tradiciones poéticas. Es un libro que tiene que ver con la poesía de César Vallejo: nuestra condición es pobre, infeliz, carente… «Veo correr al hombre desde la madre al polvo, / como asqueroso río de comida caliente» («El condenado», 1948), afirma con un eco que va de Quevedo al cholo peruano. Estamos alejados de lo Uno, desvividos por el hambre, que compartimos con el resto de lo vivo, esa arcana necesidad de deglutir el mundo. El hombre es miserable porque se sabe tiempo y percibe el infinito (Pascal), porque es un fragmento y se intuye entero. Hambre de eternidad que no está fuera, sino aquí mismo, y que, en su caso, asistido por la pasión, es una eternidad encarnada en la mujer. Lo Uno religioso, una aspiración a lo único, y el erotismo, vinculado a la mujer, que supone la fijación del relámpago, o el vértigo de la fijeza. Para Antonio Machado, también lo Uno es capital a la hora de entender su poética, una de las más profundamente formuladas de nuestra lengua. También en su caso, se da un origen cristiano, creyente, y una elaboración a partir no tanto de un agnosticismo como de una creencia en un Dios que no es el hacedor, salvo de la nada. Para Gonzalo Rojas, accedemos al Uno desde la pedacidad, desde el fragmento, es un acto de mística, de fusión operado por la poesía y el erotismo que se realiza en el entresijo entre silencio y palabra. En alguna medida, Rojas es un gnóstico, cree en la posibilidad de acceder a una realidad absoluta. Para Machado, el Uno está constituido por su otredad, es decir, por una realidad que lo hace extraño en su propio ser y al mismo tiempo lo dinamiza ante esa extrañeza entrañable. No coincide consigo mismo, porque, cada vez que se piensa, se percibe como otro; es lo que denomina la «esencial heterogeneidad del ser», que no puede expresar el pensamiento lógico sino la poesía, porque ésta se cumple en lo cualitativo, es decir, desde categorías concretas, únicas, habitadas por el tiempo. El movimiento de lo uno a lo otro, en el caso de Machado, está regido por el erotismo, ese padecimiento por lo esencialmente otro. Tanto para Gonzalo Rojas como para Antonio Machado, tal como podemos leerlos en sus obras amatorias, amar es perderse, única forma del encuentro, más allá o más acá de los nombres, como diría quien podría ser el otro gran invitado de nuestra lengua al espacio de Rojas, Octavio Paz, con quien tanto dialogó, en la afinidad y la diferencia.

En la obra de Gonzalo Rojas encontramos muchos momentos de gran carnalidad, de sexualidad, oscilante entre la expresión feliz, sin culpa, del Arcipreste de Hita y el erotismo transgresor aliado a lo tanático de Bataille, pero en ambos casos no se trata de una animalización del acto sino de espiritualización. Ya dijo el propio poeta que en su actitud libertina había un «místico concupiscente». Todo erotismo supone un comercio con los límites. Eros es señor de fronteras y testigo del vacío. Lo escribió con lucidez otra poeta, la canadiense Anne Carson, con palabras que podríamos aplicar al poeta chileno: «Todo amante cazador, hambriento, es la mitad de un hueso, cortejador de un significado inseparable de su ausencia» (Eros). Atraído por la identidad, la disuelve en fragmentos que quieren perdurar en su propia intensidad desvivida. El erotismo en la obra de Rojas no sólo afirma su objeto, sino que se propone como semilla perdurable. La mística de la sexualidad en Rojas se hace eco del estoico logos espermático que todo lo impregna y genera y que es origen de la simpatía o correspondencia cósmica («Del cerebro cae la esperma, cerebro líquido, / y entra en la valva viva: et Verbum caro / factum est. / Leopardo / duerme en sus amapolas el pensamiento. / ¿Quién / me llama en la niebla?»). Aquí late una tradición poética que tiene nombres como Juan de la Cruz y que alcanza a su coetáneo y gran poeta José Ángel Valente, cuyos universos se cruzan en muchas ocasiones. De nuevo aparece el logos espermático de los estoicos, el pensamiento germinador, pero desde la sexualidad erotizada. El pensamiento es un animal poderoso, solar, sobre la bella fragilidad de la amapola. Alguien o tal vez algo llama al poeta desde la niebla, porque no puede ser una llamada desde la claridad, sino hacia la claridad. Estas líneas de «Fragmentos» son de una belleza extraordinaria que no incitan a la explicación sino a la lectura, a la repetición del poema, y al silencio.

