Miguel de Unamuno
El viaje interior
Malpaso Holding
334 páginas
POR ANDREU NAVARRA

Cuando empecé a estudiar las incursiones y visitas de Unamuno por tierras extremeñas para escribir Piedra y pasión, pronto me di cuenta de que su literatura de viajes era uno de los aspectos menos estudiados, quizá eclipsado por aspectos políticos y filosóficos. La magnífica antología preparada por Miguel Ángel Rivero, publicada por Biblioteca Nueva, viene a cubrir esa laguna. 

El volumen es como los de la serie menor dedicada a clásicos historiográficos de la editorial Urgoiti: un dos en uno. La introducción del libro es una monografía en sí misma, con sus más de cien folios, y la antología que le sigue sirve para ilustrar en la práctica qué entendía Miguel de Unamuno por viaje, o paisaje, así como para conocer los lugares que más le interesaban (cimas, monasterios, ruinas) y por qué odiaba a los turistas y a las ciudades grandes. El Unamuno que aflora en estas páginas de El viaje interior es intensamente romántico, pero romántico a lo idealista, a la alemana, a lo Schelling: nada de esproncedismo, costumbrismo, peredismo o zorrillismo. Lo que nadie ha sabido señalar aún es la relación de continuidad que los artículos unamunianos dedicados a Yuste, Guadalupe y otros templos portugueses, castellanos o vascos significan respecto a los trabajos románticos de medio siglo antes redactados por Bécquer, Pablo Piferrer o Pi i Margall, y Unamuno no registra estos antecedentes porque le interesa que se le relaciones más con la poesía de Lord Byron que con sus precursores hispánicos. 

Rivero, autor de una tesis doctoral sobre el joven Unamuno, ha sabido construir un nuevo clásico unamuniano, de un modo parecido al método que iba utilizando el historiador Francisco Fuster, gran conocedor de los escritores del Fin de Siglo, con sus antologías temáticas de Azorín, Baroja o Julio Camba. Rivero y Fuster proceden igual: se zambullen en las obras completas de un escritor aparentemente agotado, para pescar textos olvidados o semienterrados entre la enorme masa textual. Con esos «descubrimientos» luminosos construyen un nuevo libro representativo que arroja una nueva luz sobre algún aspecto no muy conocido o trabajado de alguno de nuestros genios literarios de hacia 1900. 

Otra virtud de la introducción de Rivero, compartida con los trabajos de Fuster, es su falta de complejos, la naturalidad con la que actualiza nuestra comprensión de Unamuno y su contexto, sin los tradicionales fárragos y las discusiones bizantinas que convierten los prólogos académicos sobre nuestros clásicos contemporáneos en centones ilegibles. Por ejemplo, utiliza la categoría «Generación de Fin de Siglo» para desterrar de una vez las etiquetas reduccionistas tradicionales (Modernismo, Rubenismo, Generación del 98), y facilita la comprensión de los textos a través de una matizada reconstrucción del panorama literario y artístico en el que escribió Unamuno. Repito, la palabra clave es «actualización». Y esto no quiere decir que Rivero no respete a los clásicos de la crítica noventayochesca (Blanco Aguinaga, Pedro Laín Entralgo, Pedro Cerezo), más bien es al revés: títulos de 1945 o 1966 conviven con lo que se publicó el año pasado en este excelente prólogo que combina el ahorro de recursos innecesario con la amenidad y el rigor. Lo que intento decir es que las viejas discusiones gastadas, que a veces no dejaban hablar a los textos por cuestiones a veces ideológicas, han quedado ya definitivamente atrás, lo que permite acceder a un Unamuno más dinámico y depurado de manipulaciones filológicas dudosas. 

En realidad, cuando Unamuno escribe sobre paisajes o monasterios lo que está haciendo es filosofía. Esta necesidad de regresar a un platonismo panteísta es especialmente perceptible en trabajos como «La Flecha», texto muy teórico deudor de En torno al casticismo y que fue publicado en El Noticiero Salmantino en 1898, antes de pasar al libro Paisajes (1902), y que el editor señala acertadamente como a uno de los ejes de la reflexión unamuniana sobre el paisaje, la historia y la eternidad; así como también en «El sentimiento de la fortaleza» y «De vuelta a la cumbre», ambos recogidos en el último libro que el autor dedicó a los viajes: Por tierras de Portugal y España (1922). 

