María Gainza
Una vida crítica
Clave intelectual
328 páginas
Deliberadamente opaca, la crítica de arte se encerró en sí misma para negarse al gran público. Endogámica, elitista o académica olvidó que el arte es menos un conjunto de teorías que de emociones. Deliberadamente diáfana, la crítica de María Gainza nos acerca a las corrientes emocionales que atraviesan toda obra de arte. Y lo hace empleando el truco más viejo de la Literatura. Allí donde otros se quedan fríos, la crítica de Gainza nos seduce con el sencillo arte de contar historias.
María Gainza llegó a la crítica de arte por un golpe de suerte: «alguien me recomendó para el trabajo sin haber leído jamás un texto mío y de la noche a la mañana estaba escribiendo en el suplemento cultural que más me gustaba. De repente, estaba haciendo algo que no sabía que podía hacer». Durante diez años de su vida, nos dice, fue una «crítica de arte dudosa: floja de papeles, insegura respecto a mis calificaciones y vaga en mis convicciones». El resultado de esos años trabajando para el suplemento de Página/12 y otras revistas de arte es Una vida crítica, una selección de sus artículos que cambiaron la forma de leer y escribir crítica de arte en la Argentina.
Los textos aquí reunidos hablan, en su mayor parte, sobre exhibiciones que tuvieron lugar en Buenos Aires a principios de siglo, y vemos a María Gainza emplear todo tipo de recursos narrativos para encontrar el modo de llegar a ellas, de apresarlas en su crítica. Y así encontramos artículos que empiezan y terminan como un cuento —La vuelta a casa, El dibujante errante, Flores al instante—, otros que parecen casi un perfil del artista —Federico el Grande, La leyenda dorada—, algunos que juegan con la autobiografía —Un golpe de suerte—, narrados en forma de diálogo —Gravity Falls—, e incluso uno que arranca con un microrrelato —Saltos ornamentales—. La crítica dedicada a Sergio Avello está construida exclusivamente con declaraciones de familiares, amigos o artistas que lo trataron, una suma de voces que nos acerca a lo complejo de su personalidad. Y en el artículo sobre Alejandro Kuropatwa nos encontramos varias recetas de cóctel intercaladas en el texto como símbolo de su biografía, su obra y su enfermedad. El conjunto es un originalísimo hot pot de técnicas y géneros para lograr una crítica de arte singularmente narrativa, muy ágil y entreverada de múltiples citas y brillantes referencias al cine, a la música, la Historia o la cultura popular. Es imposible terminar una de las críticas y no acudir a internet para buscar más obra del artista: Gainza sabe cómo contagiarnos emoción.
La relación entre arte y crítica siempre ha sido controvertida. Uno de los mayores desplantes que se han formulado contra el quehacer de la crítica tal vez haya sido el de Ramón Gaya en Naturalidad del arte (y artificialidad de la crítica). El ensayo de Gaya arranca así: «Al darnos cuenta, un día, de la naturalidad y verdad del arte, nos damos cuenta al mismo tiempo de la artificialidad y mentira de la crítica artística». Para Gaya el origen de la crítica es tan artificial que de ella «no podía surgir nada bueno», y así, «una vez inventada por sí misma, hija de nadie, pero ya existente, se verá obligada a ejercer, a practicar, a parlotear sin descanso». Gaya nos recuerda también que «a lo largo de toda su historia, la crítica ha demostrado ser tan solo una interminable cadena de equivocaciones». Solo al final de su ensayo Gaya abre una puerta «al crítico honrado e ingenuo que caerá en la cuenta de su fea actividad y encontrará la forma de hacer algo más puro, algo así como una confesión, la confesión de su sentir».
María Gainza parece, sin embargo, haber subvertido los términos de Gaya para ofrecernos una naturalidad de la crítica sobre unas artes visuales cada vez más complejas y artificiosas en las que caben instalaciones, performances, fotografías que parecen pinturas, pinturas que parecen fotografías, acrílicos sobre revistas de autos o cuadros hechos con cemento.
Cien años antes de que Gaya condenara a buena parte de la crítica, Oscar Wilde la ponderó como nadie había hecho en su delicioso diálogo platónico The Critic as Artist. Wilde no solo salió en defensa del crítico de arte elevado —Walter Pater, John Ruskin— sino que llegó a colocar su trabajo al mismo nivel y aun por encima de la obra del artista creador.
