En este proceso incansable de miradas superpuestas y de observadores observados, Mayorga parece estar cuestionando la pretendida superioridad de nuestra mirada, abarcadora de las anteriores e imbuida de cualidades democráticas. Pareciera estar formulándonos esta pregunta: ¿situarnos en un tiempo histórico posterior implica ver con una mayor claridad? Si entendemos, con Benjamin, que progreso e historia no son elementos que caminen necesariamente juntos, nuestra mirada posterior —desde una concepción temporal estrictamente cronológica— no implicaría, en ningún caso, un lugar de privilegio en la observación. Pero tampoco significaría una calidad superior en la mirada, por ser acreedora de las precedentes y depositaria de una mayor objetividad. Recordemos, en este sentido, las palabras que Harriet —una tortuga rescatada por Darwin en las Galápagos hace casi dos siglos— espeta al Profesor, pagado este último de conocer —y hasta de haber demostrado en varias publicaciones— los episodios más enrevesados de la historia europea reciente:

La Historia es también eso. ¡La Historia es sobre todo eso! Las manos temblorosas del capitán Müller cuando perdonó la vida a un desertor, el brillo en los ojos del partisano Mazzola cuando colgó a Mussolini cabeza abajo de un gancho de carnicero… (2015: 190).

 

Afirmación mayúscula que destaca el valor de las emociones en nuestra necesaria vivificación —desde el presente— del pasado, ante la cual el Profesor sólo puede apelar a la sacrosanta —pero nunca posible— objetividad: «Las manos temblorosas, el brillo en los ojos. Todo eso es literatura, Harriet, y nada más que literatura» (2015: 190).

Poco importa que Mazzola no existiera, en la función que se le asigna en la historia objetiva, y que en realidad fuera un jugador del Torino, muerto trágicamente en un accidente aéreo que se cobró la vida de otras treinta personas. Y sí, sin embargo, la función que pudiera haber cumplido en esa otra historia posible a la que apelan de continuo Benjamin y, claro está, la propia Harriet. Llevando la idea precedente a El jardín quemado, el hecho de que el espectador exista, desde el punto de vista de la historia empírica, y de que viva en un tiempo posterior no le otorga ninguna superioridad en su capacidad para enjuiciar el posible hecho histórico que se coloca ante él en el escenario.

Y es que el teatro de Mayorga implica, siempre, una invitación tendida a los hombres y mujeres del público para que suspendan, momentáneamente, el juicio. Que su tiempo se detenga en la delectación del tiempo de los otros y que llene este vacío con palabras ajenas que intenten reconsiderar la peripecia dramática desde otra perspectiva. De ahí que Garay se burle de la prepotencia del joven Benet, tal como si Mayorga alzara su voz contra el espectador prejuicioso: «¿La verdad? ¿Ha llegado usted nada menos que a la verdad?» (2001: 60). Garay —y, a través de él, Mayorga— descoloca la posición pretendidamente desveladora de Benet, emblema de una nueva España impregnada de valores democráticos (a finales de los años setenta), y de nosotros, espectadores de una aún más asentada democracia (a finales de los noventa). La verdad, como el propio Garay se encarga de refrendar, «se esconde bajo la ceniza» (2001: 68). No cabe ser entendida, en toda su complejidad, desde criterios objetivos, sino que está enterrada y vive en la emoción poética de los locos que viven en este jardín quemado. Salir del jardín, esto es, desertar de ese espacio de protección y de detención de la memoria, implica no poder cancelar la tragedia de la guerra. Cobra así sentido la afirmación enigmática de la Estatua —esto es, Periquito Lila— al principio de la obra: «he soñado que metían toda la ceniza del jardín en un reloj de arena» (48). Él, huido de aquel espacio protector y, por tanto, desprovisto de otra existencia poética, concibe aquella tragedia como dolor incesante cuyo mecanismo debe ser continuamente activado.

Benet, no obstante, envanecido en su mirada censora, supuestamente ecuánime, es incapaz de contemplar el jardín —y en consecuencia la historia— desde otra mirada; incapaz de intentar comprender las razones de Garay, a quien, a priori, ha hecho responsable de los doce asesinatos y de la ulterior enajenación de los supervivientes; incapaz, al fin, de percibir que la esterilidad de este edén invertido no es tal, pues los doce hombres han regado —como el agua a las flores en primavera— su dolor con la materia fértil de una imaginación verbal, poéticamente fecunda. De ahí que Benet emplee verbos rotundos, sin posibilidad de gradación en su cumplimiento: «a su lado, nunca se van a curar» (2001: 110). A ello responde Garay con un talante contrario, acostumbrado a una mirada compasiva que sabe encontrar sentido debajo de la superficie —en las cenizas enterradas— y que es plenamente consciente del poder sanador de la palabra creadora: «¿qué significa curar? Ninguna medicina cura si el enfermo quiere persistir en la enfermedad. (Acaricia a un interno). No hay almas tan saludables en toda la isla. Sus espíritus no dejan de crecer» (110).

