POR ÁLEX CHICO

1. La antesala

El debate que proporciona la reflexión sobre los géneros literarios es también una forma de abordar la historia de la literatura. Nos permite analizar textos desde una perspectiva actual que nos ayuda a encontrar claves ocultas que se pasaran por alto en el momento en que esos textos fueron escritos. Analizar desde los géneros nos permite identificar precedentes, momentos iniciales para que una nueva forma de narrar llegue a producirse. Hablar sobre sus límites es un diálogo con el pasado que abre posibilidades creativas en el futuro. 

Puede que, en ocasiones, nos perdamos buscando términos, fundando escuelas, apuntalando estéticas. Sin embargo, cada mención no tiene por qué convertirse en una etiqueta que encapsule nuestra lectura, sino una puerta de entrada que nos da pie a repensar la estructura de una narración, su verdadero alcance. Con esa motivación comencé a aplicar un término que definiera no solo buena parte de lo que he escrito, también de lo que había leído. Así llegué a las novelas de ensayo ficción, un género que, si bien no es nuevo, sí me permitía englobar una serie de narraciones híbridas que oscilaban entre la novela y el ensayo. Un tipo de escritura que transita en la frontera, a medio camino entre diferentes géneros, y que ha sabido nutrirse de diversas formas de narrar, desde la crónica hasta la biografía, desde el diario hasta la prosa poética. Un género anfibio que necesita tierra y agua, porque sabe que cualquier asunto, por nimio que parezca, siempre está dispuesto para ser narrado. El autor de esta clase de textos parte de una premisa: todo cuenta porque todo nos cuenta. Poco importa que venga envuelto con una cubierta u otra. Al final es el lector quien decide qué tipo de libro ha leído. Por eso implica su papel activo: será él, en último término, el que elija en qué balda de su estantería coloque el libro. Lo explicó perfectamente Julio Cortázar: «la opción del lector, su montaje personal de los elementos del relato, serán en cada caso el libro que ha elegido leer». 

Eso es lo que ha entendido una parte importante de la narrativa actual. Por eso, desde hace algún tiempo percibo que las mejores páginas de la literatura en español no nos llegan exclusivamente de la novela o la poesía, sino desde el ensayo. Un ensayo, ya dijimos, heterogéneo, capaz de liberarse de rigores filológicos y predispuesto a alimentarse de cualquier forma narrativa. No un ensayo académico que presuma de profusión de datos o pretenda dar respuesta a planteamientos previos. Hablo de un tipo de escritura cuyo objetivo es añadir más preguntas porque acepta que no todo tiene una conclusión unívoca e inalterable. Un relato basado no tanto en la ficción, sino en la hipótesis y la conjetura, dos términos fundamentales para entender por qué escribimos. Tal vez por eso deberíamos conceder menos importancia a algunos conceptos y comenzar a reivindicar otros motivos de escritura. Lo contrario a la verdad no siempre es la mentira, igual que la ficción no es la cara opuesta de la realidad. En medio quedan estímulos que incentivan la creación: la conjetura, la duda, los caminos que se bifurcan a medida que los avanzamos, volviendo a esa sentencia que nos marcó Aristóteles: el historiador explica lo que sucedió, el poeta lo que podría haber sucedido. En definitiva, no se busca tanto una descripción de la realidad, sino una representación de la realidad, en la que el observador modifica lo que observa. Así, el lector sabrá que no solo está leyendo un hecho o un suceso, sino los motivos de alguien para explicar una historia. Se mueve en un terreno de figuraciones abstractas en las que nada es lo que parece. Cuando juzgamos un episodio y le añadimos conjeturas, nos damos cuenta de que hay pocas evidencias, igual que si trascribimos una vida: el lector descubrirá que esa vida es solo una fábula biográfica, una existencia posible entre otras muchas que también podrían haberse desarrollado. 

