«Ahora entiendo mejor el pensamiento de Semprún: es así como el testimonio trasciende el recuento de la vivencia, aunque también lo sea, y se convierte en la forma más profunda de indagación sobre qué significa ser humano»
POR EDURNE PORTELA
El 11 de abril de 1987 fallecía Primo Levi, en lo que algunos consideran suicidio y otros accidente. Ese mismo día Jorge Semprún escribía, para dejar reposar durante cinco años, las primeras páginas de La escritura o la vida, libro seminal en su bibliografía. Cuarenta y dos años antes, el 11 de abril de 1945, tres oficiales se encontraban cara a cara con Semprún, entonces un joven de veintiún años que había sobrevivido a las torturas de la Gestapo, la deportación y dos años de horror en el campo de concentración de Buchenwald. Ese encuentro entre los oficiales en uniforme británico que llegaban para liberar el campo y el joven en harapos al borde de la extenuación, había quedado reprimido, a la fuerza, en la memoria de Semprún.
En el capítulo de La escritura o la vida titulado significativamente «El día de la muerte de Primo Levi», Semprún narra que ese 11 de abril de 1987 se encontraba escribiendo un fragmento de lo que se convertiría en Netchaiev ha vuelto, novela en la que Buchenwald no tiene un lugar destacado, es apenas una mención. Cuenta que, según comenzaba a escribir la llegada del ejército aliado al campo, su voz narrativa cambió: «A partir de ese momento, en efecto, la escritura se había orientado hacia la primera persona del singular». Así, el yo se apoderó del relato y su «memoria devastada» irrumpió, con el consecuente malestar que ese tipo de recuerdos dolorosos le causaban (cuántas veces repetirá durante La escritura o la vida versiones de esta afirmación: «la escritura me ha vuelto de nuevo vulnerable al desasosiego de la memoria»). Después de completar quince páginas, en el transcurso del mismo día, el día en que fallecía su admirado Levi, Semprún abandona: «a las cinco y cuarto con toda exactitud, comprendí que no iba a conservar las páginas escritas… Dejé a un lado esas páginas. Me expulsé del relato… Volví a la tercera persona de lo universal». Y es así como aparece el encuentro entre los oficiales aliados y el joven Semprún en Netchaiev ha vuelto, narrado en una tercera persona desapasionada. Pero este no será el final de las páginas escritas aquel 11 de abril. En 1992 Semprún vuelve por primera vez a Buchenwald, cuarenta y siete años después de sus vivencias en el campo. La visita supone una explosión de recuerdos y un hallazgo luminoso —entiende uno de los posibles motivos de su supervivencia— que incentivan el deseo de rememorar y escribir. Esta vez el yo se impone, reclama su espacio, exige atender a la memoria, a pesar del malestar y del desasosiego: «tenía que sumergirme otra vez en esta prolongada tarea del duelo de la memoria. Interminable, una vez más». Las cuartillas relegadas a un cajón en 1987 reemergen para dar inicio a lo que en ese primer momento Semprún había titulado «La escritura o la muerte». Y así, con una fuerza inusitada, comienza el relato de La escritura o la vida: «Están delante de mí, abriendo los ojos enormemente, y yo me veo de golpe en esa mirada de espanto: en su pavor». A través del yo testimonial y el uso del presente como tiempo verbal, nos situamos inmediatamente, también nosotras, delante del joven Semprún. El pasado se hace presente. Yo también abro los ojos enormemente y me asomo a su mirada de testigo del horror en una nueva relectura. He perdido la cuenta de cuántas veces he leído esta obra que no deja de enseñarme, iluminarme y conmoverme. Cada relectura tiene un hallazgo. Cada relectura, también, inevitablemente, me arrastra a un estado de vulnerabilidad y desasosiego por la lucidez de Jorge Semprún, por su palabra poética y por la capacidad de transmitir, a través del lenguaje literario, la marca traumática de la experiencia concentracionaria. Paradójicamente, creo que cuanto más profunda y radical siento esa «transferencia», más disfruto la lectura de La escritura o la vida.
Pero antes de continuar con estos apuntes personales, repasemos algunas consideraciones generales sobre la obra. La escritura o la vida es un libro de estructura compleja en torno al recuerdo de Buchenwald y los momentos posteriores a la liberación, con frecuentes saltos a un futuro más lejano en la vida del autor y digresiones filosóficas en torno a la experiencia del campo, la comprensión del mal, el valor del testimonio cuando este se eleva a arte, la relación entre memoria y escritura y otras cuestiones relacionadas. El eje de la narración es la disyuntiva que evoca el título y a la que se enfrenta el joven superviviente incluso antes de conseguir la libertad: escribir sin revivir la experiencia del campo es imposible, la escritura está atravesada, irremediablemente, por la memoria y esa memoria, en el momento cercano a la vivencia, es inasumible, tiene un poder mortal. En suma, escribir le empuja hacia la muerte; la vida es imposible sin olvido. Con una claridad desconcertante, Semprún se impone, poco después de salir del campo, domar su memoria: «decidí optar por el silencio rumoroso de la vida en contra del lenguaje asesino de la escritura. Lo convertí en la elección radical, no había otra forma de proceder. Escogí el olvido, dispuse, sin demasiada complacencia para mi propia identidad, fundamentada esencialmente en el horror —y sin duda, el valor— de la experiencia del campo, todas las estratagemas, la estrategia de la amnesia voluntaria, cruelmente sistemática. Me convertí en otro para poder seguir siendo yo mismo». (Permítanme abrir un paréntesis: me pregunto si su actividad clandestina antifranquista para el Partido Comunista de España durante los dieciséis años que guardó silencio literario hubiera sido posible si no se hubiera borrado a sí mismo a través de ese yo amnésico).