Wilde afirma que «de igual modo que la creación artística implica el funcionamiento de la facultad crítica, sin la cual no podría decirse que existe, así también la crítica es realmente creadora en el más alto sentido de la palabra». Para Wilde el crítico elevado se ocupa del arte «no como expresión sino como emoción pura» y debe considerar la obra de arte «como un punto de partida para una nueva creación». Además de eso, Wilde cree que la crítica «es la única forma civilizada de autobiografía porque se ocupa no de los acontecimientos sino de los pensamientos de la vida de un ser». Adelantándose a la estética de la recepción añade que «el sentido de toda bella cosa creada está tanto, cuando menos, en el alma de quien la contempla como en el alma de quien la creó». Y concluye su ensayo diciendo: «La crítica elevada es en realidad el relato de un alma».
Al modo de Wilde, en el posfacio de su libro, Gainza nos dice que «la teoría académica, con su prosa encriptada y su tono envarado, desconectada de las corrientes emocionales, me parecía tan falta de vida como un empapelado beige». Algo de Wilde hay en Gainza pues estos artículos sirvieron como semillero del gran estilo con el que ahora Gainza hibrida autobiografía y crítica de arte en libros tan recomendables como El nervio óptico o el reciente Un puñado de flechas.
Según se mire, ambos ensayistas, Gaya y Wilde, parecen tener razón. Y aunque Gaya tuvo un siglo más de perspectiva —para lo bueno y para lo malo— si pensamos en críticos como Walter Benjamin, John Berger, Roland Barthes o George Steiner observaremos que Wilde tenía razón y aun se adelantó a lo que ocurriría en un siglo XX del que apenas vivió su año inaugural. Si, por el contrario, escogiéramos otros ejemplos de esa crítica de tono envarado de la que nos habla Gainza tal vez estaríamos de acuerdo con Ramón Gaya. En cualquier caso, leer la crítica de María Gainza nos reconcilia con la tesis de Wilde: el crítico elevado vuela a la misma altura que el artista.
Y así, leer a Gainza nos trae una doble emoción: la de la obra que critica y la que nos depara el propio texto. «La crítica solo vale si vale por sí misma» decía uno de nuestros críticos más elevados: Francisco Rico. O, dicho de otro modo, Vargas Llosa: «La buena crítica sirve a la creación y no se sirve de ella». Pero en María Gainza el discurso crítico no está subordinado al literario sino que está integrado en él. Gainza nos habla de arte mientras el arte sucede en sus páginas.
Otro de esos críticos elevados que hubiera gustado a Oscar Wilde es Susan Sontag. En su ensayo Contra la interpretación dice: «Ninguno de nosotros podrá recuperar jamás aquella inocencia anterior a toda teoría, cuando el arte no se veía obligado a justificarse, cuando no se preguntaba a la obra de arte qué decía, pues se sabía o se creía saber qué hacía». Para Susan Sontag abusar de la interpretación del contenido de una obra de arte «envenena nuestra sensibilidad sobre el arte mismo», y solo sirve para «domesticar la obra de arte». Al final de su ensayo, Susan Sontag se pregunta «¿Cómo debería ser una crítica que sirviera a la obra de arte sin usurpar su espacio? ¿Qué tipo de crítica es hoy deseable?». Y ella misma se responde abogando por una mayor atención a la forma: «Si la excesiva atención al contenido provoca una arrogancia de la interpretación, la descripción más extensa y concienzuda de la forma la silenciará». Susan Sontag prefería aquellos ensayos que no abusan de la interpretación del contenido de la obra sino los que «revelan la superficie sensual del arte sin enlodarla». Su ensayo termina con esta frase: «En lugar de una hermenéutica, necesitamos una erótica del arte».
Una erótica del arte, el relato de un alma o la confesión de un sentir. Eso es lo que proponen tres grandes autores sobre lo que la crítica debe ser. Y eso es precisamente lo que nos da María Gainza en sus libros. «En todos ellos conté cuentos sobre las cosas que amaba», dice la autora sobre esta selección de sus textos.
La portada de este libro reproduce un cuadro de una de las exhibiciones que se critican: un dibujo a lápiz de Rodolfo Azaro. Más pertinente parecía la portada de la primera edición del libro. En ella vemos simplemente el índice del libro de Gainza con todos los títulos de sus artículos. Como si se tratara de una obra de arte más, el índice sirve para ilustrar la portada del libro. Tal y como preconizaba Oscar Wilde, cuando el crítico es elevado su obra está a la misma altura que la del artista creador. Solo entonces el índice puede ocupar el diseño de la portada: la crítica de arte se ha convertido en el arte de la crítica.