Antonio Gamoneda
Niñez. Antología
Calambur (Poesía, 153), Madrid, 2016
126 páginas, 15.00€
La última vez que vi a Antonio Gamoneda fue en el Círculo de Bellas Artes de Madrid –recitó junto al chileno Raúl Zurita una tarde memorable–, y a mi pregunta sobre una segunda parte de sus memorias respondió que tenía escritas algunas páginas, pero que no estaba muy seguro de que fueran a ser las definitivas. Las mismas dudas había expresado algunos años antes cuando trabajaba en Un armario lleno de sombra (2009), en este caso en torno a la (in)compatibilidad entre el lirismo y el discurso autobiográfico. Aquellas dudas se disolvieron frente a la certeza de que lo poético no sólo no neutraliza la función representativo-referencial de la prosa autobiográfica, sino que ahonda en ella, la precisa, la intensifica. A diferencia de otras antologías como las preparadas por Tomás Sánchez Santiago para Alianza Editorial o por Fernando R. de la Flor y Amelia Gamoneda para las Ediciones de la Universidad de Salamanca, Niñez, que corre a cargo de su hija, tiene la peculiaridad de ofrecer una lectura transversal y temática, no cronológica, vertebrada en torno al motivo ordenador de la infancia. No se espere una mirada acorazada y retraída en la experiencia de una fracción de realidad intransferible; la mirada del niño –su memoria sensorial, orgánica– se encuentra permanentemente historizada en tanto que testigo de la represión, sujeto de un trauma colectivo que el adulto metaboliza. (Antonio Gamoneda vivió en un barrio obrero y ferroviario por el que pasaban las cuerdas de presos con destino al penal de San Marcos de León. Ese horror: los gritos de las mujeres por la noche, las cunetas ensangrentadas). Porque todo testigo implica siempre que lo que observa ha existido al menos en su memoria y no se puede silenciar; es un germen de palabra, una réplica severa a la amenaza del olvido, que es su antagonista y también su levadura. Yo vi lo que vi. La tautología es lo que excede al secreto. Sentenció Leopoldo María Panero que en la infancia se vive y que después nos limitamos a sobrevivir. Sin embargo, la contemplación de la vida del otro, del hijo o del nieto, permite también volver a vivir la niñez aunque sea vicariamente, una existencia construida sobre sucesiones de memoria, endeble e indestructible al mismo tiempo, vestigios en el lago helado de la edad, lacre, percusión de los colores, el tacto ácido del cuero, la obsolescencia de los estambres, las voces de los mercaderes que aturdían las calles, los arrieros del vino, mendigos, húngaros danzantes, los caballos que agonizan. Y presos que desaparecen. Si todo signo supone la muerte de la cosa –nombra y hace presente lo que no está–, ¿qué sucede cuando alguien muere violentamente y es ya ausencia? Aunque la muerte sea lo irrepresentable, el antropónimo es simiente de reminiscencia (se mata un cuerpo, pero es más difícil matar a un nombre, porque un nombre es infinito gracias a su potencialidad para hacerse presente). Walter Benjamin lo expresó de esta forma: «La memoria es el medio de lo vivido, como la tierra viene a ser el medio de las viejas ciudades sepultadas, y quien quiera acercarse a lo que es su pasado tiene que comportarse como un hombre que excava».
La primera sección, titulada «Manos, balcones», acoge el refugio materno (la madre es el primer Otro) y el terror de la Guerra Civil. La noche es primero noche uterina, alejada de las connotaciones que la ligan a la muerte, descanso redondo del fragor de la existencia: «Madre: / eran tus manos y la noche juntas. / Por eso aquella oscuridad me amaba» (p. 17). Pero hay otras manos, las de los vencedores, las miradas vigilantes que destilan odio o resentimiento e infunden miedo; de ellos se ofrece un acerado retrato moral, que es el de una posguerra de silencios forzados y delaciones ante los que el niño sólo muestra la inocencia del no saber y el presentimiento de lo sombrío: «Vigila desde la profundidad de una mecedora y de su mano –creo que de su mano izquierda– penden las cuentas de un rosario. […] Es la ociosidad del verano. Huyo sin saber de qué y la murmuración negra se acrecienta detrás de mí» (p. 20). La captación cromática de las emociones es un estilema gamonediano que tiñe de valores visionario-expresionistas
–realistas, sí, por su plasticidad material y vivencial– toda su poesía, de ahí que el llanto de las viudas aparezca expresado sinestésicamente como «cuchilladas amarillas» (pienso en la «gran vaca amarilla» de Hijos de la ira o en los amarillos feroces de Juan Barjola). Algunas consideraciones teóricas en torno al símbolo que realizó Carlos Bousoño a mediados del siglo pasado siguen siendo válidas, pues esa imagen se independiza y «nos obliga a mirarla a ella misma, en vez de que a su través miremos ese sentido de que sería portadora».