Pero volvamos a la estructura de La escritura o la vida. Cuando señalo que la estructura de este libro es compleja no quiero decir que sea difícil o que dé pie a confusión, sino que obliga a seguir la lógica expresiva de una memoria atravesada por el trauma. Salvo El largo viaje, escrito en pocas semanas durante un periodo de clandestinidad en 1962 (es la obra con la que rompe su silencio) y que narra, a través de los mecanismos de la ficción, su deportación a Buchenwald, todos los libros de Semprún que se refieren a la experiencia del Lager, «vagan y divagan» prolongadamente en su imaginación. Semprún los abandona pero ellos se empecinan en volver «para ser escritos hasta el final del padecimiento que imponen». Tanto el vagar y divagar como el dolor de la memoria marcan la estructura de La escritura o la vida: el «yo» intenta constantemente narrar el campo en presente, revivir y trasladar con la palabra, hasta donde es posible, la densidad de la experiencia, pero siempre llega la cesura: el presente se interrumpe, aparece un salto en el tiempo, una digresión filosófica, un comentario sobre un objeto artístico. La interrupción de la escritura del presente concentracionario no es, según el autor, un «problema técnico» sino «moral»: «en todos mis borradores la cosa empieza antes, o después, o alrededor, pero nunca empieza dentro del campo. Y cuando por fin he conseguido llegar al interior, cuando estoy dentro, la escritura se bloquea… Me alcanza la angustia, vuelvo a asumirme en el vacío, abandono… Para volver a empezar de otro modo, en otro lugar, de forma distinta… Y el mismo proceso vuelve a repetirse…» Los puntos suspensivos nos obligan a usar la imaginación para ayudar al narrador a completar los silencios forzados por la angustia, el bloqueo, el vacío que resultan de los intentos de penetrar en el campo y mantenerse ahí. La estructura fragmentada pero al mismo tiempo fluida y asociativa evoca la reiteración del trauma a través de la escritura y la relación paradójica entre la necesidad de narrar y la imposibilidad de hacerlo. Nos obliga, esta narración compleja, a involucrarnos, a volcar nuestros conocimientos e imaginación en la reconstrucción del texto, a ser, en definitiva, lectoras activas y empáticas.
La primera vez que leí esta obra fue a principios de los 2000, cuando empecé a interesarme por el testimonio como género literario y por el poder de la escritura y del lenguaje simbólico para penetrar en vivencias traumáticas que se resisten a ser narradas. En esos momentos estaba en auge la teoría post-estructuralista sobre el trauma que defendía «lo inaprehensible», «lo inefable», «lo indecible» de experiencias límite como la Shoá. En contraste con estas teorías, Semprún entiende que el arte —en su caso, el lenguaje literario— es capaz de expresarlo todo, que el problema no está en cómo contar sino en qué contar: «una duda me asalta sobre la posibilidad de contar. No porque la experiencia vivida sea indecible. Ha sido invivible, algo del todo diferente, como se comprende sin dificultad. Algo que no atañe a la forma de un relato posible, sino a su sustancia. No a su articulación, sino a su densidad. Sólo alcanzarán esta sustancia, esta densidad transparente, aquellos que sepan convertir su testimonio en un objeto artístico, en un espacio de creación. O de recreación. Únicamente el artificio de un relato dominado conseguirá transmitir parcialmente la verdad del testimonio». En mi primera lectura hice una anotación al margen junto esa cita. A lápiz y letra pequeña escribí: «¿no hay aquí cierto elitismo? ¿qué pasa con todos esos testimonios de personas que no tienen la formación y el capital intelectual que tiene él? ¿Acaso tienen menos valor, transmiten menos verdad?». En ese momento todavía no había leído Lo que queda de Auschwitz: El testigo y el archivo, de Giorgio Agamben, que me podría haber ayudado a diferenciar entre la verdad jurídica que aporta el testimonio cuando es un recuento objetivo del horror y esa otra verdad, más densa y opaca, que aporta el testimonio transformado, trabajado en el proceso de la escritura para ahondar en la experiencia, elevado a arte sin renunciar a la verdad, más bien para intentar llegar al corazón de ella. Ahora entiendo mejor el pensamiento de Semprún: es así como el testimonio trasciende el recuento de la vivencia, aunque también lo sea, y se convierte en la forma más profunda de indagación sobre qué significa ser humano. El o la superviviente que ha atravesado la experiencia radical del Lager y es capaz de escribir con la clarividencia, la precisión, la hondura de un Primo Levi, un Jorge Semprún o una Charlotte Delbo nos abre la puerta a una dimensión de nuestra naturaleza —del bien, del mal y de todos sus grises— raramente accesible. Por eso, tal vez, la huella que dejan en el lector —o por lo menos en esta lectora— es indeleble, el estado de desasosiego y vulnerabilidad que produce la lectura es transformador puesto que obliga a querer comprender, aun sabiendo que es imposible, con lo cual el trabajo de lectura y comprensión se convierte en un compromiso inabarcable, interminable. Cuanto más leo, más sé y quiero saber, pero menos entiendo. La capacidad disruptiva del testimonio se hace más potente y duradera cuando consigue transformarse en arte porque entonces lo narrado no solo forma parte de nuestro conocimiento, también transforma nuestra imaginación y nuestra sensibilidad. Se convierte en parte de nosotras. Si aceptamos nuestra propia vulnerabilidad en la lectura, si bajamos la guardia y permitimos que entre en nosotras el daño que impregna el testimonio, nos convertimos en esa interlocutora deseada por quien se expone a revivir la muerte a través de la escritura.