Eros afirma el mundo, y el amor lo dota de significados siempre subversivos. ¿No fue Gonzalo Rojas quien afirmó que el amor era la única utopía necesaria de nuestro tiempo? El sueño del lugar, espacio donde se reúne lo trizado, pero también donde se escenifica la tortura del deseo:

¿Siempre será un espíritu carnicero mi cuerpo

montado en el ciclón de mi ánimo partido,

consumido en un lecho de llamas por mi orgullo?

 

«El abismo llama al abismo»

 

El poeta en Rojas no es sólo el producto del poema, no es una categoría que el acto de la escritura inventara. Está muy alejado de Auden, no digamos de Jaime Gil de Biedma, y en cierto sentido quizás también lo está de Octavio Paz. Rojas es el vate, como si el poeta fuera previo al poema, y en esta actitud, realmente peligrosa, radican algunos de los logros de su poesía y, por otro lado, algún extravío, que nunca lo fue del todo, porque Gonzalo Rojas fue un poeta creativo, de una fuerza sólo comparable a los grandes poetas de su siglo, a lo largo de toda su vida, que fue larga. Porque el poeta es una unidad, o deba serlo, se deriva que sea radicalmente importante la acción. El poeta actúa, su vida es poética, y él ve no a través de sus visiones (que sería el caso de Rimbaud), sino de sus actos, por eso la ceguera «es parte de la total videncia»:

Mi obscuridad se sale de madre para ver

toda la relación entre el ser y la nada,

no para hacer saltar el horizonte,

ni para armar los restos de lo que fue unidad,

ni para nada rígido y mortuorio,

sino para ver el método de la iluminación

que es obra de mi llama.

 

«Descenso a los infiernos», 1948

 

Como su vida cotidiana coincide con el poeta, en el sentido de identidad previa, de sentirse imbuido de los poderes del bardo, no es la visión («J’ai vu quelquefois ce que l’homme a cru voir», Rimbaud) sino el acto, en concordancia con Goethe, la realidad radical. Actuar es decir el poema, proferirlo, pero también vivir el poema. Por ello desdeña a quienes no son «hijos de sus obras», porque ellos encarnan la mentira. Por otro lado, no es una poesía de la nostalgia, no hay respuesta melancólica ante la unidad perdida, divisada en fragmentos a la deriva, sino exaltación de la pasión («de los apasionados es mi reino»), energía que dota a la iluminación de unos valores específicos. Rojas lo dice claro, aunque sé que en su obra «claro» quiere decir también su contrario, porque no se trata de lógica sino de realidad expresada o conformada por sus contrarios. Lo que dice claro es que hay método, camino. Pero ese método no fue a lo largo de su vida y su obra sino un saber poético, es decir, que no fue un instrumento sino una sutil y difícil alianza entre vida y poesía, entre pasión y proporción, entre sílabas y ritmo, entre vida y muerte. La iluminación se produce en Rojas a través de los actos, pero recordemos que poesía significa, etimológicamente, «hacer, crear».

Sabido es que Gonzalo Rojas, para quien Vicente Huidobro supuso tanto deslumbramiento como el Neruda de Residencia en la tierra, se situó frente a la poética creacionista a medio camino: la palabra crea, pero no inventa la realidad, no crea como la naturaleza crea un árbol. El árbol existe. El mundo existe, y las palabras, incluso cuando son imágenes compuestas, metafóricas, apelan a una realidad previa o que desemboca en ella. La higuera no está en lugar de nada, jamás es un símbolo, salvo en el lenguaje, pero toda palabra es significativa, y en ello radica su grandeza y su miseria. Aunque es verdad que Huidobro al fin y al cabo también fue consciente del fracaso, espléndido por otro lado, de los extremos de la poética creacionista, y Altazor es buena prueba de ello tanto por su tentativa como por ser el testimonio de su fracaso. No hay lenguaje totalmente autotélico. También se podría decir que Rojas fue fiel a la poética de Neruda, la que está implícita en las dos primeras Residencia, y de la que el propio autor renegó para abrazar una objetividad social vinculada al llamado socialismo real, de productos tan penosos, y no sólo literariamente. Con Huidobro, Rojas se interna, desde su propia lengua y desde la cercanía vital, a la gran herencia de la poesía crítica simbolista, especialmente, al legado de Mallarmé y el estatuto de la palabra poética, algo que explorarían con resultados memorables José Gorostiza en Muerte sin fin y Octavio Paz en gran parte de su obra. Con Neruda, de quien también fue amigo, Rojas descubre la trama inextricable de la expresión poética, que él llevaría a su poesía con un grado de lucidez mayor. Rojas intuyó tempranamente el meollo de su poética, cuya madurez creativa se da con lentitud frente a lo público, y fue fiel a ella durante toda su vida, entre otras cosas porque esa poética le permitía un grado de libertad admirable. Por eso se denominaba a él mismo de «libérrimo».