Luciano Feria
Sentido y melancolía
RIL Editores, Barcelona, 2020
268 páginas, 18.00 €
POR ÁLVARO VALVERDE

 

 

Luciano Feria (Zafra, 1957) es autor de los libros de poesía El instante en la orilla (Diputación Provincial de Badajoz, colección Alcazaba, 1989), Fábula del terco (Premio Vicente Gaos, Ayuntamiento de Valencia, 1996, y Editorial Germanía, 2001) y De la otra ribera (Del Oeste Ediciones, 2004). También de la novela El lugar de la cita (RIL Editores, 2019), premiada con el Dulce Chacón, uno de los galardones más honestos y democráticos del panorama, a un libro ya publicado.

Hasta su reciente jubilación, Feria, formado como filólogo en la Universidad de Extremadura con maestros de la talla de Juan Manuel Rozas y Ricardo Senabre, ejerció la docencia como profesor de instituto. Casi siempre en su localidad natal, que prácticamente no ha abandonado a lo largo de su vida; tan importante, en consecuencia, para su literatura, sobre todo en su faceta narrativa. Esto explicaría que para muchos, fuera de su apartada región, sea un extraño. Parte de la culpa de ese desconocimiento se debe, a buen seguro, a la escasa repercusión de su obra –muy breve, ya se ve– no por su falta de calidad (a eso iremos ahora), sino por la modestia de las editoriales en las que ha publicado. Al menos hasta el presente tiene como editor a su paisano, el también poeta Francisco Najarro. En RIL, la editorial hispanochilena de la que este es responsable, se publica Sentido y melancolía (dentro de la colección Ærea / Selección Personal, serie que dirigen los argentinos Eleonora Finkelstein y Daniel Calabrese), un libro que reúne su poesía completa. En el prólogo, que titula «Relectura», explica muy bien (se nota la veta didáctica) su propuesta: «El motivo por el que aparecen aquí agrupados con el título de Sentido y melancolíaEl instante en la orilla (1989), Fábula del terco (1996) y De la otra ribera (2004)– no obedece exactamente a una necesidad de síntesis tipográfica en la presentación, sino a la exigencia organizativa de un proyecto literario (del cual ahora me encuentro consciente por completo: cuando lo comencé aún se trataba de una vaga intuición, no sé si por influencia de mi admirado Jorge Guillén o por la naturaleza de mi carácter) que consiste en el desarrollo de una hexalogía cuyos textos conformen, uno detrás de otro, el progresivo y lento proceso de profundización espiritual que ha supuesto para mí la aventura literaria. O dicho de otro modo: mi deseo de resaltar para las y los lectores hipotéticos de la obra el sentimiento y la convicción de que, en realidad, se trata de un solo libro por encima de géneros literarios, tramas diferentes, personajes y hasta diversos lenguajes».

Explica después que en esa «hexalogía» hay dos «etapas o ciclos». El primero se ocuparía de la poesía y el segundo de la narrativa, en forma de novela (por más que El lugar de la cita sea todo menos una novela al uso, pues contiene diario y ensayo). El primero está completado –es este libro– y al segundo, La ciudad y la siembra, le faltan dos partes que ya tienen título: «Colonizaron nuestras almas» y «Capítulos de espera». Aunque no lo parezca, si nos atenemos a los resultados, Feria es un escritor racional que concibe primero sus proyectos y luego los materializa. Con brújula, diría Marías. Con plan. Hasta donde eso es viable en poesía.

Se refiere más tarde a las correcciones, algo habitual cuando de recoger de nuevo lo ya publicado se trata. Confiesa que tan solo ha retocado su ópera prima («poemario del que, a poco de publicarse, ya estuve insatisfecho») y, en lo fundamental, para adecuarla al versículo, que es la forma elegida en sus otros dos títulos. Concluye que no cree que «en esencia se trate de un texto nuevo». «Lo que estaba en juego –dice– era la naturaleza realizada del libro tal como lo concebí».

Le gusta a Feria «aquella definición del poeta como “lobo nostálgico” que propuso Ungaretti». Su «experiencia poética» sería una suma de memoria y del «hambre, la sed errabunda en busca de un sentido de la vida». «Sentido», primera palabra del título de este libro. Sí, hay una «terquedad […] en que la existencia alberga un misterioso (u oculto) potencial de luz frente a tanta sensación de absurdo o caso como nos avasalla». «A través del conocimiento que la poesía nos proporciona, he experimentado un proceso de transformación personal que, a modo de viaje iniciático, me ha ido acercando al sueño de la reconciliación con la ambivalencia constitutiva de la vida», añade.