Una de las cuestiones que reiteraban la mayoría de los supervivientes es su miedo a que nadie les creyera, a que nadie quisiera escucharles. Es una de las pesadillas recurrentes de Primo Levi, una de las preocupaciones constantes de Semprún. De hecho, en los días posteriores a la liberación, Semprún narra cómo la gente evitaba hacerle preguntas o, quienes se atrevían a preguntar, eran incapaces de soportar una respuesta sincera, «si les contestaba, incluso sucintamente, desde lo más verdadero, lo más profundo, opaco, indecible, de la experiencia vivida, se volvían mudos». El testimonio nos apela —de hecho, en varias ocasiones de La escritura o la vida el narrador se dirige directamente al lector— y nos pide que entremos en su densidad oscura y terrible. De hecho, La escritura o la vida nos obliga a devolver la mirada a ese joven Semprún, pero sin pavor, más bien como hizo una mujer anónima en el metro de París, meses después de su encuentro con los oficiales británicos y la liberación de Buchenwald. Semprún recuerda emocionado aquel encuentro sin palabras, cara a cara, en un vagón lleno de personas anónimas: «Me acuerdo de que de repente reparó en mi atuendo, en mi cabeza rapada, que buscó mi mirada. Me acuerdo de que sus labios empezaron a temblar, de que se le llenaron los ojos de lágrimas. Me acuerdo de que nos quedamos mucho rato frente a frente, sin decir palabra, cercanos uno al otro con una proximidad inimaginable. Me acuerdo de que pensé que me acordaría toda la vida de aquel rostro de mujer. Me acordaría de su belleza, de su compasión, de su dolor, de la proximidad de su alma». Así es como deberíamos leer La escritura o la vida, buscando la mirada de Semprún, con la misma compasión, dolor y proximidad.
No quisiera acabar este texto sin mencionar un aspecto en el que no había reparado en lecturas anteriores: su importancia política para pensar el presente de Europa. A cien años del nacimiento de Jorge Semprún y en una Europa en la que la ultraderecha, los neofascismos o como quieran llamar a estas ideologías de la violencia, han resurgido con ferocidad, La escritura o la vida contiene una lección política profunda. Cuando pensamos en las víctimas del nazismo o en los supervivientes de los campos de concentración y exterminio, a veces olvidamos —y esto es signo de los tiempos— que no solo fueron víctimas, que si muchos acabaron ahí fue por su militancia política. Los primeros reclusos de Dachau, Buchenwald o del campo de mujeres de Ravensbrück fueron disidentes encarcelados y encarceladas durante el régimen nazi. Durante la segunda guerra mundial, hombres y mujeres que participaron en la resistencia contra el nazismo en los países ocupados fueron deportados a estos campos por sus actividades antifascistas o su militancia comunista, socialista y/o democrática. Semprún da una dimensión política no solo a su resistencia, también al dolor de la experiencia, e insiste en el carácter colectivo tanto de la lucha antifascista como del sufrimiento y la muerte. Su compromiso con una Europa libre de fascismo configura su idea de apátrida, lo mismo ocurre con sus compañeros españoles de Buchenwald: «supervivientes de los maquis, de los grupos de choque de la M.O.I. o de las brigadas de guerrilleros del sureste de Francia (…): su patria era el combate, la guerra antifascista, y así desde 1936». Cuando leí por primera vez La escritura o la vida tal vez no me fijé tanto en esta dimensión antifascista porque los ecos de esas ideologías de la exclusión parecían haberse apagado. ¿No es tristemente significativo que en 2023 me haya llamado la atención su vigencia?