En clara contraposición a esto se sitúa la postura que defiende Schmitt, en la que la decisión política se imagina cumpliendo una función análoga a la que tiene el milagro en teología: revocación de todas las leyes existentes e invocación de un nuevo canon, de un nuevo paradigma a partir de la radical excepcionalidad que la decisión comporta. Sólo desde la enérgica pasión de lo excepcional, desde la brutalidad del milagro, se puede crear un nuevo nomos, un nuevo paradigma, una nueva ley. Dos grandes rasgos definen esta postura: noción extramuros de la verdad, un acontecimiento que se constituye fuera de la norma y del orden civil (sólo articulable desde un estado de excepción), y la total restauración del principio de acción directa de lo infinito en los asuntos humanos.

Para imaginar la forma que el poder tendrá en el siglo xxi hay que asumir una postura crítica ante ambas posiciones. Por un lado, se necesita reconocer que la irrupción directa de lo infinito en la historia sólo traería como consecuencia un permanente estado de excepción no pensable ni rescatable en términos de sentido, en términos políticos y civilizatorios. Pero también hay que estar consciente de que el destierro total de lo infinito de la esfera humana y cívica conlleva una concepción totalmente artificial de lo social en la que se concibe a todo ser como algo construido por el hombre, como artefacto, con la inevitable relatividad valorativa y devaluación semántica que esto supone. Es esto lo que tendría que pensar la teoría política en el siglo xxi: el necesario fundamento trascendente, aunque sujeto a múltiples mediaciones, que articula cualquier concepción de lo político que merezca este nombre, y el veto a cualquier noción extramuros de la verdad, veto a una noción de la verdad que no necesita de consensos, que afirma su carácter de puro disenso y la total restauración del principio de acción directa de lo infinito que le es inherente. Es esta tensión, entre la finitud y la trascendencia, la que hay que pensar cuando se hable de una teología política para este siglo que entra: la imposibilidad de la total secularización de lo político en la era de la muerte de Dios.

I.3.

Para poder concebir los tiempos en que vivimos hay que aceptar que la paz ha perdido toda su relevancia como categoría política. Los ejemplos de situaciones que no son declaradas como guerra pero que claramente no son la paz se multiplican por todo el globo. Tropas que invaden otro territorio camuflando su identidad nacional y sin previa declaración de guerra. Drones que sobrevuelan territorios soberanos para matar a combatientes yihadistas: los drones realizan los ataques sin declarar previamente la guerra contra el territorio agredido, los yihadistas le declaran la guerra a todos los que no comparten su credo. Soldados a los que no se les reconoce el estatus de prisioneros de guerra porque se les declara enemy combatant, enemigos de todos, o de la humanidad, y se les encierra en una tierra extranjera sin derecho a habeas corpus ni a ninguna protección legal. Ya que la paz e incluso la guerra en su sentido tradicional han perdido su vigencia como categorías políticas, lo que hay que pensar es la stásis entendida como guerra civil, desorden civil, revuelta, toma de partido frente a un todo, disolución de una sociedad en facciones, guerra no convencional, y la institución, creación, invención humana que se ha formado para contrarrestrar a la stásis. La stasiología debe ser entendida desde tres paradigmas diferentes encarnados en Hobbes, Schmitt y Foucault. La primera noción de guerra civil, en el filósofo inglés, aparece en De Cive y conlleva la distinción entre Plebs (Multitud) y Populus (Pueblo).[vi] La multitud reúne a los hombres pero no los une. Los hombres que están en una multitud siguen permaneciendo en estado de guerra. En la multitud, más que vivir en unión, se vive en una soledad gregaria y hostil. Lo que hace de la multitud una comunidad es la unidad del representante, la figura del soberano o magistrado, y no la de lo representado, la propia multitud. La unidad, por tanto, es una entidad representativa y ficcional como la propia persona representante lo es. La multitud no genera unidad de acción y voluntad, que es lo único que garantiza la paz. El acuerdo de muchos sólo existe cuando se dirigen al mismo fin y al bien común. La multitud nunca es uno. Y el pueblo nunca es multitud.[vii] Si el pacto (covenant) se disuelve, el pueblo vuelve a ser una multitud disuelta de personas, un montón (heap). La multitud carece de cuerpo. El concepto de cuerpo es central en Hobbes y supone tener una voluntad y una unidad de acción, cosa de la cual carece la multitud. Pueblo es aquella entidad o cuerpo público que tiene una sola voluntad y a la que es atribuible una acción. El pueblo constituye ciudad, la multitud no. La multitud se puede alzar contra la ciudad pero no el pueblo. Ya que el pueblo es lo que constituye una ciudad, una ciudad no puede estar configurada por dos pueblos. Primera definición de guerra civil: una guerra civil es el alzamiento de una multitud en contra delPueblo. El pueblo, además, es aquella entidad que sólo puede hacerse presente a través de su representación. Todo intento de que el pueblo se presente por sí mismo, democracia directa, termina, según Hobbes, en guerra civil. Para decirlo con otras palabras, citaremos a Giorgio Agamben en su libro Stásis: la guerra civil como paradigma político: «El Estado hobbesiano, como todo Estado, vive en una perenne condición de ademia» (59).[viii]

