«Como él mismo señala en varias ocasiones la suya es una cultura amplia, pero no musculosa; más inclinada al merodeo que a una revelación deslumbrante. Su manera de leer y pensar es más propia del amateur que del hombre de sistema, avanza por los arrebatos del gusto y del capricho»

POR GONZALO TORNÉ

Fotografía de Daniel Mordzinski

Cuando El arte de la fuga se publicó en 1997 la novela pasaba por una de sus crisis de reconocimiento, tan habituales que casi podría decirse que conforman su estado natural. Se desconfiaba de las tramas, de los personajes, de las descripciones naturales y del apunte social. Despojada de todos estos elementos la novela debía reinventarse probando formas nuevas. La tendencia (perdón por la palabra) pasaba por darle la espalda al mundo histórico y social, ensimismarse, y recorrer los pasillos interiores de la cultura y la propia historia del género. Citas literarias, paseos culturales, excursiones antropológicas, collages de historias fragmentarias, vagabundeos. Es la época de Max Sebald, de Enrique Vila-Matas, de Claudio Magris… por citar los primeros ejemplos que me vienen a la cabeza. Uno estaría tentado de añadir al propio Sergio Pitol, pero en El arte de la fuga encontramos varias resistencias expresas: Pitol considera que la ficción se vuelve enclenque y se empobrece cuando se prescinde de la trama y de los personajes; reivindica a autores «realistas» como Dickens y Galdós por encima de tantas aventuras formales en la estela de Joyce o Faulkner; y puede presentar como prueba de sus criterios e intenciones sus propias novelas: distorsiones paródicas, carnavalescas, que exigen una cuidadosa atención al mundo prestigioso y reconocible que pretende deformar con su espejo literario. 

Aunque publicada en la colección de narrativa de Anagrama (Narrativas hispánicas) donde suelen alojarse las novelas escritas originalmente en español, El arte de la fuga se sitúa en el espacio de la narrativa, desplazada o en una posición oblicua frente a la ficción, que es el ingrediente predominante en los libros que le preceden escritos por Magrinyà, Tomeo, Puértolas, Pauls o Villoro… entre otros, aunque se aprecien excepciones que en la línea de El arte de la fuga se inscriben en la narrativa (una suerte de excelencia de la escritura y de la prosa) como es el caso de El último lector de Ricardo Piglia o el segundo volumen de las Antimemorias de Bryce. Así que el libro propone poca novela, y es una lástima porque la forma de El arte de la fuga se presta a postularse como una renovación de las estrategias novelísticas. 

Atendamos un momento a su forma. El material narrativo se estructura en cuatro grandes apartados, donde el tema parece atraer como un imán textos dispersos, ya publicados en su gran mayoría, escritos a veces en épocas distantes. «Memoria», «Escritura», «Lecturas» no merecen mayor aclaración, mientras que «Final» está ocupado por una crónica en vivo y una valoración todavía en caliente de «Los estallidos revolucionarios en Chiapas». El apartado de «Lecturas» se resuelve en una sucesión de ensayos sobre autores queridos por Pitol (Galdós, Chejov, Mann, Tabucchi…). En «Escritura» se filtra la ficción, pero no tanto como un ingrediente narrativo sino como el objetivo de los textos: rememorar (por no decir escudriñar) como de los elementos y observaciones biográficas Pitol puso en marcha sus novelas y cuentos.

El apartado más complejo y delicado, el que mejor responde a la fuga es el primero. Pitol aborda su memoria desde perspectivas distintas, desordenando la línea cronológica y contrapunteando diversos géneros: el libro de viajes, el diario, el recuerdo de la amistad, la crítica literaria o el reporte de sueños. Se trata de una estructura audaz y de una forma lograda. Una magnífica autobiografía que desoye las normas y los hábitos del género, rebosante de imaginación literaria y narrativa. Publicado de manera independiente no solo sería un libro solvente sino que todavía destacaría más su audacia formal.

