POR MAURICIO ELECTORAT
Antes de entrar en materia, permítaseme un «ligero sobresalto», como diría Lezama Lima, es decir, un recuerdo. Una tarde de verano del año –lamentablemente ya remoto– de 1984 me encontré con Gonzalo Rojas por primera vez. Digo por primera vez porque tuve la fortuna de estar con él muchas veces en mi vida y la fortuna aún mayor de mantener correspondencia con él desde bastante antes de ese primer encuentro, o sea –visto con la perspectiva de los años, podría decir ahora– desde siempre. Conocí a Gonzalo Rojas por escrito, primero, leyéndolo, claro, cuando, adolescente aún, di en alguna parte con un viejo ejemplar de Contra la muerte. Leí a Gonzalo Rojas con dos poetas que fueron fundamentales en mis años de formación: Apollinaire y Saint-John Perse. A Apollinaire y a Saint-John Perse no los leo desde hace mucho, pero a Gonzalo Rojas lo leo y lo releo hasta el día de hoy. En fin, esa tarde me estaba esperando en la estación de Chillán y lo primero que hizo fue llevarme a dar una vuelta por la Plaza de Armas. Y allí, se puso a recitar a Virgilio. En latín. Yo nunca había estado en Chillán y nunca había escuchado a alguien recitar en latín. Y no miento si digo que, hasta el día de hoy, no he vuelto a encontrarme con nadie que sea capaz de recitar a Virgilio en latín… ni en Chillán, ni en cualquier otra parte del vasto mundo. Yo era por aquel entonces, como dice García Márquez, joven, feliz e indocumentado, pero –a pesar de esas carencias– recuerdo que tuve una conciencia nítida de estar viviendo un momento excepcional. Ese señor que, de no haber sabido uno quién era, podría habernos parecido un notable de provincias –el rector del liceo, el presidente de la corte de apelaciones– pasaba de Virgilio a Horacio y de Horacio a Heidegger y de Heidegger a Breton y de Breton a Mao y de Mao a Octavio Paz con la naturalidad de quien está leyendo una receta de cocina. A propósito de cocina, también me llevó a comer al mercado y, al día siguiente, a una casita de campo que tenía en las afueras, al borde de un río caudaloso y brutal, como suelen ser los ríos de montaña de Chile. Él la llamaba el Torreón del Renegado, lo que le acarreó la condena de ciertos paleoizquierdistas anémicos que vieron en ese nombre no un juego de palabras entre el nombre del río y la famosa torre de Quevedo, sino la prueba de una renuncia a sus principios ideológicos. Lo cierto es que allí, en la precordillera chillaneja, Gonzalo subía los faldeos de la montaña, abriéndose paso entre los campos de trigo y los matorrales, con la agilidad y la destreza de esos pequeños zorros de Chile llamados zorros culpeos, mientras nosotros, seres eminentemente urbanos, sudábamos la gota gorda tras él. Gonzalo Rojas subía y, para todos nosotros, creo, sigue y seguirá subiendo en nuestra memoria.

Aquí hay dos cosas que es de interés recalcar: el hombre de la tierra y el hombre universal. Y esta dicotomía, que no es dicotomía sino armonía, nos lleva a nuestra casa común: ese edificio tan singular llamado la poesía chilena. Hombre de la tierra es ese Gonzalo Rojas nuestro a quien acompañará por siempre el relámpago; de hecho, para quienes somos sus lectores, me atrevería a conjeturar que no hay relámpago sin Rojas, así como todo río veloz debe necesariamente brillar como un cuchillo. Hombre de la tierra, hombre chileno, hombre americano, hombre del mundo. Lo mismo, si lo pensamos bien, fueron Gabriela Mistral, Neruda, De Rokha: herederos de una lengua –o de un habla, puesto que todo es habla– ancestral y auténtica: la que se forja en el crisol del antiguo pueblo chileno, la que con un poco de oreja y de suerte alcanzamos aún a escuchar en los valles transversales del Norte Chico o en las aldeas y pueblos de los profundos bosques y ríos del sur. Cito a Gabriela Mistral, citada a su vez por Gonzalo Rojas en un artículo que le dedica a nuestra primera premio Nobel en Todavía, la recopilación de su prosa que acaba de editar el Fondo de Cultura Económica: «El campo americano –y en el campo me crié– sigue hablando su lengua nueva veteada de ellos. La ciudad, lectora de libros doctos, cree que un tal repertorio arranca en mí de los clásicos añejos, y la muy urbana se equivoca» (Rojas, 519). Es esa «lengua nueva veteada de ellos», o sea esa magnífica lengua que da cuenta, más que ningún tratado de historia, de la potencia y el alcance del fenómeno que llamamos «lo americano» (lo americano es lengua española hecha nuestra más paisaje, lengua española nuestra y tierra nuestra; tierra a su vez con sus lenguas y culturas vernáculas, claro), es esa lengua, olvidada y portentosa, la lengua madre de Gonzalo Rojas, como la de todos nuestros grandes poetas nacionales. No hay poesía oligarca en Chile. ¿Y Huidobro?, se podría objetar. Sí, pero Huidobro, al tiempo que pertenecía a esa oligarquía, tradujo, adaptó, importó las vanguardias y para ello creó su propia lengua, no heredó la de su clase. Lo que quiero decir es esto: los poetas que forman los cimientos de ese edificio que llamamos la poesía chilena –construcción bastante imponente y compleja a estas alturas, como las altas torres de Gaudí– vienen de esa lengua campesina, rural, castellana ancestral y que es acaso lo mejor que nos legaron los españoles: un poco de Edad Media. La Edad Media del Marqués de Santillana, la de Gonzalo, el otro, el de Berceo, la de Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita… Esa lengua primorosa, pastoril, divina en su gracia, celestial y carnal al mismo tiempo, esa lengua popular, en definitiva, es la lengua primera de nuestros campesinos y el verbo primero de nuestros grandes poetas. Con esa arcilla de relentes medievales, más Garcilaso, más Quevedo, más Darío, es decir, más instrucción pública y bibliotecas que no se sabe muy bien de dónde salían y que hoy día serían un perfecto milagro, se construye lo que, a estas alturas del siglo xxi, y sin temor a exagerar, podemos llamar el Siglo de Oro de la poesía chilena. Allí lo tenemos, sólo a algunas millas náuticas detrás de nosotros. Y en ese siglo se inscribe, de pleno derecho, la obra de Gonzalo Rojas. Y su travesía. Su travesía del siglo que fue el suyo, su travesía de un siglo al otro.