La belleza, «metáfora del origen», le fue convenciendo de que la poesía «es una apuesta de la esperanza por el reencuentro de una nueva inocencia que nos alce a la liberación». En su «vivencia poética» han estado presentes tres elementos centrales: el psicoanálisis, la religión y el arte. A la busca de «la libertad, la felicidad y la sabiduría», «sinónimos» para él de «trascendencia». Y cita a Jung («el sí-mismo»), Juan Ramón Jiménez y Valente, entre otros. «Toda una aventura, pues, la poesía», sí, más aún entendida de este modo. Una mística, diría. Termina su breve introducción de la mano del filósofo italiano Stefano Zecchi para manifestar que «el poeta, esa persona que al hablar escucha, es también un héroe impenitente atravesado por la melancolía. Es decir, un héroe nocturno».

El primer libro, El instante en la orilla, fue escrito entre 1978 y 1987. Se abre con un epígrafe del recién citado Valente, consta de tres partes con tres poemas cada una y está dedicado a la memoria de su padre. El tema de la prematura muerte del padre es, digámoslo cuanto antes, una línea central de esta poética. Más aún, todo parece pivotar alrededor de ese desgarro que, ya digo, se relaciona a su vez con los otros temas principales que la atraviesan: la infancia, el amor y el lenguaje.

Al principio, el tono es hímnico, por más que lo elegíaco sea una modulación inseparable de esta obra en su vertiente melancólica, que, más allá del título, cruza de Sur a Norte este preciso territorio. La atmósfera es clásica; griega, para ser exactos. El lenguaje, inspirado, lo que no deja de ser una constante en esta escritura paradójicamente calculada. Siguiendo a sus maestros, ese lenguaje es elíptico y de gran carga simbólica. Sigue las enseñanzas del autor de Punto cero en lo relativo al «repliegue poético». Esa «aventura de la lengua retráctil», que diría el poeta gallego, lo que aporta misterio pero también complejidad a esta poesía honda y de gran densidad. A favor de lo intenso.

La muerte («Pero existe la muerte», «Qué sola la palabra delante de la muerte», «Más sé que la muerte acecha / detrás del corazón», «Nocturna, sin espacio, la muerte / se presagia en lo oscuro») es otra nota persistente, como el símbolo del mar («Era el mar, era la mar. Era nuestro destino»), que se repite a lo largo de este libro de libros basado en una unidad de la que Cántico, de Guillén, podría ser un modelo. Hay más símbolos; así, el frío (de estirpe gamonediana, fruto de otro magisterio indeleble), la luz y la sombra, la llanura, el río, el verano, etcétera. Y otra obsesión: la del tiempo («lo trágico del tiempo…»), la amenaza de la temporalidad. El que «se encarnó en la muerte prematura de mi padre, se / había encarnado antes en la muerte fronteriza de mi / abuelo (la infancia sin conciencia, la adulta pena de la / realidad), y al amor / trazó del camino. / (Recordabas)».

Y siempre las palabras y la reflexión sobre ellas, la metapoesía, y, en consecuencia, ya se indicó, una consistente indagación sobre el lenguaje. Como ha explicado muy bien Enrique Andrés Ruiz: «La modernidad de un autor [y Feria es un poeta de su época] creo que estriba, precisamente, de esa penosa circunstancia de escribir y de verse al mismo tiempo escribiendo, como dos personas distintas». El poeta dice: «A veces, cuando brotan exactas, lúcidas, revelan / secretos que ignorábamos, iluminan las sombras, nos / traicionan / solo por la verdad». Se refiere a las palabras.

No faltan aires veterotestamentarios en esas páginas. De los salmos, por ejemplo. Apela Feria a los sueños («Cómo regresar a / la vida / sin sueños») y a la sinceridad del sentimiento. Y ahí, el dolor, otra constante, como la ansiedad, las pesadillas, el insomnio o la incertidumbre. Se suceden ciclos de abatimiento y de entusiasmo. De caída y de resurrección. «Es la más honda plenitud: saber y sentir en lo imperfecto / la perfección. En el instante, la eternidad. Que no existe, / ay, otra / más alta luz». Y en medio, el enigma del canto: «Poeta, desde lejos vinimos para invocar el canto», «Hagan la luz los dioses en el canto».

