La supervivencia de ese Dios sin naturaleza, que es puro artificio, hecho sólo de cuerpos, de tiempo humano, hecho voz y persona soberana, necesita como condición sine qua non el fin de la noción de inmortalidad al menos en su variante metafísica. Para poder convertir al Leviatán, ese dios mortal, en la máxima creación de los hombres, hay que negarle a la inmortalidad su carácter sustantivo respecto a la humanidad. La inmortalidad es gracia, don divino, y no un atributo esencial de lo humano. La inmortalidad es don político porque se le otorgó al hombre esperando obediencia y sujeción y se le arrebató ante la primera transgresión. El Leviatán es el Dios mortal porque es el Dios que está encargado de legislar sobre la muerte, de fundar un mundo civil partiendo del dato irreversible de esa primera transgresión. El soberano, dentro del orden civil, legisla sobre la vida y la muerte de los suyos. La restitución del don de la inmortalidad, la resurrección, conlleva la aceptación de Cristo Rey al fin de los tiempos como único soberano legítimo. La inmortalidad no es más que invulnerabilidad en grado superlativo. Si los soberanos civiles otorgan protección a precio de obediencia, el soberano supremo otorga invulnerabilidad absoluta a cambio de una obediencia eterna. La inmortalidad, entendida como absoluta invulnerabilidad, nada tiene que ver con las almas. No hay almas eternas sino cuerpos resucitados como premio a su obediencia. Nunca antes, ni después, el infinito había sufrido tal nivel de sujeción a lo político, a la civilización.

Carl Schmitt, en su libro El Leviatán, la teoría del Estado de Thomas Hobbes, afirma que lo que propone Hobbes no es una nueva estructura de representación sino un mecanismo de mando. Una nueva maquinaria de producir órdenes y crear orden. El carácter artificial de la persona soberana significa para Schmitt su inevitable conversión en máquina: la única artificialidad que puede crear el hombre es maquínica. La total civilización de la figura infinita termina, inevitablemente para Schmitt, en una maquinaria estatal. El Estado se neutraliza, se reduce a la administración, al gobierno. El paso decisivo que da Hobbes es la concepción del Estado como un producto artificial del cálculo humano. La forma en que sea concebido este artificio o técnica cambia con el tiempo pero lo que no cambia es la radical novedad que esta noción supuso: el Estado como creación artificial hecha por cálculos humanos y para propósitos estrictamente humanos.

Lo que trata de hacer Schmitt con Hobbes es una genealogía de la neutralización del Estado, de su reducción a un aparato técnico, de su despolitización, de su reducción a puro gobierno, a oikonomía. Hay que recordar que neutralización supone para Schmitt una separación radical del campo político y el teológico, el desmontaje de toda teología política.

La técnica parece disolver la densidad de los conflictos teológicos, jurídicos, políticos que le daban densidad al Estado. Un gobierno de los hombres y por los hombres sólo puede ser oikonómico. Un gobierno desprovisto de milagro se convierte, según Schmitt, en pura gestión administrativa; en pura neutralidad frente a los valores y la verdad con el respectivo vaciamiento metafísico de las nociones de mando y autoridad. El Estado se juzga estrictamente por su funcionalidad, garantiza la paz o no, y es a esa funcionalidad a la que se le exige obediencia absoluta. Se crea una especie de autonomía del mando respecto a la verdad, a los valores y a todo concepto metafísico o religioso.

Schmitt también cuestiona la desautorización que provoca Hobbes de todo poder espiritual. Un Estado totalmente neutral ante la moral, la religión, la verdad, la justicia termina, según insinúa Schmitt, en el positivismo de la ley. La única forma de juzgar a este Estado es su capacidad para crear paz y garantizar la subsistencia de sus súbditos. Este vaciamiento de todo contenido moral de la ley conlleva también una escisión entre lo privado y lo público, entre el bien y la justicia, entre la coerción exterior y la libertad interior, lo cual acaba, según Schmitt, en la separación entre sociedad civil y Estado. La total civilización del infinito termina convirtiendo toda legitimidad en legalidad, todo derecho divino o natural en ley positiva y estatal. Esta escisión entre lo externo y lo interno supone un vaciamiento total, a nivel de creencia, del aparato coercitivo del Estado. Esta libertad del fuero interno, parece indicar Schmitt, termina en la celebración del desorden interior, que empieza a considerarse sagrado, según el dictum de Rimbaud que ya citamos.