Comparto, sin ánimo exhaustivo, algunas de estas virtudes: el ángulo de abordaje muchas veces insólito de las frases (tan preciso y modulado), el talento para la narración de anécdotas cotidianas, la curiosidad intelectual disparada en varias direcciones… y, ante todo, ese barniz de amabilidad, de suavidad intelectual, y de inocencia merecida

Conviene decir que la estructura (o para ser más precisos: la forma que estructura el relato) no es, por supuesto, lo más relevante del libro. Una forma por sí misma no logra sostener nada, y menos en literatura donde todas y cada una de las frases llevan su carga semántica, y no está nada claro cómo trabajan a favor o en contra del conjunto (a diferencia de las notas de una fuga o de las pinceladas de un cuadro abstracto cuya relación con las demás está bien definida, o bien por la forma musical que contribuyen a construir o por la impresión de conjunto que le llega al ojo). Así que el lector puede disfrutar de muchas de las virtudes del narrador y del ensayista Pitol con despreocupación de la forma que adopta el marco que las contiene. 

Comparto, sin ánimo exhaustivo, algunas de estas virtudes: el ángulo de abordaje muchas veces insólito de las frases (tan preciso y modulado), el talento para la narración de anécdotas cotidianas, la curiosidad intelectual disparada en varias direcciones… y, ante todo, ese barniz de amabilidad, de suavidad intelectual, y de inocencia merecida (para nada un adanismo o una ingenuidad, sino una conquista derivada de un prolongado hábito intelectual y moral de tomarse las cosas a distancia y con humor) que Pitol imprime a todas sus páginas como una marca del espíritu. Una marca que acondiciona cada una de las piezas de este libro como espacios confortables, de una inteligencia cortés incluso cuando el tema que se desarrolla sea áspero como la injusticia política, las dificultades para adaptarse a una nueva ciudad o la parodia de la estupidez humana, (que Pitol parece casi agradecer como el combustible que necesita para que prendan sus dotes paródicas).

De todos estos talentos el lector puede disfrutar sin ayuda ni mediación, y además este es un artículo sobre la forma de El arte de la fuga, y conviene señalar que la estructura elegida por Sergio Pitol contribuye a resaltar sus principales virtudes. Como él mismo señala en varias ocasiones la suya es una cultura amplia, pero no musculosa; más inclinada al merodeo que a una revelación deslumbrante. Su manera de leer y pensar es más propia del amateur que del hombre de sistema, avanza por los arrebatos del gusto y del capricho. El pensamiento de Pitol (y es un rasgo extensible a su narrativa) no es intenso ni extenso, ni novedoso ni erudito, su encanto reside en la agradable sensación de pasar las páginas de un catálogo conocido en compañía de una voz cultivada, que se ha fijado en cosas en las que no acostumbramos a reparar, con la alegría generosa de quien está deseando compartir las golosinas de su conocimiento. El de Sergio Pitol es, en el mejor de los sentidos, un pensamiento magazine, que se disfruta más pasando deprisa de un tema a otro, hojeando y picoteando de aquí y allá; y que se perdería en un ensayo largo y sostenido sobre el mismo asunto, de manera que le beneficia mucho la disposición en fuga, el continuo contrapunto de textos, que permiten pasar de un tema a otro, sin abandonar el tono (cordial, humorístico, exquisito), sometido apenas a leves variaciones sugeridas por el asunto a tratar. 

Pero volvamos a nuestro argumento principal. La fuga de Pitol quizás no sea una propuesta expresa de renovación de las formas novelescas, pero de manera indirecta es posible que plantee una revolución sutil y contundente de uno de los géneros más anquilosados en el ejercicio de su tradición y en el consumo de sus hábitos: el de la biografía. El género está dominado de manera casi tiránica por el eje cronológico, por la exposición ordenada de acontecimientos respetando su progresión en el tiempo. Hay algo de romántico en la idea que el carácter se va imprimiendo en todos los acontecimientos de una existencia; y también asoma una cuantiosa deuda con la poderosa influencia del psicoanálisis cuando se busca en la infancia (como si esos años fuesen un cesto de semillas que contiene las pautas completas para el desarrollo de la planta) las claves de la actuación posterior. 

En ambos casos (la influencia romántica y la deuda con el psicoanálisis) el pasado se considera el instrumento que sirve para interpretar el futuro, y el biografiado la clave para entender la época. Se trata de una alianza poderosa entre dos corrientes de prestigio, y ni siquiera las insinuaciones de la filosofía contemporánea sobre la plasticidad de la mente, las intermitencias del carácter, la debilidad de la memoria o la disolución de la responsabilidad en el tiempo logran atenuar, ya no digamos reconsiderar sus presupuestos. El género de la biografía está tan seguro de sus procedimientos que incluso desoye la incesante lección de la novela sobre la capacidad de la vida para empezar varias veces, y el incesante cambio de la moral y los intereses. 

