Así pues, en Hugh tenemos a un historiador de vasta energía, vastas lecturas y vasta productividad. Era también un historiador que no temía abrazar proyectos ambiciosos, entre ellos, el magistral trabajo al que dedicó sus últimos años, el amplio estudio de los orígenes y consolidación del Imperio español en Europa y en América y de la monarquía española mundial durante los reinados de Carlos V y Felipe II. En su trilogía, igual que había hecho anteriormente en su estudio sobre Cortés y la conquista de México, expone un relato y lo hace con brillantez. En sus mejores pasajes es un narrador soberbio y escribe con un estilo que, si bien a veces resulta demasiado autocomplaciente para mi gusto, hace que su trabajo sea fácilmente accesible para un público amplio. Cosechó con merecimiento su recompensa en las ventas masivas de sus libros y en las reacciones entusiastas que despertaron. En una época en que la historia había dejado de ser de interés para grandes sectores de la sociedad en el mundo occidental, la capacidad de ganar y conservar un público lector de tal magnitud constituyó en sí misma una contribución importante a la comprensión pública.

Al escribir historia narrativa, sin embargo, y al hacerlo a tan gran escala, Hugh perdió sintonía, hasta cierto punto, con las corrientes históricas durante buena parte de su vida, si bien en años recientes se ha producido una vuelta a lo que pueden llamarse éxitos de ventas en historia. Los tiempos han cambiado desde la publicación de las grandes historias narrativas del siglo xix, como, por ejemplo, las de Prescott sobre la conquista de México y de Perú. El impacto de las ciencias sociales supuso una revolución historiográfica en el siglo xx y los historiadores dieron la espalda a las grandes narraciones y, en su lugar, exploraron y analizaron las fuerzas económicas y sociales a las que se atribuía la explicación principal de los sucesos históricos. Hugh era bien consciente de ello y, ciertamente, no descuidó las cuestiones económicas y sociales, pero se diferenciaba de la mayoría de los historiadores profesionales de su generación en considerar la acción humana como el gran motor de la historia. Son los individuos —monarcas, mercaderes, conquistadores y burócratas— los que predominan en las páginas de sus narraciones y es su insaciable curiosidad acerca de los orígenes de los mismos, de su aspecto físico y de sus personalidades, lo que dota a sus narraciones de fuerza vital, aunque a veces las inunda, asimismo, de exceso de detalle biográfico. No me sorprendería que sea la única persona particular de las islas británicas que ha comprado el nuevo Diccionario biográfico español entero. Afortunado él de disponer de espacio para sus cincuenta volúmenes.

Su tratamiento, en esencia narrativo y biográfico, confiere inevitablemente a sus libros un aspecto, en cierto modo, pasado de moda. Esto no significa que su contenido lo esté también. Antes al contrario, asimiló información, vieja y nueva, en una escala masiva y la incorporó con gran habilidad a una narrativa general de gran alcance. Su Conquest of Mexico, por ejemplo, toma en consideración el trabajo llevado a cabo a lo largo de las últimas décadas por historiadores, etnohistoriadores y arqueólogos sobre las civilizaciones de la América Central anteriores a la conquista. Ello le permite dibujar un friso más matizado y sofisticado que el que dibujó Prescott hace un siglo y medio sobre la civilización azteca que Cortés estaba a punto de destruir, aunque, de todos modos, incluso en las páginas de Hugh hay algo del aroma del «bárbaro esplendor» de las tribus guerreras descritas por Prescott.

Con todo, si comparamos las narrativas de Prescott y de Hugh, no son tan distintas. El marco de ambas es, en esencia, el mismo, y Hugh, igual que Prescott, se encuentra comprensiblemente más familiarizado con los conquistadores que con los conquistados. Es sólo cuando llegamos a la parte española de la historia cuando la narrativa de Hugh se hace dinámica, igual que sucede con Prescott. Las fuentes españolas son, por supuesto, mucho más sustanciosas que las indígenas, gran parte de las cuales pasaron por un filtro español, y no obtenemos de Hugh, como tampoco de Prescott, un sentido auténtico de lo que León-Portilla llamó, en expresión famosa, «la visión de los vencidos».

