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José Lasaga Medina
Vida de Hannah Arendt
Eila Editores, Madrid, 2017
260 páginas, 12.00 €
POR JOSÉ MARÍA HERRERA

¿Tiene sentido una biografía de Hannah Arendt después de la universalmente aclamada y documentadísima de Elisabeth Young-Bruehl?, ¿queda algún aspecto significativo de su vida por rastrear, alguna idea relevante que haya pasado desapercibida a los centenares de investigadores que han estudiado su obra?, y entonces: ¿a qué añadir otro título más a la inabarcable bibliografía consagrada a ella?

La respuesta, claro, depende de lo que nos importe el personaje. Arendt, como cualquier clásico, parece exigir una continua revisión. Quizás sus ideas y peripecias, fijadas en cierta fecha para siempre, sean inmutables, pero no, desde luego, el modo en que nos sentimos afectados por ellas. Las circunstancias cambian y esto obliga a enfocarlas de otra forma. Cada actualización descubre una riqueza que parece inagotable. El buen biógrafo sabe extraer esa riqueza y ponerla de nuevo en circulación. Es lo que ha hecho José Lasaga en su Vida de Hannah Arendt, un libro que probablemente no era necesario hasta que lo ha escrito.

Arendt no requiere presentación. Quien más quien menos tiene noticia de sus amoríos con Heidegger, su maestro, o de la polémica suscitada por algunas de sus obras, especialmente Los orígenes del totalitarismo y Eichmann en Jerusalén. Dotada de grandes cualidades intelectuales y formada como filósofa en un momento de esplendor de la Universidad alemana, concurrieron en su persona todas las condiciones para convertirla en una pensadora de primer nivel. Las trágicas circunstancias que le tocó vivir —recuérdese que era judía y compatriota de Kant— la obligaron, sin embargo, a sustituir la filosofía por la ciencia política, campo donde alcanzó el reconocimiento y la excelencia. Lasaga piensa que a estos factores biográficos, ciertamente importantes, hay que añadir otro decisivo para entender su trayectoria intelectual: la valentía, es decir, la capacidad de arriesgarse y sobreponerse a la adversidad dándose «la libertad de explorar temas consagrados desde puntos de vista inéditos». Haber puesto esta idea en el centro de la investigación y rehacer su vida y pensamiento tomándola como referencia constituye, a mi juicio, el mayor acierto de su libro.

«Pensar algo en contra de lo que se dice —sostenía Juan de Mairena— es, casi siempre, la única manera de pensar algo». Innegablemente, se trata de una afirmación exagerada, propia de un maestro de retórica, pero no cabe duda de que algo de cierto hay en ella. La filosofía, desde su nacimiento, se opuso a lo consabido, a lo ya dicho, al discurso sustentado en la tradición. Arendt, a pesar de no reconocerse filósofa, desafió siempre los lugares comunes. Nunca le importó chocar con el punto de vista mayoritario. Sabía cómo defenderse de los tópicos y de la certeza subjetiva que suele acompañarlos. Si fue una mujer valiente, como cree con buenos argumentos Lasaga, es porque jamás se arredró a la hora de seguir el pensamiento allí a donde la llevara ni de aceptar tampoco «la exigencia de soledad que suele conllevar el acto de pensar». Nada de particular tiene, por eso, que considerara el pensar otra forma de acción, acaso la más importante, pues es la que ayuda a comprender la realidad. Las lecciones de Heidegger sobre Aristóteles están sin duda bajo esta convicción decisiva.

¿Puede explicarse de manera biográfica la valentía? Lasaga no lo afirma abiertamente, aunque deja pistas para quien quiera tomarse la molestia de seguirlas: la muerte del padre y el abuelo a los siete años, con el consiguiente déficit de presencia masculina en su vida; la relación juvenil con Heidegger, el pensador que llevó a la filosofía el espíritu que soplaba entonces en todos los ismos nacidos del rechazo de la tradición y cuyas ambigüedades (que Lasaga tiene la virtud de señalar sin encaramarse a la peana de la corrección política) no fueron ajenas a los desastres de la época; o la lamentable circunstancia histórica que la obligó a abandonar sus planes académicos y enfrentarse al nazismo, movimiento que aspiraba a acabar físicamente con todos los judíos. En estas circunstancias el carácter de Arendt maduró muy pronto. La época no permitía dilaciones ni medias tintas. «Si te atacan como judío —contó tiempo después—, debes defenderte como judío. No como alemán, ni como ciudadano del mundo, ni como defensor de los derechos humanos o como lo que sea». Esta lucha, no obstante pintar inicialmente muy mal debido a la facilidad con que los alemanes (sobre todo los intelectuales) se adaptaron a los tiempos, no arredró a la joven Arendt, quien pronto descubrió en sí misma ese temple que sólo llegan a poseer de verdad quienes han pasado por avatares que ponen en juego la propia supervivencia.