 

Ahora, sería de recibo preguntarse por qué la poesía de Gonzalo Rojas fue tan determinante para tantos jóvenes aprendices de escritores de la época. Para responder a esta pregunta es necesario un poco de historia y otro de lectura; lectura de su obra, desde luego. He afirmado al comienzo de este artículo que tuve el privilegio de establecer una relación personal con Gonzalo Rojas desde muy joven. Pero para no faltar a la verdad, debo decir que no fui el único. Lejos de ello. Son muchos los poetas, escritores, estudiantes de literatura o sencillamente los lectores que estuvieron, por decirlo así, bajo el «influjo» de la poesía y de la personalidad de Gonzalo Rojas. Yo diría más. Diría que, con excepción de los poetas de estricta obediencia a ese otro tótem de la poesía chilena que es Nicanor Parra, cuyo tabú es uno y único: Gonzalo Rojas, mucho más que Neruda –cuya poesía parodia, es decir, cita, sistemáticamente y frente a la cual elabora su propio «sistema poético»–, no hay un solo aprendiz o aspirante a ese título vago pero prestigioso de «poeta chileno» que no haya pasado por la órbita de la poesía de Gonzalo Rojas. De su poesía y de su predicamento, porque de eso se trata: Gonzalo Rojas es un poeta de «obra abierta», se «lee» en su poesía, pero también en su «actitud». Y esa «actitud» es eminentemente dialogante. Va a buscar al Otro en su diversidad. Allí donde Gonzalo Rojas dialoga, Parra impone, con gracia, inteligencia y talento, desde luego, pero un poeta joven no podía –y me temo que hoy en día mucho menos– acercarse a Parra sin ser previamente un parroquiano de Parra. Con Gonzalo Rojas ocurría lo contrario: él iba a buscar a sus interlocutores. Que uno se rindiera al hechizo de su palabra y de su gracia personal es otra cosa, pero él no lo exigía de antemano. Hay, además, un aspecto crucial en Gonzalo Rojas que lo singulariza en el campo literario chileno: su magisterio. Gonzalo Rojas no es sólo un gran poeta, es también un eminente profesor: vivía, también, de esa palabra en diálogo que es la del maestro, pues la práctica del profesor no es sólo prédica, sino también escucha. Gonzalo Rojas quería saber qué estabas leyendo, cuáles eran tus ideas estéticas y políticas, con qué autores te habías formado, pero también quiénes eran tus padres, qué oficios ejercían, dónde habías pasado tu infancia y si te faltaba dinero. Diálogo abierto, pues, entre iguales, no entre maestro y discípulo. Aunque él se las arreglaba siempre para sugerirte la lectura de algún filósofo, de algún poeta, también sabía escuchar. Muchos docentes que hoy ejercen su magisterio en diferentes universidades del mundo son alumnos de Gonzalo Rojas. Recuerdo que, durante esa primera visita a su casa de Chillán, él grabó para mí una casete con una selección de sus poemas que yo me había permitido hacer. Por mi parte, le dejé unos poemas manuscritos. Ese era el juego, de tú a tú. Pero él era el profesor, claro. No era sólo el poeta singular, ese «alter dei» tan caro a los románticos que le devuelve a su pueblo el fuego sagrado de la belleza olímpica, sino el poeta, también, como formador. Formador, incitador, alentador… De conciencias estéticas y, al mismo tiempo, de conciencias políticas. Ese es el sentido del magisterio de Gonzalo Rojas: lo único y lo común, la poesía y la polis. Gonzalo Rojas paseándose con un joven aspirante a poeta por la plaza de Chillán y recitando a Virgilio en latín es un filósofo ateniense y la imagen de ese «momento», una metáfora: condensa enteramente el sentido de su estela poética, la del intelectual «con» los otros. Yo diría: con nosotros. Este es otro detalle fundamental a la hora de valorar la gravitación de Gonzalo Rojas en el campo literario chileno: la conciencia activa, crítica, del presente.