Juan Malpartida
Mi vecino Montaigne
Fórcola
272 páginas
POR ANDREU NAVARRA

Confieso que al recibir el nuevo libro de Juan Malpartida (Málaga, 1956) me imaginé que se trataba de una biografía, género que el autor había cultivado, combinado con la crítica literaria, con dos de sus títulos anteriores, publicados también por Fórcola: Antonio Machado: Vida y pensamiento de un poeta (2018) y Octavio Paz. Un camino de convergencias (2020). De algún modo pensé que el nuevo volumen dedicado a Montaigne iba a completar los dos anteriores, formando una especie de trilogía filosófica.

Me equivocaba completamente. Mi vecino Montaigne es cualquier cosa menos una biografía: es novela, es comedia y es ensayo (el autor lo califica de “ensayo narrativo”, en el epílogo), y por lo tanto nos situamos en un terreno más ligero y mucho más ambicioso a la vez. No hay duda de que estamos ante una ficción, incluso diría que ante una autoficción, presidida por un `yo´ que nos habla de sus cuitas y trabajos cotidianos, mientras dialoga orsianamente con todo tipo de pensadores. También es novela epistolar, puesto que una gran parte del texto lo forman las cartas cruzadas entre una lectora bordelesa de Montaigne y el propio protagonista (si es que a una mera voz envolvente se la puede llamar así), y a la vez hay mucho de fantasía cervantina, puesto que Malpartida incluye un mínimo de tres novelas ejemplares en su obra: la de Gustave y su familia judía en el contexto de la Francia ocupada por los nazis, la conversación imaginada entre Michel de Montaigne y Miguel de Cervantes (tan cercanos, tan distintos) y el capítulo 23, el del pícnic científico, en el que hace dialogar y frotarse dialécticamente a los principales pensadores del presente.

El resultado es un libro heterogéneo de una homogeneidad sorprendente. Es tan variado y feijooniano en su contenido, que uno no sabe explicar exactamente cómo ha conseguido tanta unidad interna. Quizás sea la pizca de locura bibliográfica que impregna todo el texto desde el principio hasta el final, quizás la misma variedad temática, seguramente también el fondo irónico con que lo aliña todo.

Juan Malpartida ha conseguido firmar un libro culto y amable a la vez, una obra en la propia tradición humanística que reclama: la de Montaigne, la de Erasmo, la que permite hablar tanto de pan o prostitutas como del Tiempo o del Origen del Universo, la que es modelo de libertad y de tolerancia. También se trata de un libro impúdicamente poético, que se pregunta constantemente por todos los grandes temas de la vida: el tiempo, la muerte, el olvido, el porqué o la estructura del universo, la conciencia del cuerpo, la necesidad de vivir espiritualmente, el sentido de los clásicos. Muy al principio, en la página 19, leemos: “La receta en literatura no tiene tanto que ver con lo que va a salir, carne o pescado, como con su tono, con su estilo”. Esta frase es la clave para entender de qué modo se concibió esta escritura: sin un plan premeditado, abandonándose a la deriva caprichosa de los pensamientos, como una barca sin timón.

El gran hallazgo de Malpartida consiste en haber sabido visitar esos grandes temas con la actitud desprendida y distante del propio Montaigne. El resultado es la antítesis del fárrago y de la pedantería: podemos abrir cualquier página del libro y nos encontraremos con más impresiones amenas que cerebralismos. El secreto reside en escribir con sencillez sobre lo que es complejo o lo que resulta oscuro o complicado. Clarificar, dilucidar, iluminar; pero sin grandes focos, con un candil.

Si tuviera que buscarle un libro gemelo, me quedaría con La vida a ratos, de Juan José Millás (Alfaguara, 2019), que también explora las vetas más profundas de una vida cultural, pero el fluido de Malpartida no es tan surrealista ni se corresponde con una voz tan neurótica: quizás de forma muy velada el malagueño se proponga reivindicar la razón, es decir, el modo racional de pensar y vivir, pero sin fruncir el ceño y sin excesivas moralidades; sin vértigo.

Pero, sobre todo, lo que no hay aquí es molesta ideología. Si exploramos lo profundo de la vida humana de repente se nos revelan la futilidad de nuestros particularismos, la banalidad de las divisiones sociales. Lo cual no significa que Malpartida no abogue por un estilo de vida concreto. En el primer capítulo se nos definen los libros como puertas y ventanas que podemos abrir, o no, en completa libertad, porque esa es la libertad y la plena autonomía personal que únicamente puede aportar la cultura.

Se trata de un libro que desentona en esta época actual, cruzada de preocupaciones, nerviosismos y milenarismos censores, y el autor lo sabe. En su torre, Montaigne no quiso mezclarse demasiado con una sociedad sumida en la continua guerra civil religiosa. Montaigne fue un católico templado, que rozó toda su vida un sano escepticismo. Su biblioteca fue su asidero en un mundo que enloquecía progresivamente. Acompañamos al autor y a su vecino por sus propios espacios vitales. El de Malpartida es un ensayo peripatético, caminante, que relata viajes en el espacio y en la imaginación (“Leer mientras se come cuando se viaja solo, aunque solo sean unas palabras, es una forma de conversar”, escribe). Los meandros y las pozas de reflexión son abundantes. El libro es más bien torrencial: una corriente de pensamientos vertida sobre la corriente misma del tiempo: “El gran tema radica en la multiplicidad de los espacios, y, de esos espacios, aquello que más nos afecta, porque tiene que ver con la percepción del pasado y del futuro en un presente a la deriva, es precisamente la conciencia de ellos, lo que viene a decir, su drama. Los espacios, esa atomización de las vidas, que además tienen (porque se los damos) nombres, esa realidad misteriosa, lo que cada una de las vidas es, lo que simboliza una identidad. Me pregunto cuáles fueron los primeros nombres y cuándo los hombres comenzaron a llamar a sus vecinos de una determinada manera.” (p.37). Para saber estas cosas hay que zambullirse en la psicología, la neurociencia y la física cuántica. Pero también en los descubrimientos cotidianos del vecino Montaigne. Y así va avanzando este libro proustiano, bergsoniano, machadiano, hasta sus conclusiones finales.

El filosofar de Malpartida es un pensar propio de poeta. Como el de muchos antiguos griegos, filósofos con flauta. Y por eso puede escribir: “Nuestro diálogo es una errancia” (p. 161). Alrededor de Montaigne pueden seguirse reuniendo los partidarios de la reflexión y la monomanía lectora, los Quijotes y Erasmos que aún puedan quedar y que aún puedan pactar entre ellos algún tipo de estrategia de resistencia. Pero también disfrutarán de lo lindo quienes, sencillamente, sepan apreciar y degustar la ironía y la anécdota, las bases mismas del auténtico humanismo.

A Montaigne le dice Juan Malpartida: “Mejor no me pregunte de dónde vengo, porque yo hablo con usted como usted hablaba con Plutarco o Séneca. Todos somos viajeros del tiempo (carrusel de voces, ecos, fugas) y de la madre de todos los vientos: el olvido”. Y sobre él escribe: “La facilidad para ponerse en el lugar del otro es admirable en este hombre un poco aislado, no sólo porque no estaba en el centro de un mundo universitario importante o en la corte, sino porque él mismo, por ser él, estaba solo; en cambio supo escuchar mejor que nadie”. Y lo más curioso es que a través de la escucha de Malpartida, podemos nosotros también escuchar al bueno de Montaigne, y curiosear en sus amores, amistades, genialidades y curiosidades.