Fernando Aramburu
Patria
Tusquets, Barcelona, 2016
646 páginas, 22.90 € (ebook 9.99€)
Para Ricardo Senabre, in memoriam
Patria, la excepcional novela que Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) ha publicado en el otoño de 2016 culmina los trabajos y los días de uno de los novelistas más importantes de las letras españolas del siglo xxi. La desembocadura de su escritura en la novela se produce, con respecto a otros escritores de su generación –Ignacio Martínez de Pisón (1960), Javier Cercas (1962) o Belén Gopegui (1963)–, cuando ha superado largamente la treintena. Fuegos con limón (Barcelona, 1996) es su primera novela: «El último año del colegio me enemisté con dios y resolví hacerme poeta», reza el comienzo. Y, en efecto, la juventud de Aramburu sabe del Grupo cloc de Arte y Desarte; de algunos escarceos poéticos en el ámbito de las letras infantiles, como El librillo (1981 y 1995); de su sumergida vocación poética, desde Ave sombra (1981) en adelante), y de una sugestiva y seminal colección de prosas breves, El artista y su cadáver, que reeditó Tusquets en 2002, después de ver la luz inicialmente en 1993. La prosa titulada «A la patria (desde el bar de la esquina)» esconde una de las reflexiones sumergidas en la temática de Patria: «De nuevo están llamándote a creer. Levántate del fondo de tu yedra, la luz te aguarda, los mármoles febriles, las febriles ofuscaciones, los días tiesos y los ojos de piedra. ¡Camarero, un café con mariposas!».
Precisamente, al reseñar en El Cultural (6-iii-2002) El artista y su cadáver, Ricardo Senabre –el maestro que me aconsejó la lectura inmediata de Los peces de la amargura (Barcelona, 2006)– sentenciaba con su habitual tino e independencia crítica: «Dos novelas extensas (Fuegos con limón y Los ojos vacíos) y un libro de relatos (No ser no duele) han bastado para colocar a Fernando Aramburu a la cabeza de los narradores españoles aparecidos en este último decenio». Los ojos vacíos (Barcelona, 2000) iba a conformar el primer tomo de la Trilogía de Antíbula, junto con Bami sin sombra (Barcelona, 2005) y La gran Marivián (Barcelona, 2013). Antíbula es un país imaginario, un territorio mítico donde el lector puede aprender las visiones de la historia del siglo xx que laten en la mirada del novelista donostiarra.
Los quehaceres narrativos de Aramburu tienen en la colección de relatos Los peces de la amargura un punto cenital. El libro, que ganaría varios premios –entre ellos, el de la Real Academia Española de 2008–, acercaba al escritor a una sociedad amedentrada, la del País Vasco, que se refugiaba en el silencio y la complicidad ante el terrorismo etarra. Con una prosa de gran riqueza y con un abanico amplio de modos de contar, Aramburu se alistaba en la tradición realista, la galdosiana, como ejemplo clásico, y en la que encabezaba Rafael Chirbes en la narrativa española contemporánea de entre siglos. Baste recordar novelas como La larga marcha (1996), La caída de Madrid (2000) o Los viejos amigos (2003). En realidad, cuando Chirbes reivindica a Galdós en 2005, afirmando que «maneja la novela como disolvente de la retórica», o cuando apela en 2006 al personaje de Galdós Máximo Manso –quien, refiriéndose a la primera Restauración española, pedía «echar por tierra este vacuo catafalco de pintado lienzo»– está dibujando su horizonte narrativo, pero también alumbra el que va desde Los peces de la amargura a Patria, pasando por Años lentos (2012), en la obra de Aramburu. No es baladí que, en ese brillante y significativo libro de memorias y de meditaciones que es Las letras entornadas (Barcelona, 2015), Fernando Aramburu escriba: «Tanto como el escritor se encuentra delante de la realidad de su tiempo y toma de ella cuanto juzga necesario o útil para su arte, la realidad se encuentra asimismo delante de él planteándole interrogantes a menudo relacionados con sucesos trágicos o escándalosos. Responder a algunos de esos interrogantes de mi país y de mi época fue la tarea que yo me impuse en los relatos que componen Los peces de la amargura. El libro nació, pues, de la voluntad de dejar testimonio literario sobre un dolor y un desacuerdo personales». El capítulo lleva el marbete de «Terrorismo y mirada literaria».