Quizás la única novedad apreciable en el género sea la intervención exhibicionista del biógrafo en el relato, la descripción en paralelo a la biografía de sus actividades, dudas y progresos. Una suerte de intromisión en la que ha hecho escuela Carrère, sobresaturando sus relatos biográficos de información no solicitada sobre sus andanzas, su manera de documentarse, sus crisis y sus restaurantes favoritos. El marasmo todavía es más estable (una superficie lisa, sin la menor arruga de inquietud) en las regiones de la autobiografía donde el vector cronológico domina como un tirano sin oposición. 

La propuesta de El arte de la fuga quizás haya pasado desapercibida por su sutileza (Pitol no lo enuncia) o por su contundencia (casi imposible no tomar nota después de darse cuanta), pero no hay duda que nadie le ha hecho el menor caso. Y lo cierto es que al leer El arte de la fuga como una biografía su propuesta resulta subversiva, audaz e irresistible. Pitol quiebra con su contrapunto la dictadura cronológica en dos sentidos. El primero es evidente, basta con leer el apartado sobre la «Memoria», antes comentado, para asistir a cómo Pitol desorganiza la progresión cronológica para ir saltando atrás y adelante en el tiempo, mientras cambia de «género» sin olvidar el propósito de trazar el relato de su propia vida.

Encontramos otro quiebro, quizás menos sutil, pero a su manera más decisivo, en la medida que consigue involucrar el libro entero dentro del abordaje biográfico. Consiste en una distribución temática del material vivido por oposición a la mera disposición cronológica. Así, tras el apartado dedicado a la memoria (la facultad que asociamos de inmediato con la biografía) se destilan y separan cuidadosamente aspectos biográficos relacionados con la escritura y las lecturas. ¿O es que no le pertenece también la vida a la imaginación y al trabajo, al deseo y a la ambición literarias? La manera cómo Pitol imbrica sus trabajos de escritura con los pasajes biográficos, rastrando momentos de inspiración, arbitrarios primeros latidos de los posteriores desarrollos ficcionales conscientes, evidencia esta relación inseparable entre la vida y la escritura. ¿Cómo podría un novelista dar cuenta de su biografía sin relatar el camino hacia esos libros a los que dedicó una cantidad casi sonrojante de horas, tanto en el escritorio como en el teatro de la fantasía?

Lo mismo puede decirse de la lectura a la que Pitol dedica también unas cuantas páginas. Aunque quizás sea la sección menos lograda como tentativa autobiográfica. Se trata de ensayos interesantísimos como piezas de crítica (aunque de valor desigual) donde apenas asoma el vínculo con la vida, que los integraría mejor en el propósito de conjunto. Pitol expone la variedad de sus intereses, pero no consigue que sintamos que son indispensables para comprender su vida cómo si ha hecho de manera habilidosa con los pasajes sobre la escritura.

Desde luego que no hay la menor declaración expresa de que Pitol persiguiese con El arte de la fuga proponer una revolución alternativa al género biográfico, pero un indicio de que el libro puede servir para este propósito es la parte final, dedicada a la revolución de Chiapas donde Pitol recoge los ensayos que ha ido desperdigando por el tablero literario y los vuelve a subsumir en la historia personal. Solo que la historia personal no se limita ahora a la intimidad, ni a pasajes de la propia formación, ni siquiera al relato abierto a las amistades, sino a la participación (aunque sea como testigo) de las tensiones sociales, en los desgarrones de la historia, en una de las principales heridas abiertas de México. 

Los elementos para «reformar» las maneras de escribir biografías y autobiografías palpitan en las páginas de El arte de la fuga. Entre tanto la mixtura de géneros ha seguido trasvasándose a la novela, en detrimento de la ficción y de la imaginación, con resultados dispares. En este sentido podría decirse que El arte de la fuga prefigura alguna de las estrategias corrientes de la novela contemporánea, aunque pocas veces con la limpieza estructural de lo que provisionalmente podríamos llamar «contrapunto pitoliano». 

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