No era ése, sin embargo, el futuro que le esperaba. Y Michon fija la clave de su incierto futuro en este día aparentemente corriente de 1778, a orillas del Manzanares, en compañía de los pintores Ramón Bayeu y José del Castillo: «¿Con Josefa? Está usted de chanza. ¿Con un torero también, señora mía? ¿Por qué no? Han traído consigo a Pedro Romero, o a su hermano José, o a ambos, pues la compañía de esos matarifes de bueyes garantiza que las majas acudirán como abejas a la miel. Así que fue una de esas manolas busconas quien nos refirió esa comida […]» (Michon, 2010, p. 88). Los pintores están celebrando un encargo del que Goya aún ignora su trascendencia, absorto en la compañía femenina y el goce de la bebida y la sombra de una parra. Gracias a Bayeu, a estos artistas les ha sido encomendada la tarea de reproducir, por expreso deseo del rey, los cuadros de la colección de pintura española de El Pardo en los palacios de La Granja y Aranjuez. «Así que fueron a El Pardo, al día siguiente u ocho días después» (Michon, 2010, p. 92). El encuentro de Goya con los cuadros de Velázquez, que conocía de sobra mediante miles de estampas, adquiere dimensiones visionarias. En cierto modo participa del misterio velazqueño acerca de la totalidad de lo real: «Porque se diría que Velázquez siente la totalidad de lo real como algo muy semejante a un fruto, pero a un fruto que estuviera extrañamente en pecado […]. Velázquez está en posesión de algo, sabe algo que quiere compartir con nosotros, pero que no nos puede, por otra parte, decir, ya que se trata de un misterio» (Gaya, 2010, pp. 136-137). Sin quererlo, Goya queda atrapado en la arcana oscuridad de las pinturas del genio sevillano, «en ese caldero de negro color sevillano, en el que gira un torbellino de fragmentos de príncipes niños, unos bigotes de rey triste, un guante color perla y unos jazmines andaluces […]; y en la superficie, allí donde, como una brizna de paja, ha caído el joven Goya, con su levita verde tierno, en ese caldero» (Michon, 2010, p. 95). Goya tenía a la sazón treinta y dos años cuando aconteció esta epifanía, que no deja de ser una conjetura más por parte del coro femenino de voces, entre quienes no debe descartarse la presencia de la propia locura o de la Pintura: «He vuelto a soñar delante del caldero sevillano; mía ha sido la embriaguez, y he querido atribuírsela a Goya, pues soy una vieja necia» (Michon, 2010, p. 100).

 

Un cierto aliento hagiográfico palpita en el retrato goyesco de «Dios no acaba». Como en las vidas de santos, Michon describe el episodio decisivo en la vida de Goya. Según esta conjetura narrativa, el arte del pintor zaragozano se volcará en lo esencial tras sumergirse en el caldero velazqueño, un hecho que anuncia su particular y trastocada representación del mundo. Entre el espíritu ilustrado de Todorov y la artesanía –«La verdad es que la obra de Goya no germina nunca en la inteligencia: o es vulgar oficio o es videncia de sonámbulo» (Ortega y Gasset, 1970, p. 144)–, Michon opta por un misterio casi religioso. Género medieval por excelencia, la hagiografía se distinguió por destacar los momentos en los que el santo encarnaba el ideal religioso. Así, a semejanza de estos relatos, Michon ignora la continuidad de la existencia del personaje, ya que su genuino valor reside únicamente en la concordancia entre vida y destino, anudadas para siempre en esa hora epifánica. No obstante, en lugar de un destino consagrado a la santidad, Goya abraza su destino de pintor visionario. De auténtico creador. No es casualidad entonces que el volumen de Señores y sirvientes se abra con una cita de Jacobo de la Vorágine, autor de la recopilación de narraciones hagiográficas contenidas en la Legenda aurea, la cual data del siglo xiii. En congruencia con todo lo anterior, las anónimas «declaraciones» en el Juicio Final del Arte que componen los textos de Michon constituyen, en última instancia, una panoplia de milagros en los que se manifiesta el espíritu creador del hombre. Análogos al Judas con el que especula Nils Runeberg en el cuento de Borges, los narradores de las vidas de estos pintores son los insignificantes artífices, los insospechados testigos que permiten al género humano redimirse frente al marasmo de la incompetencia, el fraude y la impostura.

