Con Vida de Joseph Roulin Michon inaugura una fórmula análoga a la que había empleado en Vidas minúsculas y que volverá a utilizar en el texto de Goya. Ésta consiste en la composición de un retrato de vida doble e indirecto, esto es, en la narración de algún episodio especialmente revelador o emblemático del artista a través de la mirada de un testigo desconocido, anónimo o «minúsculo». Así, al abordar la figura de Vincent van Gogh en los años en los que se fragua su mito personal, aquellos que suceden a su llegada a Arlés en 1888, Michon recurre a la figura del factor Joseph Roulin, el muy socrático vecino y empleado de los servicios postales franceses que trabó amistad con el pintor holandés. Al contraponer ambas figuras, Michon coloca en pie de igualdad al individuo anónimo y al artista, al modelo y al pintor que lo representaría para siempre sobre un lienzo. En efecto, en 1889 Van Gogh realizó el retrato del factor, que actualmente cuelga de las paredes del moma de Nueva York. El vaivén biográfico entre Roulin y Van Gogh se inclina en mayor medida hacia la figura del cartero, como si éste testificara en el Juicio a favor del desdichado pintor holandés. A pesar de ello, las últimas páginas conforman una poética evocación de la muerte de Van Gogh, cuyas últimas visiones se superponen a las de Roulin gracias a la libertad de la prosa de Michon, la cual trenza una fina malla con los motivos de varios de sus cuadros. Resucitando al icono, Michon lo convierte también en personaje. Y, aún más, provoca que la existencia del cartero alcance pleno significado en virtud de su encuentro con el artista. En este sentido, lo transforma asimismo en un testigo y en un apóstol del prodigio contemplado durante su anónima vida.
Esta «vida» de Joseph Roulin inaugurará una serie de escritos inspirados en pintores, ya que en 1990 apareció el volumen Maîtres et serviteurs –cuyos textos están consagrados a los artistas Francisco de Goya, Antoine Watteau y Piero della Francesca– y, en 1996, Le Roi du bois –dedicado a Claudio de Lorena–. Anagrama, la editorial española que ha acometido la publicación de gran parte de la obra de Pierre Michon, reunió en 2003 todos estos textos bajo el título común de Señores y sirvientes, restituyendo el proyecto inicial tal y como lo había concebido el autor francés.
Al encarar la tríada de textos de Señores y sirvientes, Michon introduce una novedad: la adopción del punto de vista del minúsculo personaje, cuya voz guía el recorrido por la intimidad de Goya, Watteau o Piero della Francesca. El caso de la voz narradora de «Dios no se acaba», el texto dedicado a la figura de Goya, es un auténtico hallazgo, toda vez que se ve asumida por una pluralidad de voces femeninas. Mudable, caprichosa y versátil, la focalización múltiple por la que opta Pierre Michon está asociada al conjunto de manolas, lenceras, majas, modelos y amantes que en algún momento conocieron o tuvieron noticia del pintor de Fuendetodos. Entre estos focalizadores narrativos se encuentran también la mujer de Goya, Josefa Bayeu, o una Narcisa que cabe identificar con Narcisa Barañana de Goicoechea, cuyo retrato, sin embargo, es de atribución dudosa. Personajes secundarios, cháchara de segunda o tercera mano: «Lo vieron nuestras madres y casi no lo recuerdan, o no lo recuerdan en absoluto» (Michon, 2010, p. 69). Esta summa de testimonios conforma un complejo zootropo de alusiones, revelaciones y habladurías en torno a Francisco de Goya, cuyo mundo se teje a partir de numerosas incógnitas de entre las que sobresale la referida a las fuentes más profundas de su inspiración artística: «En sitio tal, señora mía, cuando se fue el príncipe portero, cerrando la puerta, ninguna mujer hay que nos haya dicho qué se le vino encima a Francisco de Goya» (Michon, 2010, p. 93). El misterio permanece, nadie podrá saber nunca qué resorte lo condujo más allá de esos ejercicios pictóricos que le garantizaban el ascenso social y, simultáneamente, lo consolidaban como pintor de corte. Y sin embargo ocurrió.
