POR JORGE BRIOSO
A mis dos compañeros del Camino de Santiago,
Joaquín Álvaro Mendieta (Coque) y José Lasaga Medina
Introducción[i]

El pensamiento siempre ha estado poblado por fantasmas. Sócrates hablaba de una voz, a la vez divina y demoníaca, que lo acompañaba e inspiraba desde niño y que lo disuadía de intervenir en los asuntos de la polis. Su fidelidad a esta voz le causó la muerte. Los atenienses lo acusaban de creer más en este demonio interior que en los dioses de su ciudad. Descartes en sus Meditaciones metafísicas se refería a un espíritu maligno que lo llevaba a creer en cosas tan absurdas, en su opinión, como la realidad del mundo exterior y de su propio cuerpo. Goya, en uno de sus Caprichos, nos recordaba que la razón mientras duerme produce monstruos, fantasmas que cuestionan las ficciones racionales que construimos en nuestra vida diurna. Hay una radical ambigüedad en estas figuras fantasmáticas. Por un lado, son fuente de inspiración y de nuevas formas de pensamiento; por otro, están asociadas al engaño y la destrucción.

Los fantasmas que habitaban el pensamiento, a partir de cierto momento, empezaron a recorrer el mundo. El mundo no sería el mismo después de aquella invocación que Marx hacía al principio del Manifiesto comunista: «Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo. Todas las potencias de la vieja Europa se han aliado en una sacrosanta cacería de este fantasma: el papa y el zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los policías alemanes» (50). Lo que no suele tenerse en cuenta es que la primera vez que el fantasma que poblaba el mundo contemplativo de los filósofos salió al mundo de la res extensa, donde hay sólo cuerpos, fue en 1651, en el último capítulo del Leviatán. Allí Hobbes afirmaba: «No fue, por consiguiente, cosa difícil, para Enrique viii a pesar del exorcismo, ni para la reina Isabel, a pesar del suyo, expulsarlos. Pero ¿quién sabe si este espíritu de Roma, que ha salido y deambulado por las misiones a través de los áridos lugares de la China, del Japón y de las Indias, donde encuentra escaso fruto, no puede volver, o bien que una asamblea de espíritus peor que aquella, entre y habite en esta limpia casa, y hagan peor el fin que el principio»? (576). Ambos fantasmas, el de Hobbes y el de Marx, prometen la disolución del orden civil. También ambos suponen el fin de la historia, tal y como la conocemos: para Marx, el fantasma inauguraría una nueva era donde los hombres dejarían de interpretar la historia y empezarían a transformarla; para Hobbes, los hombres regresarían al estado de naturaleza, allí donde reina la guerra de todos contra todos. Estos espectros develan la tesitura afectiva de sus respectivos pensadores. El afecto primordial en Marx es la promesa, la esperanza, y en Hobbes, el miedo. La promesa y esperanza de Marx anuncian la utopía; el miedo de Hobbes está totalmente condicionado por el estado de anarquía que siempre acecha al Commonwealth. También ambos configuran las dos formas de teología política más influyentes en la modernidad: el mesianismo de Marx; la civilización del infinito[ii] de Hobbes.

En este ensayo nos dedicaremos a dilucidar la segunda de estas teologías políticas y las sagas que ha tenido en el pensamiento contemporáneo. Si la invocación del fantasma por Marx marcó la pauta de la más duradera, y más exitosa, forma de totalitarismo en el siglo xx, el exorcismo del fantasma por parte de Hobbes signará las formas totalitarias del siglo xxi. Respecto al totalitarismo que vino de la mano de la figura de Marx lo sabemos casi todo, aunque muchos se empecinen en olvidarlo. El totalitarismo que vendrá con Hobbes vive en estado de incubación en las sociedades democráticas. En primer lugar, porque en ellas la verdad tiene que subordinarse al consenso, a la opinión de la mayoría y es la autoridad de la mayoría, y no la verdad en sí misma, la que hace y funda la ley. Se renuncia a cualquier forma de autoridad que no provenga del consenso y, por ende, a cualquier noción de verdad que no se derive de un arbitraje democrático. En segundo lugar, porque Hobbes propone una forma inédita del totalitarismo, un totalitarismo antidoctrinario donde el dogma se reduce a sus mínimos. Ya no hace falta adoctrinar las conciencias para poder dominar. Esta nueva forma de totalitarismo puede convivir en paz con el pilar que sostiene las democracias liberales: la libertad de conciencia, el carácter privado y libre, incluso anárquico, de las nociones de bien. Se puede pensar lo que se quiera siempre y cuando estos pensamientos no atenten contra el orden civil reinante. Dictadura de la mayoría y sacralización del propio desorden interior. Se dejará que nuestros demonios interiores subviertan todos los órdenes imaginables en nuestro foro interno siempre y cuando estas rebeliones del alma no traten de intervenir en la esfera pública. Se puede encontrar sagrado el desorden del espíritu, como quería Rimbaud,[iii] siempre que se acepte que la férrea secularidad y el rotundo carácter prosaico del mundo real nada tienen que ver con estos exabruptos místicos. Anarquía interior, obediencia, sin convicción, del orden existente. Resulta casi imposible derrocar a un régimen en el que nadie cree. Esa será la nueva fórmula de la opresión en el siglo xxi.

