Eduardo Mendoza
Teatro reunido
Seix Barral, Barcelona, 2017
363 páginas, 19.90 € (ebook 11.90 €)

 

POR ANA RODRÍGUEZ FISCHER

 

Debemos celebrar la aparición del Teatro reunido, de Eduardo Mendoza, volumen que contiene las tres piezas dramáticas originales del autor: Restauración (escrita en catalán, estrenada en 1990 en el teatro Romea de Barcelona, traducida al castellano por el propio Mendoza y publicadas ambas versiones ese mismo año en Seix Barral); Gloria (no estrenada y publicada en 2006) y Grandes preguntas (Greus qüestions, estrenada en el Teatro Salt de Girona en 2004, pero no publicada hasta ahora).

Cualquier lector del Eduardo Mendoza novelista habrá advertido la fuerte impronta del arte escénico en sus narraciones, y en más de un aspecto. No podía ser de otro modo si consideramos que el autor nació «con el teatro puesto», tal como afirma en el prólogo al libro, donde habla de la pasión teatral de su padre —que lo llevaba con asiduidad a estos espectáculos y le daba a leer obras clásicas y modernas—, de los escarceos con este arte durante sus años universitarios y de las posteriores adaptaciones que él firmó: El sueño de una noche de verano (1986) y Antonio y Cleopatra (1995), de Shakespeare, junto con Panorama sobre el puente (2000), de Arthur Miller.

Recordemos que en su primera novela, La verdad sobre el caso Savolta (1975), los personajes se mueven en auténticos escenarios o tablados teatrales, rasgo apreciable ya en la primera escena —la del interrogatorio judicial—, y que todas ellas se presentan sin apenas acotaciones, de manera que todo aparece ante el lector de manera inmediata y cercana. Y no sólo eso, sino que en gran medida conocemos a los personajes por sus movimientos, sus gestos y, desde luego, sus diálogos, lo que convierte la obra en una narración dinámica y vivísima. Esos diálogos, además, sobresalen por su riqueza lingüística, que combina diversos modos discursivos, las jergas profesionales y el habla representativa de una clase social o de una zona geográfica.

Es ineludible recordar aquella primera novela de Mendoza por su naturaleza verdaderamente seminal (si la consideramos a la luz de la posterior trayectoria del autor) y también porque resuena continuamente en Restauración. Ambientada en ese periodo de nuestra historia del siglo xix, la obra está mechada con una serie de microrrelatos que dan cuenta de la vida de los personajes o de algún episodio relevante de las mismas, alguno de regusto claramente folletinesco. Además, en la pieza se combinan dos elementos muy característicos de nuestro drama romántico: el trasfondo histórico, que a menudo sustenta la rivalidad u oposición entre los protagonistas masculinos, y la pugna sentimental, que también fomenta dicho enfrentamiento. Aquí el elenco de personajes se reduce considerablemente, y tan sólo está compuesto por Ramón, un joven soldado desertor; Mallenca, una mujer solitaria y retirada del mundo; y Bernat, el amante que la abandonó y ahora regresa; a ello se suma la breve aparición estelar del Rey Alfonso XII y del general carlista Llorens. El conflicto de la identidad y la impostura y el secular cainismo hispánico vertebran toda la obra, impregnada de humor (y en ocasiones de sarcasmo), con resabios de farsa y situaciones absurdas que acaban resolviéndose a la manera esperpéntica. Todo está rebajado: «He de elegir entre un sinvergüenza, un soñador y un tonto, y no sé quién es quién», se lamenta Mallenca en un momento álgido del drama. La irreverente libertad con que Mendoza mezcla códigos y registros lingüísticos agita notablemente este tablado en el que se mueven auténticos artistas del sutil y difícil arte de la esgrima verbal, apoyada en un deslumbrante despliegue retórico y en todo tipo de estrategias dialécticas, ofensivas y defensivas. El quiebro continuo de las expectativas que se abren ante el lector o el espectador es uno de los rasgos más sobresalientes: «¿Por qué a Santiago de Compostela, que está lejos, y no a Montserrat, que está más cerca?», le pregunta Mallenca a Bernat cuando éste le cuenta sus peripecias como peregrino, a lo que él responde: «¡Mujer, no es lo mismo! A Montserrat va cualquiera; a hacer una paella o asar unas sardinas. Mi caso es importante y, como la conflagración se extiende por todo el territorio español, pensé que una Virgen local no bastaría».

Similares rasgos y cualidades sostienen también las otras dos piezas. Más relacionada con Restauración está Gloria, que como aquélla está escrita en verso, regular y medido, como algún que otro endecasílabo, y también en verso libre. De título polisémico, pues al par que alude a uno de los personajes protagónicos responde asimismo a otras acepciones comunes del término. Gloria es una comedia en un acto ambientada en la actualidad y que, a partir de un conflicto de índole financiero —la retirada de capital de una editorial por parte del inversor único de la misma tras su separación matrimonial—, y de todo cuanto se deriva del mismo, hace aflorar el fondo más turbio de la condición humana —el egoísmo, la mezquindad, la codicia, la traición, la mentira, las corruptelas, la envidia, el rencor…— a través de resortes que combinan la comedia de enredo con el melodrama y el folletín. Lo cual no obsta para plasmar una crítica directa a estos tiempos presentes sacudidos por la ambición y los intereses materiales, incluido el mundo de la cultura tomado como un mero negocio.

Es muy interesante observar, en aquellas intervenciones referidas a la amistad juvenil entre los tres personajes que fundan y sostienen la editorial, la inclusión de una pequeña crónica generacional que apunta datos significativos de la formación intelectual y de la educación sentimental de sus miembros.

Grandes preguntas va encabezada con una cita de Samuel Beckett, autor al que sin duda Eduardo Mendoza conoce bien y posiblemente nunca ha olvidado, porque, durante sus años universitarios, con un grupo de amigos decidieron representar Esperando a Godot, y, al no disponer de suficientes ejemplares de la obra, él se ofreció a pasar a máquina el texto para tener así tres copias en papel carbón, lo cual fue un buen aprendizaje: «Copiar a los clásicos es un ejercicio que deberían practicar todos los que quieren escribir. No basta con leer. Hay que poner atención en cada palabra».

Está escrita en prosa y es una obra ajena al anclaje o las referencias históricas de las otras piezas, y en ella se representa el encuentro o careo —entre el interrogatorio policial, el test psicológico y la confesión— entre Tobías y el recién fallecido Daniel. Más allá del sinsentido y el absurdo que por momentos recubren sus diálogos, la gravedad impregna otros momentos que trueca en la comedia en espejo directo de la vida que arroja una imagen donde naufragan las categorías admitidas, las transcendencias varias y muchos de los valores sociales impuestos. «La mediocridad es una forma de adaptación al medio. Y ante la indiferencia de los dioses, la única factible. Ya no hay héroes, ni anacoretas, ni mártires, ni siquiera leones que se quieran comer a los mártires», le espeta Daniel a Tobías, y añade líneas abajo: «Quizá yo soy un hombre mediocre, pero usted no es mejor. Somos la misma cara de la misma moneda. Y encima la moneda es falsa. Nos han engañado, señor Tobías. Todo está controlado, todo está programado, y todas las preguntas están contestadas».

Tal y como apunta Pere Gimferrer, en el prólogo a Restauración, el teatro de Eduardo Mendoza es «también un viaje al fondo de la galería de sombras, de obsesiones personales, de mitos privados, y de esfinges secretas que determina que sus textos, tan divertidos, nos puedan además conmover en dos sentidos: por el triunfo del puro instinto artístico y por la contenida verdad humana».

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