A través de la figura del padre, muerto prematuramente, el niño accede al orden simbólico; aprende a leer en el único libro de versos que publicó: Otra más alta vida. Pero no sólo eso, ya que también con esta lectura alcanzará el conocimiento de la poesía, es decir, accederá al orden de los significantes, conocerá su esencia musical, sensorial antes que intelectiva, y de ella resultará la epifanía que toca y adiestra su sensibilidad. Entre las señas más reconocibles de la escritura gamonediana se encuentra el uso de frases nominales que nos retienen con sus elipsis, así como la sintaxis paralelística o anafórica que armoniza una imaginería de ecos salmódicos, encantatorios, siempre repleta de pregnancia histórica y portadora de una gran densidad fonoestilística: «Suavidad de los días, paz del mundo en el corazón de Pedro: pasan las portadoras de hortalizas, pasan los sacerdotes en sus túnicas» (p. 52); «Rumores de acequias entre los frutos, clamor bajo las gárgolas. Perdido estuve en los mercados, encendido en los rostros reunidos por la voz ferial, ciego en las cintas y el aroma de los alimentos, confundido en el fondo de la alegría» (p. 53); «Utilidad de la muerte; frialdad de los animales sacrificados en los patios distantes; sábados bajo los tímpanos industriales» (p. 54). Se aprecia, en efecto, un intenso ritmo del pensamiento. Del mismo modo, destaca el uso magistral del encabalgamiento en «Malos recuerdos», procedente de Blues castellano, donde se poetiza el arrepentimiento. La mirada adulta censura retrospectivamente la crueldad contra el animal indefenso y el hurto mezquino que provocará la incomunicación entre la madre y su hijo soldado. El paratexto marxista que encabeza el poema –«La vergüenza es un sentimiento revolucionario»– subraya que la vergüenza es la indignación por la que comienza toda conciencia ética y por tanto toda esperanza, toda promesa de una vida nueva.
El grisú que azulea las caras de los obreros y las manos de la madre sobre la taja remiten a las condiciones reales de existencia. En León se denomina «taja» a la tabla de lavar y es ese objeto sencillo el que hace presente la imagen materna. En la Extremadura de mi infancia las mujeres lavaban en lo que llamábamos «paneros». Ahora la memoria de Gamoneda estrecha sus lazos con la de sus lectores potenciales, activa implicaturas que van más allá de la nota costumbrista. Porque yo también, al repasar esta prosa, no puedo negar que veo a mi abuela, silenciosa, la fuerza de sus manos –las muñecas anchas que heredaría mi padre– sobre los paños empapados de agua y jabón, el sonido sordo sobre la piedra antes de escurrirlos para volver a empezar. Aún no han sido desterrados por el olvido aquellos «paneros». El compromiso social está aquí muy lejos de las proclamas preferidas por la poesía española del medio siglo: «Desde las carbonerías, la pobreza asciende a los edificios aptos para la proclamación del suicidio y los arroyos retroceden como las víboras ante el incendio. Es la pasión de las inmobiliarias. Como un monte, la melancolía crece en los pastos invernales» (p. 64). La melancolía también puede ser un sentimiento revolucionario.
De Un armario lleno de sombra se selecciona el relato del viaje que, acompañado por algunos amigos un día de verano, el narrador emprende a la cueva de Valporquero. Se trata de un fragmento donde resulta transparente el homenaje implícito al episodio quijotesco de la cueva de Montesinos (ii, cap. xxii). Como sabemos, Miguel de Cervantes exploraba allí irónicamente una rica tradición que abarcaba muy diversos géneros y que contemplaba la cueva como ámbito mágico o visionario. Ahora, la aventura espeleológica en la que el narrador se queda a oscuras en el vientre de la tierra –«fui vaciándome de pensamiento»– puede leerse a su vez como una alegoría de la creación poética en clave órfica (y blanchotiana): es en la oscuridad total de los sentidos inmersos en el espacio ultramundano donde advienen las visiones, en el instante justo en que se ha perdido la conciencia del límite que separa la vigilia del sueño, la realidad de las ficciones.
Recuerdo de las fosas comunes –«tierra desposeída de sus tumbas» (p. 87)–, incorporación del padre muerto a la madre viva a través de los molares de oro que busca afanosamente el hijo. Pero no todo es pérdida. En la última sección, titulada «En otro pensamiento», las manos de la hija o de la nieta se confunden con las de la madre –el pasado– y forman una cadena de genealogías frente a la soledad. Más que el cogito cartesiano, es siempre el otro –Lévinas no cesó de recordarlo– el que nos habla de nuestra existencia: «Yo sé que vivo porque te oigo llorar».