En «La Flecha», granja monástica en la que Fray Luis de León escribió su diálogo sobre Los nombres de Cristo, entrelaza Unamuno las citas del libro de Fray Luis, lleno de evidentes reminiscencias neoplatónicas, para revivir junto al recuerdo de la felicidad apartada de Fray Luis la alegría de volver a sentirse conectado con la eternidad oculta en los lugares naturales de España. Una España que, para Unamuno, como señala acertadamente Miguel Ángel Rivero, es un ente de conocimiento metafísico más que un motivo de nacionalismo identitario. Por decirlo de otro modo, la España de Unamuno viene a ser un Ser de Parménides, un principio iluminador, más que un motivo de gestión política o propaganda ideológica. Unamuno se construyó su propia religión de España, obviamente relacionada con cierto patriotismo gineriano, pero en todo caso una vivencia espiritual más que una identidad arrojadiza. El campo castellano, las cimas extremeñas, los valles vascos, las ruinas de los monasterios de jerónimos y agustinos, la doctrina mística plasmada en Santa Teresa, Fray Luis y San Juan forman una especie de sustrato para la sed de eternidad que Unamuno trata de saciar en contacto con todas esas formas españolas que le devuelven la plenitud del ser. Se trata de una curiosa mezcla de cristianismo alumbradista, rousseaunianismo ruskiniano y filosofía eleática que Unamuno va destilando sin cambios aparentes entre 1889 y 1936. 

Sobre Portugal tiene Unamuno una idea sorprendente: cree que se trata de un pueblo aparentemente blando o superficialmente cortés y amigo de la diversión, pero que alberga una especie de vocación para el suicidio que ilustra con varios ejemplos literarios y extractos de la prensa diaria. Unamuno piensa, convencido por el ejemplo de varios escritores que se han suicidado, y por lo que le explican sus corresponsales portugueses, que Portugal es un pueblo que busca la muerte, tanto de un modo individual como de un modo nacional o colectivo. No sabía explicar Unamuno por qué pasaba tanto tiempo en la nación vecina, empapándose de arquitectura y literatura lusas. 

El ser humano recupera su pureza en contacto con la Naturaleza: la civilización, cuando es sana, no es más que una invitación a recuperar la cultura del paisaje, tal y como hacen los poetas verdaderos (Fray Luis, Lord Byron). Las ciudades solo contienen jugo de eternidad cuando la Historia y los sueños hablan a través de sus piedras (casos paradigmáticos: Ávila y Santa Teresa, Guarda y Camilo Castelo Branco). Núcleos como Madrid o París no son más que gusaneras para hombres ramplones, obsesionados por la comodidad y la politiquería del momento. En su esquema, viajar es antónimo de hacer turismo. El viajero no sabe adónde va, y disfruta de las fatigas del trayecto. Hace descubrimientos y medita sobre la naturaleza que lo rodea, de donde parten las certezas cósmicas. En cambio, el turista solo quiere llegar cuanto antes al destino estereotipado (lo que Unamuno llama un «cromo»), para regresar rápidamente al hotel y pensar en el menú. Dormir en el suelo, bajo un tronco, sentir el cansancio, sudar y vencer a los gigantes de piedra, las montañas, hablar con toda clase de gañanes, campesinos y especímenes humanos incontaminados, es lo que le interesa a nuestro autor, poco amigo de comodidades y grandes centros monumentales. A Unamuno le interesan los parajes que no salen en las guías, las ruinas y los recuerdos históricos sorprendentes, mezclando siempre la lectura con la proyección del estado de ánimo, más eufórico a medida que se ve alejando de los núcleos comerciales y políticos. 

Su clasificación de los seres humanos es totalmente binaria: por una parte existen los hombres civilizados con espíritu, que saben bañarse en la luz natural, y por otra parte está el producto de ciudad que le merece el más solemne desprecio: «¡Desdichado el hombre que no puede prescindir del ruido y el trajín de sus prójimos!, porque este tal no se ha encontrado a sí mismo, ni ha sabido siquiera buscarse», escribirá en 1911. 

Unamuno, quien admite que el concepto de «decoro» social le provoca urticaria, no tiene ningún reparo en escribir sobre experiencias místicas en los periódicos. Así ocurre cada vez que escribe sobre sus iluminaciones en la Sierra de Gredos, especialmente en la cima de la Peña de Francia. Queda muy bien retratado en El viaje interior el Unamuno más soñador y místico, diferente pero no separable del Unamuno polémico y político. Para paladear su excelente prosa sincerista no existe ahora en catálogo otro libro introductorio mejor ni más completo.