Por extensión, y en contra de un teatro maniqueo, dispuesto a permitir soluciones fáciles, Mayorga aboga por una frontera difusa entre la víctima y el verdugo, como un eslabón más en esa reconsideración crítica y activa de una historia posible. ¿Es realmente Benet la encarnación escénica de una figura libertaria, desveladora de una historia de represión? O, retomando una idea esbozada previamente, ¿no resulta su actitud censora, metaforizada en su posición al otro lado del cristal desde el que observa a los «pacientes», más próxima a la del capitán fascista que en 1939, henchido de odio, buscaba víctimas propiciatorias? Al otro lado del diapasón, ¿es Garay cómplice de doce asesinatos? O, por el contrario, con una guerra que ha llenado todo de ceniza y que «lo quemó [todo] para siempre» (2001: 63), ¿no cabe entender su resistencia al frente de este psiquiátrico como un acto de generosidad para velar por los doce supervivientes? Si asumimos esta última pregunta como cierta, aun cuando el objetivo de Mayorga sea tan sólo romper nuestra tendencia simplista a las categorías absolutas e incitar a que nos la formulemos, Garay cabría ser entendido en una dimensión redentora: detiene para ellos la historia, en su acepción lineal, y genera otra, marcada por el sentido ritual de la repetición de otras actividades (cría de perros, ajedrez…) todas las cuales rinden homenaje, siquiera en clave metafórica, a los doce caídos sepultados bajo la ceniza del jardín.

Desde esta perspectiva, no hablaríamos de una cancelación de la memoria y, por tanto, de un olvido promovido por Garay como forma de protección colectiva en tiempos de dictadura. En sentido estricto, Garay les incita a concebir otra forma de memoria, de carácter poético, pues a través de la palabra todos ellos crean existencias posibles que fertilizan la ceniza quemada del jardín. No es, por tanto, un mecanismo de claudicación y de olvido —aun cuando Mayorga también plantee, de forma subsidiaria, la posibilidad legítima de optar por él—, sino de resistencia a través de la palabra creadora. Sólo así podemos entender la preminencia final de Máximo Cal, posiblemente aquel Blas Ferrater, poeta, resguardado, como los otros, bajo un nombre simbólico: «¿Por qué me miráis así? ¿Es que no habéis comprendido todavía? ¿Cuánto tiempo más necesitaréis para poneros en el punto de vista de la historia? (2001: 112). Son palabras que contrarrestan las de Benet, empeñado en hacer que «destruyan este lugar» (112), pero que se dirigen —parece ya obvio— a un espectador que ha asumido, sin reflexión profunda, un legado histórico que legitima o censura, según los casos, los comportamientos de los hombres y mujeres de aquel pasado en guerra. Cal, poeta a todos los efectos, sea o no realmente aquel Ferrater cuya identidad asume, reivindica un acercamiento a la historia que va más allá de los hechos —de los «archivos» a los que continuamente remite Benet— y se coloca, desde un punto de vista compasivo —en su sentido estrictamente etimológico de «sufrir o padecer con»— y empático junto a todos ellos sean seres reales o, como los doce angeli, protagonistas de una historia posible. No es otro el «punto de vista de la historia» que reclama Cal, y sólo desde él podremos entender, en palabras ahora de Garay, que «estos hombres fueron vencidos» y, por tanto, que «no pueden volver a un país que no fue posible» y que «fuera del jardín enfermarían» (110). No olvidan. Continúan, todos, en la lucha, sumergidos, eso sí, en un tiempo ritual, que crea más que destruye, y que integra, en la palabra, más que excluir: «¡Aquí estamos, poetas marineros, convocados a cavar la tumba del fascismo!». (Señala la rama del naranjo seco.) ¿No luce más bella que nunca la bandera de la República?» (2001: 113). Como bien ratifica el propio Cal, «salvándose mi voz, es el espíritu de la República quien se salva» (108-109).

 

BIBLIOGRAFÍA

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· Benjamin, Walter, Obras, Libro I, volumen II (La obra de arte en la época de su reproductividad técnica. Charles Baudelaire. Un lírico en la época del altocapitalismo. Sobre el concepto de la Historia), ed. Rolf Tiedemann y Hermann Schweppenhäuser, trad. Alfredo Brotons Muñoz, Madrid, Abada, 2012, 2ª ed.