El humanismo lo impregna todo. Es consustancial a esta obra coherente y limpia donde impera la ética, esa deseable coherencia entre pensamiento y comportamiento. La ejemplaridad, por decirlo con Javier Gomá. «Todo está dentro del hombre». Feria escribe: «Sálvese siempre la belleza. Venga la luz despacio a la palabra». Insta al poeta a que halle «que en el hombre puede darse lo eterno si canta / a la verdad». E insiste: «Pero a la muerte ¿cómo la cantaré para vivir?». Y, lúcido, pregunta: «¿Dónde está la verdad del canto?». A modo de respuesta, afirma: «De la palabra siempre brota la luz». O: «Y dije: Toda, toda la vida es verbo. Escuchadme».

Fábula del terco está escrito entre 1988 y 1994. La dedicataria del libro es Rosa, la mujer del poeta («Amor mío: este canto»), una figura clave en la vida y en la obra, tanto da que da lo mismo, de Luciano Feria. Pocas existencias, por cierto, más entregadas a la causa de la literatura que la del zafrense. No se explican la una sin la otra, o viceversa. En uno de los epígrafes que abren el libro (de Juan Luis Panero), se alude a ese «oficio melancólico». Se trata de «darle entonces a la melancolía el sitio / suyo para la salvación».

Y allí, otra vez, la muerte del padre: «Padre: mi vida se ha asomado a un abismo de luz». De nuevo estamos ante un extenso poema dividido en fragmentos. La obra continúa. El único libro, como él mismo apunta. No en vano se presenta el poeta en tercera persona como el autor de El instante, el poema «que le dio serenidad para mirar la muerte». «Yo escribía para poder vivir», confiesa. Y: «La melancolía es mi secreto». Está en Bríndisi, por lo que es inevitable la referencia a Virgilio, donde el poeta latino muere. (Alguna vez ha subrayado Feria la importancia de la novela La muerte de Virgilio, de Hermann Broch).

«Un poema / es como una ciudad», revela. Y eso, en suma, funda. Para que la poesía sea habitable. Alrededor, el desierto, que uno intuye símbolo jabèsiano (del francés Edmond Jabès), otro poeta al que menciona Feria al final de este libro. También hay ecos del Saint-John Perse de Anábasis (como nombra una de las partes). En una nota final nomina a numerosos poetas «con cuyo verbo he celebrado también la luz de mi memoria». Entre ellos, Homero, Lorca, Miguel Hernández, Alberti, Claudio Rodríguez, Colinas…, y los extremeños Ángel Campos Pámpano (el que fuera su editor) y José María Lama (íntimo amigo suyo, de Zafra también, estudioso de su obra literaria –como su hermano Miguel Ángel, profesor de la UEX–, que, según él, «brota con la lentitud y perseverancia, con la terquedad, con la que se segregan las resinas»).

El poeta, que se considera «triste» («Tristes, éramos hombres tristes cargados de melancolía, sí»), explica que un poema «se construye sobre todo con lágrimas», que «ha soportado / el infierno en los ojos». El lenguaje de Feria es poderoso y su ritmo atrapa al que, perplejo, lee. El tono, épico. Recuerda, a rachas, la poesía de otro extremeño de su generación: Basilio Sánchez. «Perdóname el destino, la coherencia, la ley de la poesía». En su «camino hacia la purificación», lentitud, contemplación y armonía. «Tardamos mucho en pronunciar las palabras de dentro», las únicas que a Feria le interesan. Hay un hilo narrativo que desvela una historia que termina así: «Rosa, amor mío: he terminado el libro. Estoy en casa». Antes, declara: «Es esta nuestra gente, amor mío; nuestra ciudad es esta».

De la otra ribera está fechado entre 1995 y 2002, tras «cinco años de meditación desde que terminé Fábula», y se lo dedica a sus dos hijos. Primero fue el padre; luego, la mujer; en este, los hijos. Pronto escribe: «Este libro ha de ser / pronunciado solo / por quien no quise ser». Y otra fecha: 5 de enero de 1995, cuando «el poeta supo que iba a tener que escribir de nuevo sobre la trascendencia». Y, ya que menciono esta palabra, conviene resaltar que estamos ante una poesía del pensamiento, meditativa (para seguir la denominación que fijó Valente en uno de los ensayos de Las palabras de la tribu), que, por beber de fuentes filosóficas, tiene una impronta metafísica. Por eso, Feria alcanza por momentos la categoría de pensador.

«Dios mío, / rezo, hablo, digo, soy poeta de nuevo, / ese niño, Dios mío». Sí, la presencia de Dios es otra constante en esta poesía religiosa en su sentido etimológico («doctrina que liga fuertemente al ser humano con dios o los dioses»), algo que se aprecia sobre todo en este libro. No es tanto la religión como Dios y su trabazón con lo cotidiano, con la experiencia de cada día y de cada uno. Esa dinámica entre trascendencia y cotidianeidad está muy presente en todo lo que escribe. «La belleza de la literatura –dijo–, como la de la música, es sobre todo espacio y acontecimiento de lo sagrado», una lectura de Steiner.

