POR CRISTIAN CRUSAT
LA ESCISIÓN

Sin duda, uno de los encuentros más anhelados por los historiadores de los azares del arte es aquel que hubiera reunido, en Zaragoza o Madrid, al pintor Francisco de Goya y a Jan Potocki, el erudito y misterioso escritor, historiador y viajero nacido en el seno de una de las familias más antiguas y ricas de Polonia. Es seguro que el polaco pasó por España, del mismo modo que recorrió el Cáucaso, Rusia, Siberia, Turquía, Egipto o Marruecos. La naturaleza de tal entrevista resulta un auténtico enigma y exigiría una conjetura novelesca. Por lo que se refiere a la personalidad del noble polaco, y pese al tono paródico de sus creaciones, al parecer presentaba todas las facetas características de los saturninos: «Sus amigos contaban que era un melancólico: un saturnino, sujeto a euforias y a depresiones igualmente violentas» (Citati, 2006, p. 16). Pero también se condujo como el más polifacético de los seres humanos en una época en la que no escasearon este tipo de temperamentos. Aquí y allá, esparcidos alrededor del mundo por un destino caprichoso y desquiciado, recorría los caminos y surcaba los mares un asombroso puñado de individuos inclinados al desdoblamiento, la leyenda y el disfraz. Entre otros, el vizconde de Chateaubriand y Domingo Badía / Alí Bey, protagonistas de un prodigioso encuentro en Alejandría, repleto de equívocos, en algún momento de 1806.

En su afán enciclopedista y orientalizante, Potocki concibió mediante su Manuscrit trouvé à Saragosse –la obra por la que ha perdurado su mito personal– un compendio, un tesauro de fantasmagorías y apariciones dispuestas según una forma narrativa basada en el modelo de Las mil y una noches. Se trataba de erigir una suerte de ejemplo de lo maravilloso-demoníaco occidental que pudiera mirar de frente –y aun superar, según Pietro Citati– al monumento libresco de lo maravilloso árabe. El libro de Potocki se halla recorrido por un sinfín de duplicidades, de reversos y de historias negras, espectrales. Los monstruos surgidos de los sueños de la razón no fueron privativos de Goya, el hipotético partenaire de Potocki, sino que respondían con claridad a «la tensión a fines del xviii y principios del xix entre los principios racionales e históricos de la Ilustración, que Potocki admiraba, y las tradiciones fantásticas acarreadas durante siglos por la imaginación fabuladora y el mundo de la literatura» (Guillén, 2007, p. 361).

No es posible conocer si Goya y Potocki estrecharon sus manos o si llegaron a conversar acerca de la adopción de ideas ilustradas por parte de los Borbones en España. Eran ambos hijos de la Ilustración, aunque estuvieran hechizados por las tinieblas que nublaban con demasiada frecuencia la mente humana. Tal vez el propio Potocki asistió a la traslación ideológica que convertía a los ilustrados españoles en «afrancesados», un término despectivo mediante el cual se advertía de la subversión del orden monárquico tradicional que las nuevas ideas implicaban. No obstante, para sus historias, Potocki prefirió a las moras, los gitanos y los pícaros que nutrirán la imaginación romántica de España. La parodia y el juego permanentes que encierran las negras apariciones de Potocki contrastan con la oscuridad goyesca de los Caprichos o los Desastres de la guerra, a través de cuyas lacónicas e incisivas leyendas se accede sin solución de continuidad al pensamiento de Goya.

A este respecto, en 2011, Tzvetan Todorov dedicó un ensayo a reafirmar el pensamiento ilustrado y humanista de Goya y a desmentir –de paso– la imagen de artista rudo, excéntrico e ignorante de las ideas artísticas y culturales de su propio tiempo. Ortega y Gasset, por su parte, había aludido principalmente a la dimensión artesana de la labor de Goya para explicar su torrencial obra, a su curiosidad técnica: «Toda la vida se le ve preocupado de adquirir y manejar cuantos modos de expresarse en formas bidimensionales divisa en el horizonte» (Ortega y Gasset, 1970, p. 39). A diferencia de aquellas corrientes de opinión más inclinadas a la artesanía de Goya y sus «secretos de taller», Todorov prefiere presentarlo como un pintor especialmente dotado. Lo considera, en suma, un artista único, capaz de observar los turbulentos acontecimientos de su tiempo desde la perspectiva de las ideas ilustradas y, por último, de reflejarlas admirablemente en su proyecto artístico.

Según Todorov, el hecho determinante en la evolución artística de Goya fue «su decisión de dividir en dos su creación, de aceptar la escisión entre arte público y arte privado, un desdoblamiento totalmente inédito antes de él» (Todorov, 2011, p. 211). La razón esgrimida por el intelectual de origen búlgaro para esta escisión es la enfermedad que aquejó al pintor en 1792 y causó su popular sordera. También pudo influir la mudanza de los gustos y opiniones de Goya durante la Guerra de Independencia y los años de la Restauración, tan alejados de la sensibilidad estética asumida por el poder político. Resulta difícil llegar a una conclusión definitiva o tajante. Pero, al mismo tiempo, así comienza la literatura; más concretamente, así nacen dos textos literarios de Pierre Michon (1945) y Antonio Tabucchi (1943-2012).