Esta noción de guerra civil la heredó Hobbes de Tucídides:[ix]

«[…] Puede ocurrir más de una vez que, bajo la rúbrica “stásis de una ciudad” en el momento de mencionar las partes presentes, Tucídides no nombre expresamente más que a una, dejando implícita la identidad de la otra; en ese caso, hay que señalar que es al pueblo (demos) al que siempre corresponde recibir su nombre, frente a adversarios sin rostro, sólo evocados como los otros o “como los que hacen la política opuesta”. Como si en toda ciudad sólo el pueblo estuviera suficientemente constituido para responder a una nominación, pues toda toma de posición –no olvidemos que éste es uno de los sentidos de stásis– tiene lugar con respecto a él […]. ¿Será porque durante toda la antigüedad la esencia del pueblo consistiría en no ser una facción?» (Loraux, 2008, 63).

El mismo tópico, con ligeras variaciones, es repetido por Aristóteles:

«[…] La democracia es más segura y menos sujeta a cambios que la oligarquía. Pues en las oligarquías se producen dos clases de sublevaciones: la de los oligarcas entre sí y la de los oligarcas contra el pueblo. En cambio, en las democracias sólo la del pueblo contra la oligarquía, pero la del pueblo contra sí mismo, alguna digna de mención, no se produce» (Política, 1302a, 15-16).

La concepción de una guerra civil interna al pueblo es moderna, no griega, pero, como se comprueba por lo ya dicho, esta noción tampoco se halla presente en el gran teórico del Estado moderno que es Hobbes. Si Marx intentó pensar los sucesos de la Comuna como una «revolución contra la guerra civil», negando cualquier equiparación entre las facciones y separando los sucesos de la Comuna del carácter de anomalía que se asocia con la stásis, yo asumo el gesto contrario. Restituir la revolución al amplio campo conceptual que abarca el concepto de stásis: disolución del orden civil, revuelta, guerra civil, toma de postura de una facción contra la unidad, etcétera. Para poder pensar el rostro del poder que se avecina hay que terminar con el mito de la excepcionalidad revolucionaria y su supuesta fundación de un nuevo arkhé.

La otra gran fuente de sedición y guerra civil que se produce, según Hobbes, en los Estados cristianos se debe a la doble sumisión a la que sus súbditos están sujetos por ser miembros de un Estado soberano y deberle obediencia a su monarca y por ser cristianos y deberle respeto y subordinación a su Dios. Estas dos formas de sometimiento, en muchas ocasiones, son difícilmente compatibles entre sí. Uno de los axiomas fundamentales de la civilización del infinito de Hobbes es que no se puede ser súbdito de dos reyes, incluso si uno de esos reyes es el propio Dios. En diferentes momentos del Leviatán, Hobbes ha intentado demostrar que no tiene por qué haber conflicto entre estas dos formas de acatamiento por tres razones diferentes:

  1. i) Cristo vino a resolver el conflicto de poder entre Dios y los hombres. Cristo, al morir por nosotros en la cruz y al resurgir de los muertos, vino a anunciar el reino de Dios que sólo advendrá en el fin de los tiempos poniendo término a la intervención directa de Dios en el mundo.
  2. ii) Dios consagra los poderes temporales y reconoce a todos los soberanos: paganos, judíos e infieles.

iii) El monarca cristiano es el único que tiene acceso inmediato a Dios y es, por ende, su único representante legítimo en la tierra. Dios sólo habla a su pueblo a través de la persona del soberano y de la Biblia, respecto a la cual el soberano es el único guardián legítimo y mensajero autorizado.

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