Escribe: «Yo creía que iba a morirme joven / como mi padre», «como mi padre, / muerto joven como mi padre». «Mi padre, cuando yo, su único hijo, iba a cumplir los diecinueve años». Luego evoca otras muertes de su familia, a destiempo también. Y a otras personas capitales en su vida, como su abuela («y sus ojos / llenos de amor»). Se dirige a Astenái. Recuerda los veranos luminosos de su infancia (ante todo sigue siendo el niño que fue). La «memoria de la luz» que allí reside. Cuando el padre vivía: «Yo cerca de ti en el centro del mundo, padre». Entonces, «ser libre, ser sin miedo / a la vida / ni a la oscuridad». «Estar en confianza». Allí, relatos familiares y cuentos infantiles contra el miedo: «Soy honesto, / Dios mío: esto es el miedo».

Jung, Eliade… «Oh, territorio sagrado de la palabra». Se trataba de «volver a ser el niño que se ha liberado de la infancia», «paradoja de la resurrección». «Como una carta íntima / como un diario». En efecto, el propio Feria en la nota final asume que estamos ante un «diario espiritual», que el libro está «concebido, pues, como diario».

Zafra, la lluvia (otra metáfora que es otro símbolo), el abuelo Luciano, el caballo blanco, «los animales lentos», «la neurosis» (que nombra más de una vez)…, y «esta sombra, esta amarga pregunta eterna sobre la muerte». Y en la duda, Unamuno, otro referente. Es entonces cuando habla de sus libros anteriores, de que en El instante… aprendió «el valor irrenunciable de la imperfección», de que con Fábula («una fábula de la ciudad») «una mañana, atravesé para siempre mi centro».

«Creo en el poema como lugar de cita y de hora festiva», reconoce. Menciona a Machado y a Juan Ramón Jiménez. Escribir cura, salva. Todo empieza y termina en la poesía. Como para esos maestros. Y vuelve: «No me das tanto miedo, muerte. / Voy a entrar en tu territorio». Y: «Padre, ¿tú que sentiste en el momento de tu muerte?». Para acabar reconociendo: «Señor, no se me quita el miedo». «Este pecado, este extraño pájaro negro». «He vivido, pues, en el miedo, sí». Para él, la palabra más hermosa es «alegría» y «la más hermosa por profunda: esperanza».

«Escribo / como aventura», concluye (en otro sitio escribe: «Texto: laboratorio»). Y: «No, no, este no era un libro sobre el dolor, sino sobre la fe», «un testimonio claro, una creencia fuerte en la fecundidad de la esperanza; libro de amor, lector». «Un diálogo sincero conmigo mismo y con Él (el Sembrador de Estaciones)», «Dios de mi vida». «Señor, yo escribo», que a uno le lleva al «eu escrevo» de Sophia de Mello Breyner Andresen.

Se cierra la tercera entrega, última hasta la actualidad, con «Adentro en la espesura», lo que propicia, para empezar, que insistamos en una nota característica de esta poesía, propia de alguien que ha leído a los místicos (de san Juan de la Cruz a Ibn Arabí, de Rumi a Jabès, de Eckhart a Panikkar) y al cabo ha levantado una suerte de mística, ya se sugirió, identificable con su poesía. Por la aventura espiritual que encierra y porque «incluye misterio o razón oculta», primera acepción de esa palabra en el diccionario de la RAE.

«Este es el libro de las presunciones», «como si la poesía fuera […] el símbolo […] de la sangre derramada del hijo». «¿Qué es la palabra sino una invitación para exprimir la vida?». La obra se torna ensayística: Berrio, Trías, Lotman… Pero también hay espacio para torerías y anécdotas futboleras: «Ese eres tú, muchacho».

Termina el libro: «Aquí me tienes, por fin, Dios mío, hombre y cansado, tan frágil». Un libro «abierto», «aún inacabado» que tendrá su continuidad, dijo entonces, en novelas que ya han llegado (como El lugar de la cita, complemento ideal de esta lectura, donde, por cierto, reflexiona sobre algunas de las incertidumbres del proceso de elaboración de este último libro) o llegarán, hasta que se termine esta ambiciosa hexalogía propia de un escritor, de un poeta, concienzudo y riguroso, exigente consigo mismo y con el lector (al que necesita como cómplice), dueño de una voz sin parangón en el panorama lírico nacional.