Que dos actitudes antagónicas ante los fantasmas, convocarlos y exorcizarlos, terminen produciendo el mismo resultado (un poder totalitario) resulta paradójico por el carácter antitético, diametralmente opuesto, de estos dos espíritus. Sin embargo, se debe tener en cuenta que hay algo indomable en estas figuras y en el trato con ellas. Sea vía su invocación o su conjuro terminan produciendo el mismo resultado: un poder con vocación de absoluto. Los fantasmas, además, nos tientan con el falso don de la profecía. Marx se equivocó en muchos de sus pronósticos. Yo espero tener la misma suerte. Resulta muy difícil tolerar que el futuro traiga tan malas noticias; que el fin sea peor que el principio, como diría Hobbes.

  1. Teología política versus Civilización del infinito

I.1.

Para entender las formas del Estado, el poder y el gobierno en el siglo xxi hay que acudir a la prole de pensadores que nace con Hobbes y que a partir de él, y muchas veces también contra él, configuran lo más destacado del pensamiento político contemporáneo. Los nombres de esta prole son Carl Schmitt, Foucault, Agamben. Serán las luces y las sombras, los aciertos y errores de estos pensadores los que nos permitirán esbozar el rostro del tiempo que se aproxima. Esta prole viene acompañada de una serie de conceptos: teología política, civilización del infinito, stásis y las instituticiones que se crearon para contrarrestarla, teoría de la soberanía y de la oikonomía. Historia intelectual y teoría de conceptos serán, entonces, las dos herramientas que utilizaremos para imaginar el rostro político del futuro.

I.2.

Para poder vislumbrar las formas en que se ejercerá el poder en el siglo xxi hay que dar cuenta de dos de los grandes paradigmas de la teología política que ha postulado la modernidad: el de Hobbes y el de Carl Schmitt. La total civilización del infinito que propone Hobbes afirma que, para que sea posible el nacimiento del Estado moderno, Dios tiene que dejar de intervenir en los asuntos humanos. La fundación de la comunidad política se hace realidad sólo en el momento en que el acceso a lo sagrado se convierte en tabú para todos los hombres a quienes únicamente se les permite acercarse a esa fuerza inagotable que es Dios mediante la mediación de su soberano. Desde esta concepción, además, hay dos cosas que distinguen a la civilización del infinito que propone Hobbes de toda teología política y de toda teoría de la secularización. En primer lugar, la teoría de la secularización es un pensamiento marcado por la muerte de Dios mientras que la civilización del infinito nos cuenta la historia de un Dios que es mortal. Veremos, luego, las diferencias que estos dos conceptos conllevan. En segundo lugar, a diferencia de toda teología política o de toda teoría sobre la secularización, desde esta postura se asume que el infinito tiene un poder aniquilador[iv] y que, por ende, es necesario civilizar, domesticar al infinito, convertirlo en un enigma razonado y arrancarle su condición de bruto milagro,[v] porque se piensa que la intervención directa del infinito en los asuntos humanos puede destruir cualquier proyecto civilizatorio, cualquier modelo de orden civil, de Commonwealth. Se asume, además, que el nombre y el concepto de Dios, sobre todo en las religiones monoteístas, constituye, de por sí, un primer intento de domesticar esa fuerza, el infinito, que es capaz de desatinar todos los órdenes. Se trata de convertir a esa fuerza de la que se teme todo, vía su civilización, en el fundamento y arkhé del cosmos. El proceso que he descrito como civilización del infinito y que supone la total urbanización o politización del pensamiento cubre un amplio lapso, pues nace en el siglo xvii y llega hasta nuestros días, donde termina por alcanzar una total hegemonía. El principal rasgo de este proceso es el hecho de convertir cierta noción de orden civil en telos moral de lo humano. Esta noción nace de la mano de Hobbes y de su visión del Leviatán como un Dios mortal. En el siglo xx, sobre todo en su segunda mitad, es la democracia la que viene a ocupar el lugar del mayor logro civilizatorio de la humanidad. Se piensa, se crea, se hace política e incluso se cree en Dios bajo la convicción de que todas las esferas del hacer humano deben subordinarse a los cuatro grandes pilares de la sociedad democrática: la finitud, la igualdad, la libertad y el carácter construido y artificial de todo lo que hay. A la democracia se subordinan los proyectos intelectuales más influyentes de la segunda mitad del siglo xx: Rawls, Habermas, Rorty, entre otros.

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