POR JUAN MALPARTIDA
CC-BY 4.0. Fotografía de Foshie
Parece evidente que hay un paisaje natural y otro literario, chilenos, en la poesía de Gonzalo Rojas (1916-2011). Por otro lado, él mismo reiteró a lo largo de su vida su familia poética chilena: Huidobro, Neruda, Mistral, Rokha. Pero ninguna poesía es sólo de un lugar, sean los páramos de Rulfo, el Londres de Eliot o el cementerio de Lee Masters. Necesitada de un tiempo concreto, vivo, el verdadero tiempo de la poesía es un ahora en cualquier lugar. El ahora es el tiempo de las metamorfosis, que es el espacio de la poesía, sostenida, en el caso de Rojas, por un Eros a un tiempo solar y oscuro.

Su primer libro de poemas, La miseria del hombre (1948), es una suerte de matriz donde ya se encuentran casi todos los temas y procedimientos del resto de la poesía del poeta Gonzalo Rojas. No sé si se puede hablar con propiedad de influencias en su caso, porque es un poeta que nace ya desde su propio lenguaje, aunque no pueda ser del todo el suyo: en realidad, son afinidades y aprendizajes. Es fácil observar ciertos diálogos con Neruda, Huidobro, Vallejo, Rokha, Lorca, Apollinaire, Rimbaud… Esta obra inicial es un libro revulsivo, reactivo, en tensión con los orígenes y centrado en el caos, como, en el orden de la prosa, lo fue Trópico de cáncer para Henry Miller. Se trata de un momento de crisis, donde los sentidos atestiguan su impotencia e intuyen su fuerza en su fracaso. En alguna medida, La miseria del hombre es su temporada en el infierno, sólo que es una crisis de exploración lenta, donde el poeta penetra a oscuras, en una realidad en la que tantea, pero sale de ella con los ojos abiertos. Testimonio de una crisis espiritual y existencial, se hace eco en la rebeldía del visionario Rimbaud, que sienta la belleza sobre sus rodillas y la encuentra cruel, y es el poeta que dialoga con los bajos fondos de la ciudad y del alma:

Lo vi todo, bajé las escaleras

del crimen. Liberé fiera cautiva

—la imagen misma de mi fría cólera—,

y la senté al festín de los sacrificados

y me encerré en la niebla

para verlo

todo.

 

«Retrato de la niebla»

 

Pero, a diferencia del Rimbaud de Une Saison…, no proclama ilusorios los dones del poema, sino que quiere cantar y ver desde la niebla, desde la confusión. La miseria del hombre es la larva en la oscuridad de la materia donde se ritualiza el sacrificio y la resurrección. Gonzalo Rojas penetra en esa oscuridad con una pequeña luz, el don de la poesía, que para él es, desde sus inicios literarios y hasta el final de su vida, sagrado. Supone la lucha cuerpo a cuerpo con los sentidos y sus apetitos, y con el mayor ellos, el de ver, en su significado de saber a través de la experiencia. Es una batalla que se extiende por el día y la noche, y cuyo campo es la vida misma del poeta, su nacimiento y muerte renovados una y otra vez. En su descenso halla el carbón, materia ciega, destituida de sus poderes germinativos, aunque se trata sólo de un momento de la materia, porque en realidad es savia petrificada, sol. Pero para realizar dicha alquimia se hace necesario abrazar los contrarios, es inexcusable desvelar el rostro, abolir las máscaras del tiempo para alcanzar la «convulsiva belleza». Gonzalo Rojas reivindica los poderes de la poesía no para extenderla sobre la realidad, nueva máscara estética, sino para pulsarla, hacerla suya. Muchos momentos de su obra, y sobre todo de este libro inicial, de maduración demorada, suponen una visión del cuerpo y de la vida del poeta como microcosmos, y en él se llevan a cabo una fusión conflictiva entre lo de arriba y lo de abajo, entre la materia y el alma, aunque siempre es la realidad espiritual la que insufla en lo animal o matérico un perfil trascedente.

Gonzalo Rojas es un poeta que habla casi siempre de su vida, de sus actos, y, de hecho, la totalidad de Íntegra puede leerse como la biografía del poeta, pero, aunque a veces pudiera rozar cierto narcisismo no ajeno al egotismo unamuniano, en realidad suele trascender la fascinación de los espejos. No es Narciso, figura tan cara a ciertos momentos, de significado distinto, de la poesía de Mallarmé y Valéry. En realidad, Rojas está tocado por la misma sensibilidad de Michel de Montaigne. Como en el gran ensayista francés, lo que han pensado Plutarco o Platón, lo que han imaginado Ovidio o Catulo, tiene importancia si pasa por su propia experiencia, de ahí que no dude en tutear a Horacio, William Blake o Paul Celan. No es soberbia. En realidad, Rojas se lo puede permitir porque está cantando desde la poesía y no desde el yo. Por otro lado, comparte con el pensador francés su amor por la realidad, aunque sea contradictoria, o tal vez porque lo es. Rojas es un poeta preguntón que no deja de responder nunca, porque su misión, si es que podemos usar este término, es tanto abrir el espacio como germinarlo. La palabra semilla es un término que, junto con su campo semántico, afecta a la obra de Rojas. Es un esperma proliferante, vinculado al logos. Mucho antes de que un controvertido sociólogo convirtiera la imagen en un eslogan para profesores y periodistas, Rojas habló en su poesía de «pensamiento líquido», pero en un sentido más hondo: el pensamiento es semilla, semen, es poiesis, creación de nuestra propia vida, siempre a la zaga de sí misma.

