En efecto, Goya ha caído gravemente enfermo en 1819, año en cuyo mes de febrero adquiere en los alrededores de Madrid, al otro lado del Manzanares, la casa de campo conocida como la Quinta del Sordo. Además de anciano era viudo, pues Josefa Bayeu había fallecido en 1812. Una de las conjeturas más extendidas es que en la Quinta vivió en concubinato con Leocadia Weiss, la mujer que también le acompañaría en su exilio bordolés a partir de 1924, cuando haya concluido el Trienio Liberal y se restaure de nuevo el absolutismo de Fernando vii. Numerosos factores confluyen para que Goya dé libre curso a la plasmación de su mundo interior lejos de la ciudad y sobre las paredes de la nueva casa, dando lugar a un hermético conjunto que ha recibido el nombre de Pinturas negras, una suerte de Capilla Sixtina de la pintura moderna. Es éste el Goya «más central, más esencial: no ha cambiado aquí de ser, pero se ha despojado, se ha desnudado –quizá para morir– de todos los compromisos con la existencia» (Gaya, 2010, p. 852). Al no trabajar sobre una tela, se infiere que el pintor renuncia a difundir estas imágenes. Exterioriza algo que anida en su interior y que únicamente comparte con unos pocos: «Por eso me he permitido hablar de “Capilla Sixtina” del mundo moderno: no una gran capilla, no un gran templo, no una gran sala, no la celebración de un triunfo, sino una casa de campo, una quinta burguesa, retirada, dos salas, catorce pinturas, quizá un comedor o salas de estar, para recibir a los amigos, en una tertulia de muchos que debían estar marginados por la política, su liberalismo, su afrancesamiento supuesto o real, sospechosos para la Inquisición y para el poder absoluto» (Bozal, 2010, p. 119). Inseparables del lenguaje pictórico desarrollado en los Caprichos y los Disparates de la guerra, las Pinturas negras ofrecen una singular representación de las fuerzas que amenazan y subyugan con ilimitada violencia a la humanidad. Da la impresión de estar sólo en 1820: tanto en la Quinta donde mora como en lo referente a sus personales modos de expresión artística.

 

El «sueño imaginario» de Tabucchi propicia un alucinado recorrido por la obra de Goya. Así, la primera escena, de tono inocente y pintoresco, rememora la época de cartonista del pintor aragonés, a través de cuyas estampas había ofrecido una edulcorada lectura de la realidad española, muy del gusto de los cortesanos y, luego, de los viajeros europeos: «Soñó que estaba con su amante de juventud bajo un árbol. Era la austera campiña de Aragón y el sol estaba en lo alto. Su amante estaba sentada en un columpio y él la empujaba por la cintura. Su amante llevaba un pequeño parasol de encaje y reía con risas breves y nerviosas. Después su amante se dejó caer y él la siguió, rodando por el prado. Se deslizaron por la pendiente de la colina hasta que llegaron a un muro amarillo» (Tabucchi, 2006, p. 43). Costumbres y juegos, situaciones cotidianas, requiebros ingenuos, anécdotas ágiles y casticistas, semejantes a las plasmadas en los cartones para tapices de La merienda (1776), El quitasol (1777) o El columpio (1779). Evidentemente, su imaginario no se ha zambullido aún en el prodigioso caldero sevillano. No obstante, el sueño continúa y es como si se sumergiera simultáneamente en la psique del pintor y en el secreto hechizo velazqueño: «Se asomaron por encima del muro y vieron a unos soldados, iluminados por un farol, que estaban fusilando a un grupo de hombres. El farol era una incongruencia en aquel paisaje soleado, pero iluminaba lívidamente la escena. Los soldados dispararon y los hombres cayeron, cubriendo los charcos de su propia sangre» (Tabucchi, 2006, p. 43). Como en un súbito cambio de secuencia, el lector se halla ante una de las más representativas imágenes de la guerra civil que significó la Guerra de Independencia, la que corresponde al cuadro El tres de mayo de 1808 o Los fusilamientos en la montaña del Príncipe Pío, de 1814. El sueño de Tabucchi convierte a Goya en testigo de estas matanzas, en congruencia con la incierta leyenda: «Ni Goya vivía tan cerca de la Puerta del Sol como para ver lo allí sucedido, ni se arrastró por la montaña del Príncipe Pío, en realidad un montículo, con un criado y un farol, para ver de cerca los fusilamientos. No es verdad, pero la leyenda nos dice algo de los cuadros: son escenas que parecen miradas por un testigo» (Bozal, 2010, p. 80). Aquí, Goya se convierte en lo que gramaticalmente se denomina sujeto elíptico, pues de su cuadro se infiere que alguien –Goya y, por ende, el espectador de su pintura– está contemplando el atroz espectáculo de la violencia. En contraste con la pluralidad de individuos ajusticiados, reconocibles y singulares por las actitudes y ademanes que adoptan frente a la muerte, se alza la homogeneidad del pelotón de fusilamiento: vestimenta gris y uniforme, idéntica pose, ni un solo rostro. Por lo demás, ningún pendón, escudo o símbolo político ha sido emplazado en el cuadro. Su único programa pictórico es la crueldad misma y sus efectos sobre cada ser humano.