Con esa motivación comencé a aplicar un término que definiera no solo buena parte de lo que he escrito, también de lo que había leído. Así llegué a las novelas de ensayo ficción, un género que, si bien no es nuevo, sí me permitía englobar una serie de narraciones híbridas que oscilaban entre la novela y el ensayo. Un tipo de escritura que transita en la frontera, a medio camino entre diferentes géneros, y que ha sabido nutrirse de diversas formas de narrar, desde la crónica hasta la biografía, desde el diario hasta la prosa poética

El ensayo novelado dispara la realidad, provocando, en palabras de Luis Bagué Quílez, un «vitalismo expansivo». Los nuevos narradores van detrás de esos hilos y conexiones ocultas que relacionan un hecho minúsculo con un suceso planetario. El escenario se convierte en un palimpsesto en el que cada capa nos acerca a una realidad más profunda, añadiendo nuevas oraciones condicionales que nos permiten seguir ahondando. El autor se trasforma en un infatigable flâneur. Alarga el paseo cuando se dirige a una calle que no tenía prevista tomar cuando inició su camino. En la escritura ese trayecto se traduce en digresiones, paréntesis o improvisaciones que no interrumpen la lectura, sino que la sitúan de modo más firme en la tierra por la que pasan. Generan así un diálogo entre lo que está fuera y lo que permanece dentro, como un ahondamiento hacia el exterior que siempre implica un viaje de ida y vuelta. Al final lo que nos demuestran sus textos es que lo importante no es describir el fuego, sino el camino que el autor ha seguido hasta encontrar la leña. 

2. La habitación de la escritura

Tiendo a considerar la escritura como una consecuencia radical de la lectura, el último peldaño en un proceso lector. Escribimos para entender mejor una experiencia que está fuera de nosotros y, al hacerlo, la poseemos un poco más. La interiorizamos a través de nuestro propio lenguaje. 

Algunos de los narradores actuales han filtrado esa descodificación mediante el ensayo. Escritores que se han nutrido de otras lecturas y de nuevos paisajes para devolverlos con una nueva mirada. Muchos de estos ensayistas han entendido algo que ya nos explicó María Zambrano: «Quizás todos los descubrimientos nazcan cuando se ven simultáneamente dos imágenes distintas de la realidad». La nueva narrativa nos aporta una lectura novedosa a lo ya existente, porque aborda la realidad desde perspectivas heterogéneas y poliédricas. Uno de los narradores a los que me refiero, Agustín Fernández Mallo, lo resume de forma muy oportuna: «No se trata de trabajar con algo que antes no existía, sino de poner ante nosotros otra manera de organizar lo que ya estaba ahí, lo que ya habíamos visto, y esa combinación de elementos dará lugar a algo nuevo, a algo emergente». Esa es la habilidad que encuentro entre algunos escritores españoles actuales: la de hacer aflorar un escenario en donde nadie ve escena alguna, mientras añade una imagen distinta de lo que ya existía. 

Sin pretender establecer ningún canon, sí me gustaría destacar algunos nombres. Muchos de ellos han dado pie a estas notas, porque han desarrollado buena parte de lo que he comentado hasta el momento. Autores como Sergio del Molino, por ejemplo, que en La España vacía convirtió un viaje por el interior del país en una experiencia múltiple, capaz de convocar varios tiempos y, a la vez, ahondar hacia fuera sin dejar de reflejar nuestro propio interior. Igual que sucedió con La piel o Lugares fuera de sitio, un bello ejercicio de exploración que se detiene en las esquinas dobladas de los mapas. Del Molino nos demuestra cómo se puede abordar la historia desde lo minúsculo, porque todo hecho, como ya dijimos, está lleno de significados. Pienso, de igual modo, en Marta Rebón. Además de ser una excelente traductora del ruso, Rebón es la autora de uno de los mejores libros que se editaron en 2017, En la ciudad líquida. Se trata de un recorrido apasionante por diferentes ciudades que se despliegan como un palimpsesto, una superficie sobre la que se levanta un sinfín de capas. La tierra que pisamos es solo la punta del iceberg. Debajo quedan muchos estratos que también configuran lo que somos, aunque queden sepultados bajo la piel de un territorio. En la ciudad líquida es, también, una reflexión sobre la identidad y la manera que adoptamos para describir al otro. Cito uno de sus fragmentos: «La biografía es una tentativa que opera a menudo en el terreno de las hipótesis, topa con ángulos ciegos en los que se refleja la imagen del biografiado». De nuevo, se nos cruza en el camino la conjetura, porque es a partir de ella como podemos alumbrar las partes oscuras del relato. Siguiendo ese trayecto, menciono a otra de esas escritoras que nos han clarificado la experiencia del viaje: Patricia Almarcegui. En sus ensayos consigna lo que ha vivido en diversos países y, mientras nos habla de esa experiencia, es capaz de teorizar sobre otros temas. Uno de los asuntos que me resultan más sugerentes en su literatura es su comparación entre el viaje y la escritura, los puntos que unen ambas actividades, basadas en un movimiento perpetuo. Dos experiencias concomitantes que siempre logran dispararse hacia otros puntos. La realidad, otra vez, se dispara. 