Hay algo que rige la poesía de Gonzalo Rojas y que parece indisociable de su vida: la fidelidad a la poesía. Es cierto que esto se puede decir, de manera un tanto ligera, de muchos otros poetas tocados por la poeticidad, por cierta inclinación sublime, que suele ser más bien estética y previa, relativa a algo vaporoso y nunca riguroso al fondo. Ha habido y hay poetas fieles a la poesía, como se dice de alguien que es fiel en su matrimonio, aunque el amor, el amour fou, el loco amor, la pasión que reúne los extremos de la vida nunca haya alimentado tan tibio abrazo. No, la fidelidad de Gonzalo Rojas, que fue tan contradictorio en su vida como, en otro orden, lo fue paradójico en su poesía, tiene que ver con una actitud que se puede denominar visionaria, de percepción intelectiva, apoyada en todos los sentidos; un descendimiento cósmico, el ascenso de un abrazo donde vida y muerte, lo alto y lo bajo, la estrella y la sentina, pactan de manera endiablada, y valga el adjetivo en alguien que estuvo a punto de tomar hábitos mayores. Hay una corriente que va del Romanticismo alemán al surrealismo, que a su vez se entronca con la analogía y la tradición oculta y hermética, y que desde el mundo helénico aparece y desaparece a lo largo de la historia adoptando formas diversas, en ocasiones espurias. Pero en lo profundo lo que late es la exaltación de los poderes de la imaginación como revelación de la otredad constitutiva y dinamizada por Eros. En Gonzalo Rojas se da una cordialidad heredera del cristianismo y una percepción de la armonía apoyada en lo pitagórico: el ritmo y la proporción alimenta el sentido nunca desvelado del todo de la vida y del cosmos. Y, por otro lado, esa armonía esta roída por la conciencia de la muerte. Quien desea, quien escribe, quien ama y se desvive está signado por la conciencia de su propia mortalidad: todo es, como afirma una y otra vez, efímero. Aunque todo lo que importa es lo que continúa, es decir, lo que no es un caso sino un ejemplo, categoría y no anécdota, el río que una y otra vez en su momentaneidad persiste, resiste, es realidad resistente. Lo efímero es fragmento, pero no del todo en sentido existencialista, que colinda con lo absurdo. Ese fragmento forma parte de un universo hecho a pedazos, son fragmentos que brillan. Gonzalo Rojas ha sido un enamorado de lo efímero, pero vislumbrando en su instantaneidad un vínculo con lo continuo. A diferencia de la lógica o de la ciencia, la poesía se da en un cuerpo y un alma que se saben mortales, y dicha percepción y pensamiento forman parte de la palabra misma. Por eso el conocimiento que se produce en la poesía puede ser contradictorio, porque opera no con abstracciones, sino con el lenguaje desde su materialidad, que en el caso concreto de Gonzalo Rojas podemos decir que es su respiración, una forma del ritmo.

Lo que importa vuelve. Los cambios, cuando gravitan sobre lo que de verdad corresponde, se realizan sobre lo mismo, de ahí ese título suyo, Metamorfosis de lo mismo: hay una unidad y el mundo es una pluralidad, un cambio constante de lo mismo. Rojas cree en lo Uno, en el Uno, pero es un poeta errante, que erra, que se equivoca, que se sale del camino, aunque a pesar de todo sabe, como un marinero adentrado en el mar por fatalidad de su propia búsqueda, que al fondo hay una luz, que en su sensibilidad hay un sonido que se resuelve en ritmo, en sílaba, la del fondo, indescifrable, pero que genera todas las cifras. Lo Uno, como en Plotino, es una noción mística, una visión y una idea que corresponde a lo bueno. Pero lo Uno es algo a lo que accedemos, mística o poéticamente, porque no vivimos en lo Uno, por el contrario: la realidad se nos da trizada, nuestro ser está conformado por fragmentos. «Se puede ser total, pero desde la pedacidad» («Fragmento»), afirmó Rojas, enamorado siempre de los neologismos, como si le faltara lenguaje, porque de hecho escribe en los bordes, bordeando, saltando con riesgo entre las líneas. La religiosidad de Gonzalo Rojas tiene que ver con este Uno que conceptúa como bueno, y cuyo acceso privilegiado es la poesía, hecha de sílabas, que son una realidad superior, nos dice, al ritmo. Es curioso, porque podría pensarse que, para un poeta, el ritmo es primordial; sin embargo, en varias ocasiones, en prosa y en verso, Rojas apela a la fuerza germinadora de la sílaba, como los cabalistas hebreos a los sephirós. Afirma Rojas: «El número es otra forma del ritmo, y de por sí la palabra ritmo, que es griega, era nombrada por los romanos como números. El número es una entidad portentosa que, al igual que el ritmo, resulta muy difícil de determinar porque proviene de la respiración». («Numinoso»). La respiración entendida como algo no continuo, sino con pausas, alteraciones, cesuras. La respiración es número porque es medida, y el número y el ritmo tienen que ver en su poética con lo numinoso, que es experiencia de lo sagrado; no es una visión de lo puro, sino una experiencia revulsiva, en el sentido que tienen en Rudolf Otto y en George Bataille, dos autores que importaron para Rojas. Por otro lado, es fácil percibir en esas sílabas exaltadas por el poeta un puñado de semillas. Como tales, son germinadoras y tienen que ver con la respiración, que es alma. Se escribe como se respira, la voz en alto, buscando el aire, emitiendo semillas a través de las cuales vemos el mundo en su infernal paraíso.