Concluía el profesor Díaz de Guereñu en un estudio imprescindible (2007) sobre Los peces de la amargura que los relatos que componen esa obra maestra de la narrativa española del xxi con «sus retratos certeros de seres heridos, en la intimidad de su dolor, ofrecen al lector, al fin, la posibilidad de quebrar, mediante la verdad de la ficción, mediante la franqueza del artificio literario, el muro de la indiferencia y la incomprensión del daño». Patria quiere ser –y lo es, en su admirable y densa suficiencia ética y estética– el retablo de la intrahisoria de la vida del País Vasco en los últimos treinta años, presentando un cronotopo de amargura, de dolor y de violencia degradantes.
En una entrevista, a propósito de la publicación de Patria (Babelia, 2-ix-2016), Aramburu proclama la intención de la novela: «Me propuse trazar un dibujo general de la sociedad vasca con la participación de todos los actores implicados: victimarios, víctimas y demás vecinos». Y más adelante precisa: «La novela se define por la presencia activa de unos personajes que pongo a convivir». Es evidente que Patria es una novela realista que quiere presentar con la máxima diafanidad unos trozos de la vida cotidiana, de la intrahistoria, del País Vasco a lo largo de treinta años. La sociedad presente es, al modo de Galdós, la materia novelable, pero Aramburu quiere además que ese fresco realista sea el antídoto de la mentira, del mito o de la leyenda. Contra la mentira de una ensoñación romántica degradada y degradante, se alza la verdad novelesca de Patria, su discurso del relato.
De hecho, en esa confesión que en muchos momentos domina Las letras entornadas, el escritor donostiarra explicita que «un texto redactado con voluntad literaria constituye un acto de comunicación con aditivos. Uno expresa algo de cierta manera que aspira a ser tenida en cuenta como tal manera». En efecto, Patria pertenece a la tradición del gran realismo decimonónico (el realismo con aditivos) que –Harry Levin dixit– culmina en Proust. Conviene, no obstante, no perder la perspectiva de la historia de la novela contemporánea española de materia vasca y ver en el gran trabajo de Patria, preludiado por Años lentos, una continuación –reconocida por Aramburu– de Verdes valles, colinas rojas (2004-2005), la extraordinaria trilogía (desatendida por el canon de las letras españolas contemporáneas) de Ramiro Pinilla que arranca en La tierra convulsa a finales del xix, sigue hasta la Guerra Civil en Los cuerpos desnudos y desemboca con Las cenizas del hierro en el primer asesinato de eta, que hará de la convivencia en el País Vasco lo que Patria novela con implacable, desnuda y atroz verosimilitud.
Dos familias vascas, dos familias que viven en el mismo pueblo (sin nombre en la novela pero cerca de San Sebastián), dos familias de desiguales recursos económicos, dos familias que a la altura de 1976 eran muy amigas, dos familias que el «conflicto» va a enfrentar durante largos años hasta el perdón del capítulo final de la novela. Dos familias gobernadas por dos amas de casa, dos mujeres de carácter fuerte, Bittori y Miren, que proyectan su autoridad –más la segunda que la primera– en sus maridos: el Txato, un pequeño empresario de transportes que es asesinado en un atentado terrorista en el que participa Joxe Mari una tarde de lluvia, y Joxian, personaje de una sentimentalidad cobarde que a menudo no es siquiera capaz de expresarse. Dos familias con dos y tres hijos que se conocen desde niños. Hijos de Bittori y el Txato son Xabier, médico que vive cautelosamente en San Sebastián, y Nerea, quien conoce el asesinato de su padre mientras estudia en Zaragoza y construye su vida desde la errancia, egoísta al principio y confundida con la cordialidad al final del tiempo de la historia. Hijos de Miren y Joxian son Joxe Mari, cuyo primer ideal juvenil –antes de los veinte años– de ser jugador profesional de balonmano se ahoga en las andanzas crueles del terrorismo, en ser gudari de los ideales abertzales, y que a los 43 años lleva purgando sus culpas en la cárcel desde hace diecisiete; Gorka, escritor en euskera que huye a la ciudad presionado por la cuadrilla de la Arrano Taberna del pueblo, en la que participa su hermano, y por la sentencia fascista del cura «tocón» del pueblo, don Serapio: «Cuando tú escribas es Euskal Herria la que dentro de ti, escribe»; y Arantxa, un personaje excepcional, quien desde la valentía primero y desde su desgracia después –un ictus la deja paralizada pero con una lucidez única en el universo de Patria–, consigue agrietar el dogmatismo fanático de Miren, persuadiendo a su madre de que acepte pequeñas parcelas de humanidad.