Naturalmente, Hugh puede corregir o completar la exposición de Prescott en muchos puntos, gracias a la nueva información de que se dispone desde entonces, incluida la obtenida por él mismo. Su investigación archivística en Sevilla, por ejemplo, le ha permitido mostrar que Cortés llegó a las Indias dos años después de lo que hasta ahora se pensaba. Lo que Hugh ha hecho en su Conquest of Mexico es ofrecer a los lectores actuales una síntesis impresionante y puesta al día de toda la información disponible para, así, volver a exponer, con muchos detalles pintorescos y con brío incomparable, unos hechos bien conocidos. Lo mismo sucede, según creo, con su trilogía imperial. Estos volúmenes contienen pasajes espléndidos y a veces innovadores, como las páginas que dedica a las Filipinas y a los planes visionarios para una conquista española de la China, pero la trilogía no modifica de manera sustancial el relato establecido de los orígenes, el desarrollo y el funcionamiento del Imperio español tal como han sido conocidos y explicados durante generaciones. Y, así, no mucho del contenido de la trilogía hubiera sorprendido a Roger Merriman, autor de The Rise of the Spanish Empire in the Old World and the New, publicado en cuatro volúmenes entre 1918 y 1934. Tampoco tienen los libros de Hugh un argumento central ni nos acercan a la solución del gran problema histórico de cómo una España que consistía en las Coronas de Castilla y de Aragón, recién unidas, pudo emerger en el curso de poco más de una generación como una potencia europea dominante y con un imperio mundial. Lo que ha escrito es, en esencia, una épica, en palabras del mismo Hugh, del «coraje y la crueldad» españoles.

Todo ello puede explicar por qué los historiadores profesionales de la España moderna han recibido el trabajo de Hugh con menos entusiasmo que el gran público. Un tratamiento narrativo todavía suele ser visto, a mi juicio muy injustamente, con un cierto desdén. Es muy difícil escribir en estilo narrativo o, por lo menos, tan bien como Hugh lo hace. Y uno de los problemas de la historia narrativa es que no es una manera económica de presentar el pasado en toda su complejidad. Requiere una exposición de sucesos día tras día, algo que inevitablemente consume muchas páginas y apenas deja espacio para nada más. Los historiadores profesionales quieren nuevas visiones acerca de viejas cuestiones y lo quieren en forma de análisis, en lugar de relato. Los historiadores que modifican el paisaje historiográfico o que logran combinar con éxito narración y análisis son, lamentablemente, escasos.

Hugh era sobre todo un narrador supremo, dotado de una capacidad sobresaliente para la descripción y de una gran habilidad para mantener el pulso de una historia a lo largo de muchos centenares de páginas. En mi opinión, lo suyo es realmente la descripción de gentes y lugares. Colón, nos dice, era «un hombre con canas prematuras —antes era pelirrojo—, sus ojos, azules; su nariz, aguileña; y sus pómulos, altos y que a veces se volvían de color escarlata, en un rostro largo». Pedrarias Dávila, el comandante de la expedición al Nuevo Mundo en 1514, era «alto, de tez pálida, ojos verdes y pelo rojo», notorio por su «crueldad y arrogancia». En la pluma de Hugh estas figuras adquieren vida. Lo mismo sucede con los muchos lugares que menciona en su texto. Parece que los haya visitado todos, también el más pequeño y remoto: el pueblo extremeño de Abertura, por ejemplo, situado en lo alto de una colina con «varios riachuelos saltarines en sus alrededores», o Madrigalejo, donde uno de los héroes de Hugh, Fernando el Católico, falleció en «un edificio de una sola planta, que ni ha cambiado ni ha sido mejorado a lo largo del tiempo».

Son detalles como éstos, escritos con un acusado sentido de inmediatez y que tan a menudo reflejan sus reacciones personales a los lugares que había visitado y a las crónicas coetáneas que tan ávidamente consultó, los que hacen que sus libros resulten tan agradables de leer. No puedo pensar en ningún otro historiador actual que sepa comunicar a sus lectores semejante sentido de gozo como Hugh. Se complace en desvelar datos inesperados y no se priva, ni mucho menos, de rasgos ocasionales de fantasía. Trabajó con intensidad portentosa y, sin embargo, sus libros no transmiten la impresión de un sentido de carga. Al contrario, palpitan de joie de vivre. Los trabajos, según creo, reflejan al hombre, un hombre agraciado con muchas dotes y con una curiosidad ilimitada, que podía ser travieso sin ser malicioso y que poseía una fuerte veta romántica. Sobre todo, tenía una generosidad de espíritu enorme, de la que muchos de nosotros podemos dar fe. Es y seguirá siendo nuestra compañía cuando volvamos a sus muchos libros, pero le encantaban ocasiones como éstas y añoramos su jovial presencia.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]