Claro que la valentía de Arendt fue fruto de las circunstancias y también de un inalienable sentido de la independencia. Su biografía está llena de hechos que lo demuestran. Pensemos, por ejemplo, en su exilio en París, tras el ascenso del nazismo. Pese a que frecuentó con su marido, afiliado al partido, los círculos comunistas, la política de Stalin en España durante la Guerra Civil la convenció inmediatamente de que tampoco éste era el camino. La celeridad con que reaccionó a la barbarie del régimen soviético —recordemos no sólo el alto precio que se pagaba por esto, sino el hecho de que todavía haya gente que no se ha percatado— fue la misma que la hizo alejarse de sus camaradas sionistas cuando tomó conciencia de que la creación de un Estado judío sobre la estructura de un Estado nacional, identificado con una raza, iba a llevar a una situación similar a la que había arruinado a los Estados nación europeos. Arendt, al igual que Aristóteles, jamás duda en romper con los «amigos» si lo que está en juego es la verdad, y ello al margen de las pérdidas materiales que semejantes decisiones le pudieran acarrear, a veces muy considerables.

Lasaga relaciona también esta actitud personal con el efecto que le produjo el fenómeno Auschwitz. En cuanto se conocieron los horrores nazis en los campos de exterminio, Arendt no tuvo duda de que se había producido un giro radical en la historia del que de manera inmediata se tenía que hacer cargo si quería comprender el presente. La existencia de un régimen político dedicado a la fabricación de cadáveres impulsó, de hecho, el primero de sus trabajos de corte político, Los orígenes del totalitarismo. «¿Cómo fue posible planificar burocráticamente —e implicar en ello a una nación— el exterminio de todo un pueblo?, ¿qué relación guardaba el nazismo con el nacionalismo alemán?, ¿eran el fascismo y las tiranías formas afines al nazismo?, ¿por qué la tradición ilustrada y liberal alemana y europea no pudo hacer nada por frenar las oleadas de sinsentido que los partidos de masas introducían en las instituciones hasta el punto de destruirlas?». Lasaga resume en estas cuatro preguntas fundamentales el espíritu de la obra y las aborda deteniéndose en uno de los aspectos más controvertidos cuando fue publicada: la equiparación del régimen nazi con el comunista de Stalin. La tesis de Arendt, que él explica mirando de reojo a nuestro tiempo, es que la clave del totalitarismo es el uso de la propaganda ideológica para destruir la realidad y hacer vivir a las masas en una suerte de ficción manipulable reforzada mediante el terror. «Lo específico del totalitarismo —escribe— es la pretensión de rehacer la realidad y cambiar la naturaleza humana» (entendida por Arendt no como realidad inmutable y trascendente, sino como la libertad que nos distingue del resto de los seres vivos, es decir, el poder de iniciar algo mediante la acción y responsabilizarse de ello). Esta caracterización del fenómeno totalitario pone de manifiesto que no se trata de agua pasada. Cuando uno sitúa la libertad en el núcleo de la naturaleza humana, sabe que se trata de algo que siempre se puede perder. No hay más que pensar un poco, por ejemplo, en las propuestas de los transhumanistas contemporáneos y en los efectos que podrían tener sobre las estructuras sociales para darse cuenta de que el peligro no ha sido erradicado, más bien todo lo contrario.