Dos familias y un entorno de personajes secundarios, como don Serapio, cuya bochornosa actuación es relatada con especial dureza por el narrador externo; como Guillermo, el moralmente anfibio marido español de Arantxa, o como Aintzane, que descubre la virginidad de Joxe Mari y, tras su primer encuentro íntimo en el penal del Puerto de Santa María, hace sentir al terrorista «por primera vez la sensación física de que había tirado por la borda su juventud». Personajes de alrededor que dan complejidad a los centrales de la trama novelesca porque no quieren ser únicamente los actores de un «conflicto», sino personajes poliédricos cuyas vidas quedan condicionadas, adulteradas y cercenadas por el silencio de un país que decidió callar ante la violencia de los constructores del destino del «pueblo elegido».
Arantxa es el personaje clave en este universo de asesinatos, torturas, silencios y soledades. Desafía a su entorno formando pareja con Guillermo Hernández Larrizo, que «no habla euskera» y «que muy vasco no es», según el dictamen de Miren tras el asesinato en Rentería de un concejal del pp, amigo de Guillermo. Miren le dice a su hija: «Aquí no luchamos contra inocentes»; mientras Arantxa afirma que la persona asesinada era «un hombre con derecho a defender sus ideas». Arantxa consigue que su hermano recupere su mirada y su memoria: Joxe Mari abandona eta tras diecisiete años de cárcel y, «medio año antes del anuncio, por parte de la organización, del cese definitivo de la actividad armada». Arantxa lográ que su hermano pida perdón a Bittori: «Si podría dar marcha atrás al tiempo lo haría». Y finalmente consigue el «abrazo breve» de Bittori y Miren que cierra la novela.
El discurso del relato de Patria quiere examinar todos los recodos de la historia. Se ordena en 125 capítulos muy breves que tienen su propia unidad y que alternan un ir y venir de la cronología sujeto a los pensamientos, los sentimientos y las acciones de los personajes. La narración nace –siempre con una claridad meridiana– de un todopoderoso narrador externo y del discurso en primera persona o narrativizado en estilo indirecto libre de los diferentes actores de la historia. De este modo el episodio central del asesinato del Txato está narrado nueve veces, desde la óptica de los nueve personajes principales. Patria responde, en este aspecto, a un estilo que como quería Marcel Proust –Le temps retrouvé– no es una cuestión de técnica, sino de visión. El realismo se proyecta en la visión, que, sobre todo en los diálogos, ampara el castellano que se habla en el País Vasco (así el preciso y reiterado uso del condicional en vez del pretérito imperfecto de subjuntivo) o el nomenclátor familiar de la lengua vasca. Taraceas lingüísticas muy significativas.
Fernando Aramburu ha escrito una novela sobre la condición humana (la gran tarea del género), sobre un tiempo de silencios indignos, de violencias injustificadas, de dolor y amargura unánimes. Y lo ha llevado a cabo con el mejor ademán realista, con un propósito diáfano: contribuir a la derrota literaria de eta y configurar un espacio necesario, imprescindible, de la memoria. Patria es una novela tupida, transparente, apasionante, escrita desde las experiencias vividas (la ética) y desde la distancia meditada y calculada (la estética). Sostenía Aramburu en Las horas entornadas (el avispado lector ya sabe de su importancia) que «no se puede endosar a los lectores la responsabilidad de sostener la literatura», postulado al que le sobran las razones, si bien en este caso la única responsabilidad del lector es adentrarse en la lectura de una novela de gran envergadura: la obra maestra del novelista donostiarra.