En América Latina, se suele decir, no tenemos filósofos, no hay pensamiento original en el ámbito de la filosofía especulativa, ese pensamiento hay que ir a buscarlo en nuestros poetas y escritores. Gonzalo Rojas es un ejemplo magnífico de ello. Nuestros Sartre y Derrida se llaman Borges, Lezama Lima, Octavio Paz, Gabriela Mistral, Gonzalo Rojas. Siguiendo la huella abierta en Chile por Neruda, Gonzalo Rojas fue también ese intelectual moderno, vuelto hacia el presente, como preconiza Foucault, el hombre de letras y el hombre de justicia. Más cercano a los novelistas y a los intelectuales del campo político –como Carlos Droguett y Volodia Teiltelboim– que a los poetas de afiliación surrealista que fueron los de su generación (la de 1938), de quienes se apartó precisamente porque no lo convencía ese surrealismo criollo, Gonzalo Rojas nos demuestra con la relación entre poesía y conducta, entre literatura y política, el vínculo profundo entre el intelectual que posee la palabra y su circunstancia histórica, es decir la de su pueblo y su país. Gonzalo Rojas es, pues, como sus predecesores, un poeta nacional, en el sentido romántico de la expresión: Goethe, Victor Hugo, Éluard, Neruda, Rojas… Es más, podemos afirmar que Gonzalo Rojas es el último de nuestros intelectuales totales, hijos de la Ilustración, habiendo bebido en Kant y en Voltaire, pero también en Andrés Bello, en Sarmiento, en Bilbao. Esto explica, además de su poesía, la importancia de Gonzalo Rojas para las generaciones que entran al campo cultural chileno desde mediados del siglo pasado en adelante. Para los que éramos apenas unos niños cuando Pinochet mandó al desván de la historia la normalidad democrática de la antigua república chilena, para los que vivimos una adolescencia marcada por la forclusión del espacio público, con su estela macabra de desaparecidos, degollados, quemados, silenciados y humillados cotidianamente, Gonzalo Rojas se alza como un ejemplo. Ya en los años cincuenta del siglo pasado organiza los ahora míticos –por imposibles– «Encuentros de intelectuales de Concepción»: Chile, entonces más aldea que ahora, se abre con ellos al planeta. Desde la misma Universidad de Concepción, tan activa en el acompañamiento intelectual de los movimientos sociales ascendentes en el Chile de los años sesenta, organiza una verdadera caja de resonancia de ese «frente amplio» que es la Unidad Popular. Salvador Allende lo envía a China, enseguida a Cuba y, por último, Gonzalo Rojas conoce el mismo oprobio de tantos millones de chilenos de la época: el destierro, la prohibición de su propio suelo y de su lengua, la negación de su obra. Negarle su lengua y silenciar su obra es un doble exilio para todo escritor. A Gonzalo Rojas le sucedió lo mismo que le ocurrió a Cabrera Infante en Cuba. Con mejor fortuna, eso sí: Cabrera Infante no pudo volver a pasearse por las calles de La Habana; Gonzalo Rojas fue enterrado con honores nacionales. Pero la dimensión política convierte al poeta que escribe en Críptico «Viñedo es el nombre / de la Vía Láctea para ordeñar / uva y amor, tiempo fresquísimo de pastores / antes del cataclismo ¿pero qué sabe / nadie hoy / de Patmos para ver / eso y escribirlo?» en «uno más», en uno de nosotros o en uno «como» nosotros. Podemos seguir leyendo la obra de Gonzalo Rojas: nos rescatará siempre del desamparo en tiempos de iletrismo e incultura arrogante como los nuestros. Pero ahora también podemos leer su vida como una obra. Y en esa «obra» estamos nosotros.
Por último, una palabra sobre su poesía. Hay en Gonzalo varios Rojas. Es decir, varios poetas. Está por una parte el poeta elegiaco, el poeta erótico que todos conocemos, el poeta político. Pero también está el poeta estoico. «Cerca que véote la mi muerte […] / Tórtola occipital, costumbre de ti / no me duele que respires de mí, ni me hurtes / el aire: amo tu arrullo», escribe, por ejemplo, en «Almohada de Quevedo». Y en «Fragmentos»: «¿Todo es igual a todo, mi Oscuro? / ¿Todo / es igual a Ti mismo?». Este Rojas nos conecta, y nos conectó a nosotros que comenzamos a leerlo a los diecisiete, a los dieciocho, con Heráclito y por allí con Grecia y con lo que él llamó el «pensamiento salvaje». En ese «pensamiento salvaje» que es su poesía late, como una estrella viva, toda la gran tradición de la poesía occidental. Desde el Oscuro hasta Vallejo («Ya todo estaba escrito cuando Vallejo dijo: Todavía» –principia su poema «Por Vallejo–»), pasando por el San Juan de Patmos y el San Juan de la Cruz, mezclando a Catulo con Armstrong, elogiando a Pound y dedicándole su palabra no sólo a «las hermosas», sino también a sus amigos, vivos y muertos. Filosofía y circunstancia se hibridan así en la palabra poética que es la palabra del hombre-en-situación. Lo mismo hizo Quevedo, lo mismo Góngora, Manrique y Garcilaso. Gonzalo Rojas no es clásico por su trayectoria como sujeto histórico, tampoco lo es porque lo leamos «con previo fervor y con una misteriosa lealtad», como dice Borges en Sobre los clásicos (1952), aunque las sucesivas generaciones de hispanohablantes lo lean así. Gonzalo Rojas es clásico porque escribe como un clásico, renueva a los clásicos, los comenta y los trae a su circunstancia, que es la nuestra. A esto llamo yo una «obra abierta», de la que se puede aprender y se aprende. Lo que afirmo es lo siguiente: si la lengua de Parra es más cercana –como él mismo escribió poco antes de publicar sus Antipoemas– a la del novelista y a la del periodista que a la del poeta[1], la lengua de Gonzalo Rojas hace entrar en la poesía chilena el caudal de la gran poesía española, inglesa, francesa, alemana y, por allí, la urdimbre histórica del pensamiento occidental. Tradición poética y tradición filosófica en «una lengua nueva, veteada de él», allí radica la importancia de la poesía de Gonzalo Rojas.
Haber tenido a Gonzalo Rojas al alcance de la mano, al alcance de un texto, al calor de una conversación no puede sino haber sido un privilegio para todo escritor. Como lo es para todo lector adentrarse en su obra. Yo, humildemente, digo que he aprendido con Gonzalo Rojas mucho más que en ninguna de las universidades que he frecuentado. Como diría Lacan: ce n´est pas rien. No es poca cosa. Es mucha.
Universidad Diego Portales
NOTAS
1 «La función del idioma es para mí la de un simple vehículo […]. Busco una poesía a base de hechos y no de combinaciones o figuras literarias. En este sentido, me siento más cerca del hombre de ciencia que es el novelista que del poeta […]. El lenguaje
periodístico de un Dostoievski, de un Kafka o de un Sartre, cuadran mejor con mi temperamento que las acrobacias verbales de un Góngora o de un modernista tomado al azar». En Zambelli, Hugo, 13 poetas chilenos, Valparaíso, 1948.