Goya representará en sus cuadros los infames resultados de tan nobles proyectos como ilustrar y emancipar intelectualmente al pueblo, luchar por la independencia o servir a Dios, al tiempo que constata que la tentación del bien puede llegar a ser más peligrosa incluso que la del mal. Su posición es problemática, ya que sigue siendo pintor de cámara y en todo momento querrá asegurarse un sueldo regular mediante encargos de retratos para la realeza, cuadros alegóricos y pinturas religiosas. Pero también subyace una búsqueda personal de verdad que implica la transformación de los modos de conocimiento y, en su caso particular, de la representación del mundo. «Goya adquiere consciencia de que este conocimiento depende necesariamente de una subjetividad, de que siempre captamos el mundo a través de una mente, la de un individuo» (Todorov, 2011, p. 214). Esta asunción, netamente kantiana, le permitirá legitimar las visiones individuales del mundo y, por ende, conjugar lo objetivo y lo subjetivo en la plasmación del conocimiento que pretende transmitir mediante el lenguaje pictórico. Su pincel, en este caso, es la encarnación de su propia subjetividad enfrentada a la realidad, así como el arma que Goya blande durante su sueño ante el pelotón de fusilamiento del 3 de mayo: «Entonces Francisco de Goya y Lucientes sacó el pincel de pintor que llevaba en el cinturón y avanzó blandiéndolo amenazadoramente. Los soldados, como por encanto, desaparecieron, asustados ante aquella visión» (Tabucchi, 2006, p. 43). Así, Goya conjura momentáneamente una realidad mudable, tornadiza, implacable y cruel, como lo demuestra la siguiente secuencia del sueño: «Y en su lugar apareció un gigante horrendo que devoraba una pierna humana. Tenía el pelo sucio y el rostro lívido, dos hilos de sangre se deslizaban por la comisura de su boca, sus ojos estaban velados, pero se reía. ¿Quién eres?, le preguntó Francisco de Goya y Lucientes. El gigante se limpió la boca y dijo: Soy el monstruo que domina a la humanidad, la Historia es mi madre» (Tabucchi, 2006, pp. 43-44). Repentinamente el sueño se ha adentrado en el tenebroso universo de las Pinturas negras: obviamente en ese gigante se reconoce la sórdida representación de Saturno plasmado por Goya en las paredes de la Quinta. El Saturno goyesco presentado por Tabucchi adquiere movimiento, pues, en una escena de canibalismo extático, se encuentra engullendo una pierna de su víctima, quien a diferencia de la tradición iconográfica (como en el Saturno de Rubens), no es un niño, sino una persona joven. Crítico con la filosofía hegeliana de la historia, Tabucchi parece sugerir, con Goya, que ésta no revela la progresiva apoteosis del espíritu absoluto, sino una infame carnicería. Continúa el sueño: «Francisco de Goya y Lucientes dio un paso y blandió su pincel. El monstruo desapareció y en su lugar apareció una vieja. Era una bruja sin dientes, con la piel apergaminada y los ojos amarillos. ¿Quién eres?, le preguntó Francisco de Goya y Lucientes. Soy la desilusión, dijo la vieja, y domino el mundo, porque todo sueño humano es un sueño breve» (Tabucchi, 2006, p. 44). Esta bruja encarna las primeras manifestaciones de la mirada subjetiva de Goya en el mundo objetivo: el universo de brujas, máscaras y caricaturas de los grabados de los Caprichos, publicados en 1799. Los Caprichos constituyen el ingenioso recipiente del pensamiento de Goya, cuya combinación de imágenes y leyenda perdura en nuestros días en humoristas gráficos como Andrés Rábago el Roto, autor de viñetas para el diario El País, o en escritores como Javier Sáez de Ibarra, en cuyo libro Mirar al agua: cuentos plásticos (2009) ha ensayado una relectura contemporánea del género: «El orden en el que se presentan tanto las imágenes como las leyendas que las acompañan permite ver la expresión directa –y enormemente valiosa– del pensamiento de Goya» (Todorov, 2011, p. 20). En los Caprichos, la palabra dirige, condicionándola, la lectura de las imágenes que representan un mundo invertido, dislocado, nocturno y supersticioso. Tras el encuentro con la bruja, apenas le restan ya dos escenas al sueño imaginado por Tabucchi: «Francisco de Goya y Lucientes dio un paso y blandió su pincel. La vieja desapareció y en su lugar apareció un perro. Era un pequeño perro sepultado en la arena, de la que sólo sobresalía la cabeza. ¿Quién eres?, le preguntó Francisco de Goya y Lucientes. El perro alzó el cuello y dijo: Soy la bestia de la desesperación y me burlo de tus penas» (Tabucchi, 2006, p. 44). Enigmática, angustiosa y al borde de la abstracción, la pintura negra de El perro fue también utilizada posteriormente por Tabucchi en la novela Tristano muore (2004), donde el narrador rememora una visita al Museo del Prado y centra su relato en la descripción del cuadro de Goya. Ese perro, alegoría de la desesperación para Tabucchi, lo es también de lo incomunicable y lo indecible. Por este motivo aspira el personaje de Tristano muere a otorgarle una voz, obsesionado por la mirada del animal, inerme y casi humana: «La angustia que la pintura suscita no encuentra razones para ningún consuelo, ni siquiera la de una causa o motivo que explícitamente la justifique» (Bozal, 2009, p. 123). No hay salida posible en el laberinto de la vida, alzada sobre un palimpsesto de sueños. Por lo demás, también en I volatili del Beato Angelico (1987), alude Tabucchi a la obra de Goya: se trata de una breve epístola –«i. Carta de don Sebastián de Aviz, rey de Portugal, a Francisco de Goya, pintor»– en la que el rey don Sebastián (1554-1578), desaparecido tras la batalla de Alcazarquivir, en el norte de Marruecos, se dirige al pintor de Fuendetodos para encargarle un cuadro cuyo tema es la tragedia histórica portuguesa que más tarde engendraría el movimiento místico-secular del sebastianismo. Nadie mejor que Goya, parece afirmar Tabucchi, cuando se trata de representar una carnicería en el campo de batalla que es al mismo tiempo una tragedia y una fidedigna crónica de las vanidades del hombre.