Sí me atrevería a citar un nombre: W. G. Sebald. Tal vez sea este autor el que pueda servir de hilo conductor entre muchos de los ensayistas actuales. No me extraña: pocos escritores nos han hecho entender tan bien la Historia, la identidad, el viaje o el pasado. Esa influencia está muy presente en dos autores: Jordi Carrión y Cristian Crusat

Es difícil hablar de modelos literarios que sirvan como referente ineludible entre los nuevos ensayistas españoles. Si algo caracteriza su escritura es que nace de estímulos variados, independientemente de la nacionalidad, del género o de la época. También aquí percibo una heterogeneidad muy interesante. Sin embargo, sí me atrevería a citar un nombre: W. G. Sebald. Tal vez sea este autor el que pueda servir de hilo conductor entre muchos de los ensayistas actuales. No me extraña: pocos escritores nos han hecho entender tan bien la Historia, la identidad, el viaje o el pasado. Esa influencia está muy presente en dos autores: Jordi Carrión y Cristian Crusat. El primero ha sublimado el concepto de flâneur, haciendo de cada paseo una experiencia inolvidable. Nos acompaña por librerías, pasajes barceloneses, biografías medio olvidadas o vidas que, si bien conocidas, siguen resultándonos ejemplares. Conserva el magnetismo de quien convierte al lector en un caminante, un viajero inmóvil que transita, desde su lugar de lectura, hacia muchos rincones del planeta, en un ejercicio en el que se mezclan la experiencia propia y la sicogeografía. El segundo proyecta una sabia reflexión en torno a la memoria, la ausencia presente del pasado, la fábula biográfica, y lo lleva a cabo a través de múltiples correspondencias y analogías. Se detiene en unos pocos pedazos para construir un mundo y nos da una clave que, en cierta forma, podría presentarse como una poética: «Exponer la vida, narrarla. Asomarse a su interior. Asomarse tras una lente, un escaparate, una ventana sin postigos». Para alumbrar esas zonas abismales, Crusat recurre en ocasiones a otras artes, de la misma manera que Luis Bagué Quílez en uno de esos libros fundamentales para demostrar el buen estado del ensayismo español: La Menina ante el espejo. Bagué Quílez no descarta cualquier estímulo que le sirva para expandir la realidad, buscando nuevos huecos que alumbrar, mientras incentiva un espíritu especulativo que, según él mismo escribe, «justifica la germinación de todo tipo de historias». La obra se convierte así en un puzle de hipótesis que oscilan entre el cuento y la vida.

Entre esos dos motores transita también El infinito en un junco, de Irene Vallejo. El cuento y la vida se entremezclan aquí para festejarse. Ese es, me parece, el espíritu de este libro, que está llamado a ser un clásico contemporáneo. Vallejo emplea todos los mecanismos de la narración para seducir a un lector absolutamente entregado a sus páginas. La habilidad de la autora, más allá del conocimiento que demuestra, es cómo aborda una reflexión sobre el origen del libro. Su estructura sigue el mismo impulso de Sherezade: contar historias en las que se juega la vida en cada frase. Una vuelta al pasado que no discrimina las trazas de su propia biografía, porque al lado de griegos y latinos Irene narra también su experiencia lectora. De nuevo, los planos de lectura no se limitan a unos datos concretos. Proponen, también, un recorrido que nos explique por qué la autora tiene la necesidad de exponerlos. 

Merece la pena, ya por último, citar unos pocos nombres más. Autores que manejan datos, sí, pero que no renuncian a las posibilidades que les concede el lenguaje, a través de analogías o metonimias como puntos de fuga del relato. Pienso en Agustín Fernández Mallo y su libro La mirada imposible, en donde se entretejen redes y eslabones que, una vez juntos, parecen indivisibles, mientras la narración conecta hechos minúsculos (un váter, un desecho, la basura) con una mirada de largo alcance. Pienso también en nuevos creadores que nos están aportando algunas de las páginas más originales de la literatura española contemporánea, como Vicente Luis Mora, Ginés S. Cutillas, Remedios Zafra, Eduardo Laporte, Javier Morales, Alberto Santamaría, Mario Martín Gijón o Miguel Ángel Hernández, entre otros muchos. Autores que, en definitiva, no solo buscan lectores, sino espectadores, cuando no testigos. Nos introducimos en sus libros como quien entra a una habitación oscura, a la espera de que su mirada nos habitúe a la falta de luz para comenzar a distinguir todos los detalles.