Domingo Ródenas
El orden del azar
Anagrama
600 páginas
Al grueso de los lectores el nombre de Guillermo de Torre apenas les sonará de nada; poco importa, porque la seducción irresistible de ese libro está en la felicidad de estilo con que Domingo Ródenas lo ha rescatado imprimiendo el swing más fresco a una erudición apabullante. Al poco de internarnos nos arrastra una populosa trama de manifiestos, revistas, pullas, estrategias e intrigas de todo tipo brotadas o urdidas en torno a ese oscuro Torre, abanderado de la batalla de lo joven en la Edad de Plata y bregado en todas las ramas de las letras: desde la creación, la crítica, la teoría o la historiografía hasta el sinfín de responsabilidades desempeñadas en las salas de máquinas de Austral, Sur o Losada.
Son varias las tramas con las que Ródenas da nervio novelesco a esta minuciosa enciclopedia de la vida cultural de preguerra: una —garantizo carcajadas— son las ansias de grandeza de una inteligencia intemperante y precocísima que a fuer de años y mofas pulió sus estridencias sin perder un ápice de brillantez. Es el Torre ultraísta, petulante y redicho, afanoso por que la sociedad literaria le abra las puertas y dar el salto a las principales cabeceras. Riámonos, pero solo lo justo, porque de aquella intemperancia nació una correspondencia salvaje con toda suerte de nombres de la vanguardia europea y latinoamericana requiriendo plaquettes, revistas, colaboraciones… una balumba que contiene el sueño húmedo de cualquier bibliófilo y con la que Ródenas despliega un gigantesco atlas de la vanguardia y del internacionalismo de las élites. Fue el Torre con pujos de director de orquesta, el que pronto asombraría urbi et orbi con Literaturas europeas de vanguardia (1925) y el que recibiría mil y un merecidos pellizcos por la torpeza con que propuso una capitalidad madrileña que desplazase a París como meridiano de las vanguardias hispanohablantes. Aún hoy, entre los pocos que lo recuerdan, parece que aquellas meteduras de pata hubieran eclipsado el resto, que fue ingente, como verá el lector de este libro.
Pero en el largo aliento de esta historia cultural hay por lo menos dos tramas novelescas más: la segunda trata de un Torre concomido por la angustia de no hallar tiempo para escribir las grandes obras que de él se esperan. Dividido en mil tareas, acosado por la falta de ingresos suficientes, su tesitura guarda no pocas concomitancias con los sinsabores de su cuñado, Borges, para afianzar una carrera sembrada de bandazos y tropiezos hasta alcanzar su madurez de escritor. El juego de espejos recorre el libro de tal manera que no es exagerado decir que contiene en filigrana una biografía literaria de Borges con mucho de biografía moral; una que arroja el retrato de una figura más bien mezquina, fatalmente desvalida, sublimadora de sus frustraciones en prodigiosa literatura.
Queda una última novela: es de amor y preside el conjunto. El flechazo con Norah Borges fue inmediato y se alimentó desde la distancia geográfica mediante cartas y reseñas en las que Torre ponderaba las primeros cuadros de Norah y ella los poemas de Hélices. Es esta la parte emotiva del libro, llena de entusiasmos e impaciencia epistolar y de versos como los que se leen en la página 169, dignos de saltar a cualquier antología. Después llegó el «aturdimiento feliz» de ser padres, por citar una de las muchísimas perlas expresivas de estas páginas.
Me digo, con todo, que hay un último libro que no está propiamente escrito, sino que se nos va imponiendo por efecto de la técnica compositiva. Urdido mediante la alternancia de capítulos que avanzan con y contra el orden del tiempo, el conjunto acaba creando un centro inexpresado fruto de narrar la etapa desde el mirador de la derrota republicana. Ese centro ausente —la dictadura, fuera del plan narrativo— queda estética y moralmente incorporado como drama y truncamiento de una etapa feraz de modernidad cultural resucitada con toda la fastuosidad de lo menudo.
Es muchísimo más lo que cuenta este medio millar de páginas con la gracia de quien comparte, generoso y jovial, lo atesorado a lo largo de una vida de estudio. Está aquí, con una prosa excepcional y adictiva, el sueño de todo historiador: que los libros y las vidas suenen con la voz que tenían cuando aún no eran cuanto acabaron siendo; devueltos a la fragilidad de lo contingente, cuando eran azar y no el orden que el tiempo les impuso. Un festín de inteligencia y estilo. Un libro verdaderamente importante.