Ambos textos gravitan sobre la figura de Francisco de Goya y abordan, mediante estrategias biográficas muy distintas, el misterio más artístico que metafísico encerrado en el asombroso paso de la potencia al acto, es decir, la transformación, a menudo inexplicable, de persona en creador, una operación que conjura los miedos y la permanente amenaza del fracaso y la impostura: «Hay que imaginar al hombre Goya. Digo “imaginar”. Hay que partir, claro está, de los datos que sobre él poseemos, pero no hay que limitarse a ellos. […] Un hombre es, ante todo, un sistema de posibilidades e imposibilidades» (Ortega y Gasset, 1970, pp. 31-32). En el caso de Michon, se trata de una suerte de biografía doble en la que un testigo anónimo, como en un profano relato hagiográfico, asiste al milagro de la manifestación del espíritu creador del hombre. Por su parte, Tabucchi se adentra en la psique de Goya mediante un audaz microgénero: el «sueño imaginario», ingeniosa y encantadora mutación narrativa de la «vida imaginaria» de Marcel Schwob. El texto de Tabucchi constituye, por lo demás, una ingeniosa contribución a esa secreta Historia onírica jamás escrita de la humanidad: aquella que, como clamaba Lichtenberg, sumaría a la historia de los hombres despiertos la de los hombres que duermen. Con ayuda de dos singulares ejemplos de escritura biográfica, de dos praxis muy distintas, el lector podrá sumergirse en esas dos etapas del pensamiento artístico de Goya subrayadas por Tzvetan Todorov, esto es, su inédita escisión entre arte público y arte privado. Cada propuesta, además, problematiza la pregunta esencial para todo creador, especialmente en el caso que nos ocupa: ¿en qué momento este pintor aragonés se convirtió en Goya?, ¿cómo ocurrió?, ¿con qué consecuencias? Los relatos «Dios no acaba» de Pierre Michon y «Sueño de Francisco de Goya y Lucientes, pintor y visionario» de Antonio Tabucchi encaran el misterio más artístico que metafísico encerrado en el asombroso paso de la potencia al acto.

 

TODOS LOS GOYAS UN GOYA: «DIOS NO ACABA»

Tras la publicación de sus célebres Vies minuscules (1984), Michon dio a la imprenta Vie de Joseph Roulin (1988), un nuevo ejemplo de la praxis literaria de este autor y un jalón en su proyecto reparador biográfico, ya comenzado con las referidas Vidas minúsculas, un conjunto de ocho «vidas» que constituyen asimismo un autorretrato afiligranado y una proyección del propio Michon sobre el paisaje rural de La Creuse, el departamento francés en el que nació. Mediante una particular estética de la identidad oblicua, Michon indaga en Vidas minúsculas en los destinos de una serie de personajes en trance de construirse a sí mismos o de conquistar su propio sentido, incluido el propio autor del libro. A través de ocho breves biografías de gente modesta y anónima («minúscula») que ha orbitado alrededor de la vida del narrador, se traza el itinerario personal de Michon, signado por las perpetuas amenazas del fracaso y la impostura. Frente a estas amenazas y tras varias crisis, el escritor parece haber optado por introducir elementos autobiográficos en sus textos, un modo mediante el que afirmar su identidad como autor literario y, al mismo tiempo, conjurar los más profundos temores formalistas y estructuralistas. En cierto sentido, Vidas minúsculas supone el reencuentro del escritor con el mundo, con lo real encarnado en ese puñado de personajes. En efecto, después de un largo tiempo persiguiendo a la literatura en el espacio exclusivo del texto, Vidas minúsculas –definida por amalgamar biografía y autobiografía– significa el redescubrimiento del Sujeto por parte de Michon: al haber perdido de vista al mundo, había perdido la escritura, parece reconocer –ya redimido– este escritor francés. Sólo salvando la distancia que lo separaba de lo humano pudo recobrar su espíritu creador y dar así forma y sentido a su actividad artística (Brulotte, 1993, pp. 133-134). La legitimidad de la propia escritura es otra faceta de la literatura de Michon, quien difiere, escribiendo un libro tras otro, la respuesta a la pregunta sobre qué convierte exactamente a alguien en escritor.

Un buen número de personajes en los libros de Pierre Michon se ha ausentado del mundo, adonde la escritura termina reintegrándolos. El alcohol, las drogas o los barbitúricos representan un atajo en este viaje, como también lo es la ausencia de la figura paterna en Rimbaud, le fils (1992), donde se reelabora la leyenda del poeta maldito de Charleville. Al reconstruir esas vidas ajenas por las que el autor busca su propia legitimación literaria y vital, Michon apela al mito cristiano de la resurrección de la carne (Argand, 1998). Su literatura se convierte de esta manera en una anticipación del Juicio Final, para el que convoca a toda una familia de creadores mediante su resurrección textual: Rimbaud, Van Gogh, Watteau, Goya…, los hace levantarse y abandonar el silencio de los panteones artísticos con el fin de evocar nuevamente su vida, a menudo a través de un testigo, normalmente anónimo y cuyo relato explica al personaje desde un novedoso punto de vista.