 

ANTONIO TABUCCHI Y EL «SUEÑO IMAGINARIO»: GOYA ANTE SÍ MISMO

El siguiente retrato de Goya, a cargo del italiano Antonio Tabucchi, nos muestra al pintor en el otro extremo del hilo de la vida, cercano ya a la muerte y a merced de la enfermedad y la leyenda. El texto, breve y sintético, se titula «Sueño de Francisco de Goya y Lucientes, pintor y visionario» y está incluido en el conjunto Sogni di sogni, originalmente publicado en 1992. En lo esencial, se trata de un retrato onírico en el que la conciencia de Goya se ve asaltada por algunas de las más icónicas imágenes de sus pinturas, dibujos y grabados. Tal y como explicita la primera línea, según una fórmula que se repite en todos los textos de este libro de Antonio Tabucchi, el «sueño imaginario» del pintor de Fuendetodos acontece en 1820: «La noche del primero de mayo de 1820, mientras su intermitente locura lo visitaba, Francisco de Goya y Lucientes, pintor y visionario, tuvo un sueño» (Tabucchi, 2006, p. 43).

Merced al concepto de hipotexto (el cual entraña una concepción estructural y aun dinámica de la literatura –mayor que la designada por la positivista noción de fuente–, ya que no se ciñe estrictamente a un texto fijo e implica un cierto grado de transformación y de mutabilidad), es posible vincular estos Sueños de sueños con las Vies imaginaires de Marcel Schwob, toda vez que presenta los mismos elementos que caracterizaban a aquella fundamental obra de 1896: metaliteratura, onirismo, brevedad y capacidad visionaria. En cierto modo, el «sueño imaginario» es una ampliación del marco narrativo de la «vida imaginaria»; el aroma de Vidas imaginarias recorre, subyaciéndolos, todos los textos de Tabucchi, en cuyo libro se sintetizan las existencias de diferentes personajes míticos o históricos por medio del relato de sueños especialmente significativos. El onirismo, la dimensión visionaria de los sueños o el carácter metaliterario de gran parte de ellos delatan un hipotexto schwobiano. Salvo Dédalo, Caravaggio, Francisco de Goya, Achille-Claude Debussy, Henri de Toulouse-Lautrec y Sigmund Freud, los restantes catorce sueños corresponden a escritores, entre los que sobresalen François Villon, François Rabelais o Robert Louis Stevenson, autores predilectos de Marcel Schwob, escritores inevitablemente asociados a la esfera literaria del francés. También tiene cabida la referencia al exilio por medio del sueño de Ovidio, epítome ilustre del destierro literario. El conjunto de Tabucchi continúa el modelo histórico de Schwob, desde la edad mítica de Dédalo hasta la contemporaneidad de García Lorca. La única ruptura cronológica es la aparición de Freud tras García Lorca, decisión que se justifica por las aportaciones del psicólogo vienés en materia de sueños, de modo que este texto funciona como cierre del conjunto. Por último, en el libro de Tabucchi se relata un sueño del pintor Cecco Angiolieri, protagonista de una «vida» asimismo en Vidas imaginarias. De forma audaz e imaginativa, Tabucchi transmuta la «vida imaginaria» en «sueño imaginario» enfatizando la dimensión metaliteraria de gran parte de los textos, acentuando los pasajes oníricos y, en definitiva, ensanchando las posibilidades de un microgénero tan afortunado como la «vida imaginaria», felicísima y decisiva aportación de Marcel Schwob al género biográfico.

Significativamente, la visión descrita en «Sueño de Francisco de Goya y Lucientes, pintor y visionario», de Tabucchi, condensa el quehacer artístico de Goya entre la fecha en la que se ha sumergido simbólicamente en el caldero velazqueño y su definitiva metamorfosis en faro artístico de la modernidad. 1820 es el año que, a raíz del pronunciamiento del teniente coronel Riego, precede al efímero Trienio Liberal tras una dura época de absolutismo fernandino. Los tiempos que suceden a la Guerra de la Independencia son muy convulsos. Pero, sobre todo, 1820 es el año en el que Goya se autorretrata junto a su médico Arrieta, destinatario del cuadro. En él puede verse a un Goya agotado, enfermo, prácticamente moribundo, rendido en los brazos del médico mientras se aferra a la sábana como a un tenue soplo de vida. Goya atendido por Arrieta constituye, en suma, una pietà laica y compasiva: «No es posible concluir que se trata de una expresa declaración de intenciones, pero, intencionadamente o no, Goya indica dónde se encuentran su consuelo y socorro» (Bozal, 2010, p. 95). Sus exiguas esperanzas se concentran en el vaso con la medicina que le tiende el doctor. Y al fondo, apenas visibles, tres enigmáticas figuras que han sido identificadas, alternativamente, con un cura y dos criados, aunque, dados sus vagos e inciertos contornos, «probablemente se trata de seres que sólo existen en la mente febril del enfermo, los demonios que lo acompañan desde hace tanto tiempo y que acechan mientras desfallece» (Todorov, 2011, p. 177). También podrían evocar la funesta tríada femenina de las Parcas, por supuesto.