El centro de gravedad del retrato de Goya elaborado por Michon se encuentra en el Mesón del Gallo (escenario del cartón La riña en el Mesón del Gallo, de 1777), a orillas de ese Manzanares que tantas burlas había suscitado en Tirso de Molina o Quevedo («Arroyo aprendiz de río, platicante de Jarama, buena pesca de maridos»). El año es 1778. Y la atmósfera, plácida, está cargada de expectativas. No obstante, el relato de Michon se contrae y expande temporalmente hasta los primeros años de aprendizaje y, sobre todo, hasta el 25 de julio de 1773, el día en que Goya contrajo matrimonio con Josefa Bayeu. Pero, en lo esencial, 1778 marca una frontera. Hasta entonces Goya encarna la figura del pintor provinciano de andadura lenta; es un decidido y modesto aspirante a profesional de la pintura que ha aprendido al costado del maestro José Luján, en cuya Academia de Dibujo de Zaragoza ingresó en 1759. Ambos acabarían reñidos, razón por la que Goya instaló sus utensilios durante una temporada en un recoveco al fondo del taller paterno. No se desalentaba, «y allí se pasaba todo el santo día deslomándose a pintar, quizá Venus y profetas, a buen seguro san Isidros y Santiagos […]» (Michon, 2010, p. 74). Tiempo después, Goya decidió presentarse, sin éxito, al concurso convocado por la Academia de Bellas Artes de San Fernando en Madrid en 1763, en el que no obtuvo ningún voto. Mengs, Giaquinto o Tiepolo son los pintores que definen el gusto de la época. Tampoco acabó felizmente el concurso de 1766 al que se presentó: «Lo vieron llamar a las puertas, a todas las puertas, arquear el lomo, no figurar en la lista de galardonados de las academias, alabar a los que sí estaban en ellas, regresar dócilmente a su provincia para pintar otra aplicada mitología y presentársela una vez más a nuestros pintores de la Corte uno o dos años después; y fracasar una vez más, volver a levar anclas, volver con otra Venus o con un Moisés mal calibrados, pintados en pleno campo, transportados a lomo de asno; todo ello a los diecisiete, a los veinte, a los veintiséis años» (Michon, 2010, p. 69). Ante esa tesitura, Goya decide viajar a Italia, donde intenta perfeccionar su arte. Es la época en que los jóvenes ilustrados emprenden su personal Grand Tour europeo. Mucho más modesto, Goya carece de beca o de ayuda económica, de modo que debe financiarse él mismo su estancia durante 1770 y 1771 (desgraciadamente no parecen existir documentos que certifiquen las fechas exactas). A su vuelta continúa entregándose a la pintura religiosa, a «esos encarguitos con los que ya sabemos que cumplió bien, en Sobadriel, en Remolinos, en el Aula Dei de los cartujos, todos ellos villorrios a un tiro de piedra de Zaragoza, a menos de una mañana a lomos de burro desde el local de los santos dorados […]» (Michon, 2010, p. 76).
En 1773 cambia su suerte, ya que contrae matrimonio con Josefa Bayeu, hermana de Francisco Bayeu, uno de los pintores más cotizados del momento: «Sí, Dios puso en su camino, más fatuo que Tiepolo hijo, más liante que un napolitano y más inepto que Mengs, al gran Francisco Bayeu» (Michon, 2010, p. 79). A través de Bayeu, Goya entra en contacto con Anton Raphael Mengs, maestro español y europeo del gusto neoclásico, quien le reclama en Madrid para pintar cartones. «Que Goya deseaba subir peldaños en el “escalafón” de pintores-funcionarios no constituye secreto alguno: sus cartas a Zapater están llenas de indicaciones al respecto» (Bozal, 2010, p. 17). La boda y la relación entre Josefa y el pintor centran la atención de la voz narradora, que pasa a ser la de la cándida mujer de Goya: «No, decía Pepa, nadie me convencerá de que todo eso no eran sino maledicencias: es cierto que se alegraba de entrar en la familia de mi hermano, pero era porque quería a mi hermano, lo admiraba y se fijaba mucho en lo que decía cuando hablaba de pintura, mi hermano sabía de todo y a mi novio le quedaba aún mucho por aprender. Y a lo mejor también se alegraba de casarse conmigo, no lo sé» (Michon, 2010, pp. 81-82).
A continuación, se describe la soleada mañana en la que tuvo lugar el casamiento, el 25 de julio de 1773. Rodean a la pareja pintores, condes, invitados engalanados a la francesa, con abanicos y tricornios. Sin embargo, un oscuro presagio sobrevuela el enlace. Esta amenaza cobra la intermitente forma de algunas imágenes de la futura producción de Goya: «¿Qué pasa de repente, señora mía, por encima de esa boda? […] ¿De dónde viene, empero, esa anchura detestable sobre sus cabezas? ¿A qué mal pintor se debe? […]. Y esos pobres invitados, en las escaleras de piedra, cuán desvalidos están, todo se les cae de las manos, se agachan para recogerlo, se agachan, tienen huecos de sombra en la cara, y qué barbilla tan gruesa, qué fláccida fealdad, qué boca, bestial dice usted que es, señora mía, y se retuerce y se contrae, se abulta, saca los dientes y la lengua fuera del recinto del habla […]» (Michon, 2010, pp. 82-83). Durante este cortocircuito temporal se anuncian los contornos de ese mundo absurdo, desquiciado y grotesco que plasmará en los Disparates de la guerra y las Pinturas negras; un universo pictórico que late tras la aparente perfección de los cielos de Tiepolo y que aguarda su nacimiento como un embrión fogoso y atento al tumultuoso curso de la historia. Mientras tanto, la tranquilidad parece haber llegado para Francisco Goya: «Pensó que por fin había acabado la lucha. Iría ascendiendo tranquilamente, camino de su muerte, la de un pintor excelente» (Michon, 2010, pp. 87-88).