Hay una última contradicción, sin embargo, que su libro no ha resuelto y a ella le dedica uno de los capítulos más importantes del Leviatán (xliii). Si el hombre recibiera dos mandatos contrarios y uno de esos mandatos fuera el de Dios, no cabría la menor duda de que él debería darle prioridad a ese mandato incluso por encima de lo ordenado por su soberano. El mandato divino, a pesar de todo lo dicho anteriormente, tiene prioridad ontológica y moral sobre el humano. Lo cual tiene como consecuencia que el cisma, que potencialmente puede producir la existencia del mandato divino entre los hombres, no ha sido lo suficientemente exorcizado por los principios que Hobbes había definido en capítulos anteriores y que ya hemos resumido. Hobbes repetirá aquí uno de los leitmotivs de su libro: no tenemos ninguna garantía de que el mandato que recibimos en nombre de Dios provenga realmente de él. El mundo está lleno de falsos profetas. Sin embargo, este capítulo no se dedicará, como se hizo en los que lo anteceden, a tratar de definir quién está autorizado a entregar a la comunidad el mensaje de Dios y de dónde proviene su fuente de autoridad. El objetivo de este capítulo es otro. Lo que tratará de resolver en el mismo Hobbes no es el problema de la representación, sino que se dedicará a dilucidar el sentido del mensaje mismo. ¿Qué sentido puede y debe tener la doctrina cristiana para que no amenace el orden y la paz que con tanto esfuerzo han creado los hombres? ¿Se puede civilizar totalmente el mensaje cristiano, se puede garantizar que la verdad del dogma cristiano esté siempre en función de la paz instaurada por el soberano? Dos son los artículos de fe que configuran el dogma cristiano: faith in Christ, and obedience to laws. No hay otra forma de obedecer las leyes de Dios que obedecer las leyes positivas de los hombres. Dios no nos ha dado mandamientos nuevos. No hay leyes de Dios fuera de lo legislado por los Estados. Esto supone el fin de todos los poderes indirectos y de cualquier principio que pretenda legitimar la objeción de conciencia, la desobediencia civil. Libertad sólo la hay, para Hobbes, donde callan las leyes. Pero allí donde la ley no habla termina el espacio público, la res-pública. Esta noción estrictamente negativa de la libertad le borra toda dimensión pública a la conciencia. La conciencia vive en un puro desorden interior: no puede fundar un nuevo orden público ni interpelar los órdenes existentes. El silencio de la ley no tiene nada que ver con la voz de la conciencia. Sólo se es libre ante la ausencia de esos obstáculos externos que son las leyes.
La stasiología, para Schmitt, también se concibe de dos maneras. En primer lugar, la stasiología habla de la dualidad y la posibilidad de rebelión que contiene toda unidad. Para decirlo con las palabras de Gregorio Nacianceno, que cita Schmitt: «Lo uno siempre está en rebelión consigo mismo» (Schmitt, 2009, 127). No es posible ningún concepto de unidad política ni teológica sin que se conciba a la hostilidad, al enemigo, tanto interno como externo. Toda teología, y toda política, termina en una stasiología. A diferencia de lo que pensaba Erik Peterson en su libro El monoteísmo como problema político, «nos encontramos con una verdadera estasiología político-teológica en el núcleo de la doctrina de la Trinidad. Por tanto, no se puede ignorar el problema de la hostilidad y del enemigo» (Schmitt, 2009, 128).
La otra noción de stásis que propone Schmitt está vinculada a dos figuras que hablan en el lenguaje de la excepción pero respecto a la guerra en un sentido tradicional: el conflicto entre dos Estados soberanos que permite que se reconozca al enemigo como iusti hostes, como un enemigo justo. Estas dos figuras son el partisano y el pirata. La figura del partisano se asocia con la guerra civil y la guerra colonial: dos formas de conflicto bélico que fueron dejadas al margen por el clásico derecho de guerra europeo. El concepto de partisano pone en jaque las categorías que para Schmitt sustentan el derecho internacional: reconocimiento de la humanidad del enemigo y de la justicia que se le debe, estatalidad de la beligerancia, acotamiento de la guerra, con sus claras distinciones entre guerra y paz, militar y civil, enemigo y criminal, guerra estatal y guerra civil. Así y todo, el partisano no carece de contacto con el derecho, con cierta noción de regularidad. El partisano convierte la enemistad en una forma de derecho para quien no la tiene. El vínculo entre regularidad e irregularidad se lo da al partisano su compromiso político. El partisano, además, siempre depende de alguna potencia regular que le provee de recursos y legitimidad. La legitimidad que da un tercero poderoso o interesado garantiza que la lucha del partisano no pierda su perfil político y pueda ser confundido con el bandido o el pirata. La violencia apolítica se asimila a lo criminal, de ahí la importancia de este tipo de alianzas.