Es muy interesante, coherentemente con lo anterior, el análisis que se hace en el libro de la concepción de la historia de Arendt. Los orígenes del totalitarismo no es un libro de historia, ni de historia de las ideas, ni de filosofía de la historia. A diferencia de quienes creen que hay hechos que pueden explicar hechos o quienes suponen que éstos están supeditados a ciertas categorías a priori, Arendt se acerca a la historia convencida no sólo de su contingencia e indeterminación, sino de su irracionalidad. Su esfuerzo por entender lo que ha pasado responde a una necesidad de carácter práctico vinculada precisamente a la acción humana y la libertad. La reflexión sobre estos temas dará lugar a una serie de textos, el más importante de los cuales es La condición humana. Arendt distingue en ellos entre la política, cuyo asunto es la libertad, y la economía, cuyo tema es la necesidad. Economía y política vienen a ser, sin embargo, prácticamente lo mismo para los pensadores totalitarios, en particular los marxistas, muy influyentes durante la época de la Guerra Fría. No es extraño que las ideas de Arendt desataran al ser publicadas fuertes polémicas. Su planteamiento atacaba las bases mismas del pensamiento de izquierdas. La afirmación de que el hombre sólo es humano cuando no actúa condicionado por las necesidades de la vida —una idea cuya posibilidad desplazaban los marxistas al momento en que la revolución comunista triunfase— constituye el núcleo de la visión arendtiana de la política. Ésta deja de serlo estrictamente cuando deviene economía. La libertad es la que origina y hace posibles el espacio público y la historia; sin ella ambas cosas son imposibles.

Lasaga se pregunta si el diagnóstico que hace Arendt en los tres libros que escribió entre 1958 y 1962 (La condición humana, Entre el pasado y el futuro y Sobre la revolución) explicaba el surgimiento del totalitarismo. ¿Ha sido el fracaso de la modernidad y su concepción del mundo como un proceso de fabricación, producción y consumo el que ha llevado finalmente a la crisis? Su respuesta, al menos de manera parcial, es afirmativa. La modernidad ha culminado en un mundo en el que lo social ha devorado a lo público, la economía a la política, la necesidad a la libertad. ¿En qué medida afectó esta convicción en el desarrollo de las ideas de Arendt? Una interesante cita de Tocqueville le sirve para poner el dedo en la llaga: «El pasado ha dejado de arrojar luz sobre el futuro y por ello el espíritu del hombre vaga en la oscuridad». La frase es muy oportuna y explica, entre otras cosas, por qué Arendt mantuvo siempre una relación ambigua con la academia (daba conferencias e impartía cursos, pero prefirió conservar siempre su libertad a comprometerse con la Universidad, quizá porque temía que esto desviara su pensamiento de los hechos y la hiciera entrar en un mundo de abstracciones nebulosas) y procuró siempre, en cualquier circunstancia, mantener esa independencia que hemos calificado desde el principio como valiente. Comprender, dice ella, es «el único camino para comenzar a recuperar el futuro».

Precisamente ese deseo de comprender el futuro la llevó a emprender a principios de los sesenta una investigación sobre la revolución, la forma específicamente moderna de hacer política, que marcó de manera profunda el derrotero posterior de sus ideas. Lasaga explica la influencia que en este nuevo esfuerzo tuvo la Revolución húngara de 1956 y la esperanza que representó para Arendt que, en la oscuridad comunista, surgiera de forma espontánea un movimiento ciudadano ansioso de libertad. Del interés de Sobre la revolución dan testimonio las excelentes páginas dedicadas a las diferencias entre la Revolución americana y la Revolución francesa, y las razones por las que la primera fue un éxito (o sea, no se limitó a derribar un régimen injusto, sino que creó un espacio de libertad que hizo posible la actividad política entre iguales) y la segunda un fracaso, cosa que no impidió a Hegel y Marx convertirla en el arquetipo de todo proceso revolucionario. «La Revolución francesa, fruto de un azaroso, contingente e imprevisible conjunto de circunstancias, quedaba ahora referida a la razón y a su revelación en el curso de la historia. La historia —escribe Lasaga— se convertía así en un proceso racional concebido desde el punto de vista del espectador omnisciente que contempla los acontecimientos una vez ocurridos y no desde el punto de vista de los actores. Y aunque Marx aspiró a ser actor en política, sus interpretaciones se basaron en una visión apriorística de la historia como un proceso dialéctico que tiene su motor en la revolución social, entendida como proceso de liberación de la necesidad por medio de la violencia».