Hay otra forma, sin embargo, de pensar la relación entre oikonomía y política. Nos servirá para ello el capítulo xxiv del Leviatán titulado «De la nutrición y procreación del orden civil». No se debe olvidar, como nos recuerda Agamben en El reino y la gloria,[xv] que «el verbo oikonomeîn adquiere el significado de “subvenir a las necesidades de la vida, nutrir”» (35). El elemento esencial que aporta este capítulo es que a la ley de la naturaleza, que se había entendido hasta ahora sobre todo como el principio de autoconservación, se le añade en solución de continuidad el nomos, entendido como distribución o nutrición del cuerpo social. Este nomos, que significa distribución, se traduce en términos modernos en justicia y ley. Y esta ley fundada por el orden civil es la que garantiza la distribución de los recursos, la que le da legitimidad a la propiedad y la que posibilita la transmisión de bienes de una generación a otra. Será, entonces, el orden civil el que garantice tanto el derecho a la propiedad como el derecho a un legado o una herencia, ya que en el estado natural de la guerra de todos contra todos no hay propiedad sino tan sólo incertidumbre, pues todo está sujeto a disputa y todos son aspirantes legítimos a los bienes de consumo. La ironía que propone Hobbes es que la libertad e igualdad que nos otorga la naturaleza nos hace realmente esclavos porque no podemos reclamar nada que consideremos propio; todo bien es materia de lucha, de inquietud, y la sujeción y desigualdad a la que nos obliga el Leviatán nos hace realmente libres.

La distribución de los bienes, de la mercancía, es lo que funda la distinción entre lo mío y lo tuyo, y a partir de ello se crea la noción de la propiedad. Este poder de distribución, que permite distinguir entre lo propio y lo ajeno, le pertenece en todas las naciones a la figura soberana. Esto, ya de por sí, supondría una reconciliación –inimaginable para Foucault y para Schmitt– entre la oikonomía y la soberanía, dos paradigmas del poder vistos, respectivamente, desde la dimensión jurídico-política y del gobierno, y que se conciben como irreconciliables entre sí.

En este capítulo se puede encontrar uno de los principios políticos fundamentales, y menos estudiado, del pensamiento de Hobbes: la igualdad no es una categoría significativa para pensar el orden civil, ya que no genera ni el sentido de lo propio, de la propiedad individual; tampoco, lo comunal, ya que todo lo que se obtiene en el estado de naturaleza, que es donde existe la igualdad, se obtiene por la fuerza y es susceptible de pérdida, pues está expuesto a la amenaza constante de la violencia ajena. El verdadero principio político, el nomos según lo define Hobbes, es la distribución, la decisión soberana sobre lo que le corresponde a cada cual. El orden civil es quien puede administrar, vía la figura que manda y reina en el mismo, la desigualdad y hacerlo de un modo justo, equitativo. Por tanto, la verdadera categoría político-económica para Hobbes no es la igualdad sino la desigualdad legítima. Cómo distribuir la riqueza, lo cual siempre comporta una desigualdad, y cómo hacerlo de un modo que se considere legítimo, justo, y que no atente contra el único derecho inalienable que tienen todos los miembros del Commonwealth: el conatus o endeavour, el derecho a la autopreservación. Es aquí, además, donde se propone la continuidad existente entre el único derecho natural que reconoce Hobbes, la autopreservación, y la ley civil. El nomos, al sustentar, alimentar, preservar el orden civil, garantiza de un modo natural, y no sólo artificial, la conservación del mismo, de la paz.

La desigualdad legítima, por tanto, nos sitúa ante una categoría que no puede ser pensada solamente desde un paradigma político sustentado en la soberanía, ni desde un paradigma económico, sustentado en la gubernamentalidad. La lección de Hobbes, respecto a esto, es inequívoca: no se puede pensar el reino de la libertad y de la decisión, de la política, sin la esfera de la producción, y la reproducción, de la necesidad, de la oikonomía; no se puede razonar la creación sin la conservación, no se pueden definir los derechos civiles sin los derechos sociales. Todos los intentos de separar estas dos esferas, lo oikonómico y lo político, desde Aristóteles a Hannah Arendt y Carl Schmitt han estado rotundamente equivocados.

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