Florencia del Campo
Que tenga una casa
Candaya
160 páginas
POR JACOBO IGLESIAS

De forma real y simbólica, en 1928 Virginia Woolf reclamó para las mujeres 500 libras anuales y una habitación propia —con pestillo—, de modo que pudieran escribir novelas en las mismas condiciones que los hombres. Tener trabajo y dinero nos otorga libertad para poder contemplar el mundo; y una habitación propia, la privacidad necesaria para sentarse a escribirlo. El pestillo simbolizaba la no intromisión, la capacidad de pensar por sí mismas. Al mismo tiempo, exhortaba a las mujeres a remar en esa dirección: formarse, buscar un empleo, escribir. Dado que esa situación no se había producido hasta entonces, Virginia Woolf sostenía que todavía no conocíamos la verdadera naturaleza de la mujer ni de la novela, siempre atadas, ambas, a obsesiones y valores masculinos. Al final de su conferencia solicitaba cien años de espera para ver los resultados que esos estímulos nos podían deparar.

Pues bien, esos cien años han pasado. Reconozcamos que Virginia Woolf tenía razón en aquel poético ensayo, y que la nómina de escritoras, temáticas y sensibilidades de la novela no ha dejado de crecer desde entonces. De alguna forma, Que tenga una casa, la nueva novela de Florencia del Campo (Buenos Aires, 1982), nos remite a la búsqueda de ese destino desde una perspectiva actual: encontrar trabajo, tener una habitación propia, dedicarse a escribir.

El libro comienza en una residencia de escritura, la primera de las muchas estancias que vamos a habitar junto a la autora. La protagonista está allí con el propósito de escribir un libro de cuentos sobre las casas que pertenecieron a su familia en la Argentina. Pero ese libro no avanza y mientras la autora se cuestiona las razones -género, narrador, tono-, rememora las casas que han sido importantes en su vida, al tiempo que nos habla de la infancia, la familia, un padre ausente, la enfermedad de la madre o las relaciones de pareja. El frustrado libro de cuentos se torna, así, en una novela híbrida hecha de apuntes biográficos, pensamientos y reflexiones sobre la propia escritura y sobre las casas que alguna vez fueron tomadas por el espíritu de la autora.

Podríamos pensar que las casas son el pretexto para hablar de todos esos temas, pero no es así. La autora liga las casas a su propia historia como si estas fueran una extremidad misma del cuerpo. Todos arrastramos una serie de casas con nosotros. Uncidas al cuerpo, terminan siendo una carga sentimental o material, pero siempre revelan algo de nuestra vida. La autora utiliza esas casas como una forma de explorar relaciones familiares y de pareja o simplemente para encontrarse a sí misma: la casa como psicoanálisis.

En la primera parte del libro, la protagonista recuerda su llegada a Madrid y las dificultades de adaptarse a un país extranjero. Son años de trabajos precarios y habitaciones impropias donde la posibilidad de vivir y escribir es incierta. Ese periplo inicial termina cuando llega el dinero de una herencia —las 500 libras de Virginia Woolf— y la protagonista se lanza a buscar su habitación propia en los alrededores de Madrid con la ayuda de un amigo. Tras una intensa búsqueda, aparece una casa en la sierra, una casa herida como ella que le trae recuerdos. Algunas de las mejores páginas del libro acompañan esa búsqueda que es también una búsqueda de sí misma. Entonces casa y cuerpo se confunden, y mientras la autora va al psicoanalista o a fisioterapia, la casa se llena de albañiles y fontaneros.

Además de esto, el libro es también una reflexión sobre el propio proceso de escritura. Desde las primeras páginas, la autora problematiza abiertamente con los géneros y cambia el narrador de primera a tercera persona en un juego poético que va creciendo en los últimos capítulos.

El libro tiene un hermoso final circular. La autora no ha encontrado la voz ni el tono adecuado para escribir su libro de cuentos; pero por el camino ha encontrado una novela. Y tal vez algo más importante todavía: su Rosebud particular.

Que tenga una casa es la formulación de un deseo, la moneda que se tira a una fuente para soñar con la posibilidad de tener unas llaves en el bolsillo, un sitio adonde volver siempre, o simplemente aquello que anhelaba Virginia Woolf para las escritoras: una habitación propia donde poder escribir con libertad.