Los años sesenta fueron importantes también para Arendt debido al juicio al que fue sometido tras su localización y captura Adolf Eichmann, responsable de la deportación de millones de judíos a los campos de exterminio del este. Destacada en Jerusalén como corresponsal del The New Yorker, sus crónicas escandalizaron a ciertos sectores judíos y académicos y volvieron a poner de relieve su valentía. Arendt se ofreció como reportera porque deseaba conocer de primera mano algo que no había podido nunca estudiar antes directamente en sus investigaciones sobre el totalitarismo nazi: el factor humano. La cuidadosa observación del acusado la llevó a formular la controvertida tesis, subtítulo del libro que dedicó al caso, acerca de la banalidad del mal. Lasaga explica lo que sucedió, cómo se interpretaron las tesis de Arendt —a la que se acusó, entre otras, cosas de suavizar la responsabilidad de los verdugos y cargar ésta en la cuenta de las víctimas— y cómo pocos entendieron las virtualidades políticas de una interpretación que no atribuía la irrupción del mal a fuerzas oscuras, sino a la incapacidad de juzgar de la gente común. Esa incapacidad era la misma, a su juicio, que animaba a los dirigentes del Estado judío (Arendt, crítica con los vicios de la nación-Estado, se opuso claramente a la fundación del Estado de Israel, pues veía que sería el comienzo de una serie de guerras entre israelíes y palestinos), una convicción que le acabaría costando su empleo en el periódico judío alemán en el que había trabajado ininterrumpidamente desde su llegada a Nueva York.

La reflexión sobre la facultad de juzgar y su relación con la acción, el asunto que descubrió con Eichman en Jerusalén, ocupó los últimos años de Arendt. Fue un periodo difícil en Estados Unidos —país del que se había hecho ciudadana porque allí imperaban las leyes y no los hombres—, marcado por cinco acontecimientos: la guerra de Vietnam, las luchas por los derechos civiles de los negros, la rebelión estudiantil, el asesinato de Kennedy y el caso Watergate. Arendt, en una época de reconocimientos, se implicó sin miedo en la situación, intentando aclarar con sus ideas lo que estaba sucediendo. Crisis de la República, publicado en 1972, es el volumen donde se reúnen sus principales aportaciones. Lasaga informa de su contenido y concluye su biografía estudiando la obra inconclusa en la que se condensan las reflexiones de la pensadora durante aquellos años —años marcados en lo personal por el fallecimiento de muchos de sus seres queridos—, La vida del espíritu. La obra aborda las conflictivas relaciones entre el pensar y el querer bajo la inspiración del Kant de la Crítica del juicio. Su tesis es sencilla. Los hombres estamos obligados a actuar y la acción rompe inevitablemente con los moldes fijados por la tradición. Cerrar las brechas que los acontecimientos abren en la historia, o expresado de otra manera, comprender qué sucede, es la tarea del pensamiento. La comprensión, a diferencia del conocimiento científico o del juicio moral, sucede, sin embargo, en un terreno donde no hay reglas de validez universal que puedan aplicarse a las cosas particulares. El juicio político, el juicio histórico y el juicio estético poseen la misma naturaleza «contingente». No obstante, precisamos de ellos porque, además de conocer el mundo, necesitamos reconocernos en él. De este modo queda patente que el esfuerzo narrativo del poeta, el artista y el literato (incluyamos aquí a todos aquellos que construyen discursos con la pretensión de aclarar la situación de los seres humanos en el mundo) son tan indispensables como el saber del científico o la rectitud del hombre bueno. La conclusión no expresada a que apunta la última e inconclusa obra de Arendt, según Lasaga, es que la auténtica actividad del pensamiento es juzgar, una idea que pondría de manifiesto hasta el final su consonancia con Aristóteles y Kant, sus dos grandes maestros.

El trabajo de Lasaga es impecable, de un rigor y claridad merecedores de elogio. Conocer a fondo la historia de la filosofía le permite situar los problemas y hablar de los pensadores sin necesidad de instalarse en ninguna jerga ni caer en el hermetismo. Para quienes pensamos que la claridad es la cortesía del filósofo, todo esto es muy de agradecer. Además, tratándose de Arendt, una pensadora sometida a las iniquidades de la ideología, la transparencia a la hora de explicar sus ideas es probablemente el mayor servicio que puede prestársele.

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