· Cordone, Grabiela, «La tortuga de Darwin, de Juan Mayorga: hacia una lectura benjaminiana de la Historia», Estreno. Cuadernos de teatro español contemporáneo, 2 (2001), pp. 383-398.

· Gorría Ferrín, Ana, «Teatralidad y representación de la Historia: ética, memoria y acción superadas en la obra de Juan Mayorga», El Futuro del Pasado. Revista electrónica de historia, 3 (2012), pp. 481-502.

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· Jochamonitz, Eduardo, «Observaciones a Sobre el concepto de la historia de Walter Benjamin», Estudios de Filosofía, 10 (2012), pp. 113-121.

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–. «El dramaturgo como historiador», Primer Acto, 280 (1999b), pp. 8-10.

–. El jardín quemado, ed. Virtudes Serrano, Murcia, Universidad de Murcia, 2001.

–. Revolución conservadora y conservación revolucionaria. Política y memoria en Walter Benjamin, Barcelona, Anthropos, 2003.

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· Muñoz Pérez, Enrique V., «Historicidad como experiencia fundamental en Ser y tiempo de Martin Heidegger», Alpha, 43 (2016).

· Peral Vega, Emilio, «Introducción» a Hamelin. La tortuga de Darwin, Madrid, Cátedra, 2015, pp. 9-106.

 

 

[1] Publicado por Theodor Adorno en esta fecha, fue escrito entre 1939 y 1940.

[2] Fue editada por vez primera en la revista Escena, en su número 44-45 (diciembre 1997-enero 1998), pp. 43-58.

[3] «E il fatto che, nonostante la forza del testo e il guidizio positivo della critica, quest´opera non abbia ancora trovato una adguata presenza sulla scena, la dice lunga sulla rimozione collettiva del problema» (2011a: 93).

[4] La cita, traducida directamente de J. y W. Grimm (Deutsches Wörterbuch. Friburgo, Zweiteusendseins, 2004), la tomo de Enrique V. Muñoz Pérez (2016), como fuente intermedia.

[5] Definitivamente aprobada en 2007.

[6] A lo largo de la obra Benet espiga algunos datos: «Recordará usted que algunos de estos enfermos ingresaron en San Miguel en la primavera del treinta y siete. Fue entonces cuando los fascistas ocuparon la isla…» (2011a: 65).

[7] Nótese que en el primero está el germen de La paz perpetua (2007) y en los segundos el de Reikiavik (2012).

[8] Nótese que se trata de una ritualidad no codificada para el espectador, pues nace en este mundo poético y metafórico encerrado en el jardín quemado. Los doce «pacientes» comparten con el espectador —aun cuando sea desde un punto de vista teórico para este último— el concepto de la guerra, pero no su forma de sublimarla a través de un conjunto de actividades rituales, tan poéticas como quijotescas. En este sentido, y siguiendo con Heidegger, los doce son seres que han sufrido, traumáticamente, la guerra pero que se apartan de las posibilidades legadas para revivirla; desarrollan otras nuevas y en ellas se basa la propuesta de Mayorga para contemplar la historia.

[9] Para más detalle sobre la perversión (o desacralización) del lenguaje, véase Peral Vega (2015: 29-33).

[10] Cicatriz tiene la Estatua (Periquito Lila), en realidad Antonio Roca, presunto amante de Blas Ferrater, que optó por abandonar el psiquiátrico. Salir de su protección implica su casi total enmudecimiento y su conversión en un ser inmóvil, pues «hay tanto dolor al otro lado del muro [que] solo una estatua podría soportar tanto dolor» (2001: 111). En el escaso diálogo que entabla con Benet a su llegada a la isla, afirma con rotundidad que «la cicatriz es más fuerte cada día» (48). Cicatriz también tiene don Oswaldo: «(Se descubre para señalar en su pecho una cicatriz)» (76).

[11] Sobre la filiación barroca de la dramaturgia mayorguiana, remito al ensayo de Reyes Mate (2013) y a Peral Vega (2015: 50-65). Sin embargo, reproduzco las palabras de Paola Ambrosi como excelente síntesis sobre esta singularidad de su poética: «La familiarità di Juan Mayorga con la scrittura barocca, calderoniana e cervantina sopratutto, è evidente nei paradossi, nelle antitesi, nell’uso dell’allegoria, nella sintesi di idee complesse in una sola immagine, nelle citazioni imprevedibili e spiazanti. Una familiarità cui non è estranea la lezione di Benjamin, e che è evidente anche nell´intenso lavoro di adattamenti di opere barocche spagnole per la messa in scena contemporanea» (2011a: 113).

[12] Es Paola Ambrosi, también, la que ha señalado cómo Mayorga abunda en esta percepción de la realidad «attraverso un filtro» (2011a: 98). Así sucede, por ejemplo, en Animales nocturnos.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]