El pirata, por su parte, lleva la tensión entre la norma y la excepción a su extremo. La irregularidad del pirata, afirma Schmitt, carece completamente de relación con regularidad alguna. Es en el mar donde surge esa figura contradictoria que exaspera, hasta hacerlo irreconocible, el agon que estructura todo espacio político: la dicotomía amigo-enemigo.[x] El pirata no es enemigo de una nación específica sino que es el enemigo de todos,[xi] el enemigo de la humanidad. Gracias al pirata, también surge esa forma de la philia, de la amistad que constituye una inflación del concepto de la misma a nivel jurídico: la humanidad.[xii] La humanidad postula un sujeto universal donde todos se asemejan a todos y comparten intereses comunes. El pirata produce entonces el simulacro de una generalidad jurídica. La norma, en este caso, no puede captar una excepción absoluta ni, por tanto, fundar la decisión sobre la que se basa un caso excepcional auténtico. Como bien dice Daniel Heller Roarzen, en su libro El enemigo de todos: piratería y la ley de las naciones: «La piratería hace que colapsen categorías que nos permiten distinguir entre lo criminal y lo político. Al actuar fuera de las regiones de jurisdicción común y al ser concebidos no como oponentes de un grupo específico sino como enemigos de todos, los sujetos de este acto, el de piratería, no pueden ser definidos por el código civil ni pueden ser considerados como enemigos legítimos. Esto hace que la asociación con esta entidad no pueda ser definida, stricto sensu, ni en términos de paz ni en términos de guerra […]. Ya que los “enemigos de todos” no son ni criminales ni beligerantes en el sentido tradicional, las operaciones que se realizan contra ellos […] mezclan procedimientos de relaciones externas y de seguridad interna, técnicas de la policía y de la política» (11).[xiii] El problema del pirata, a diferencia del soberano, que es el que encarna la relación norma-excepción consagrada por la crítica schmittiana, es que exacerba el concepto de excepción y propone como su fondo una noción de norma que es una parodia de todos los conceptos existentes. El pirata es un enemigo monstruoso porque no es el enemigo de una entidad particular sino que es el enemigo de todos. Esto hace que la topografía, la organización espacial, que articula la noción amigo-enemigo se desdibuje. Pero, además, ese todos que se opone al pirata le da una concreción jurídica a un concepto que no lo tenía, la humanidad. Esta concreción, además, cree Schmitt que es falsa, pues la humanidad es una categoría ética y no político-jurídica. Esto tiene como consecuencia que el pirata produzca un concepto de excepción más radical que el del soberano porque es incapaz de invocar una norma, un canon, un paradigma futuro.
Foucault, en su seminario en el Collège de France titulado «Defender la sociedad», define la guerra civil como la guerra de las razas. La guerra que habita detrás de todas las leyes, de todas las instituciones, dentro de todo orden civil. La política, según esta concepción, es la continuación de la guerra por otros medios. El poder se sostiene en una relación de fuerzas que se estableció a partir de un conflicto armado que puede ser datable históricamente. El poder político perpetúa ese desbalance de fuerzas, que un conflicto armado instauró, de un modo silente y pacífico. Es en ese sentido que se puede decir que continúa la guerra por otros medios, traduciendo esa asimetría de fuerzas en instituciones, en desigualdad económica, incluso en la forma en que el propio lenguaje le da sentido a lo real y los modos en que los cuerpos se acoplan e interactúan en el espacio social: «La política es la sanción y la prórroga del desequilibrio de fuerzas manifestado en la guerra» (29). Además, la inversión del principio de Clausewitz, tiene un segundo sentido. Todas las batallas políticas que tienen lugar en periodo de paz, todas las luchas por el poder, todas las modificaciones de las relaciones de fuerza tienen que ser interpretadas como una continuación de la guerra. «Nunca se escribiría otra cosa que la historia de esta misma guerra, aunque se inscribiera la historia de la paz y sus instituciones» (29). Esta inversión del aforismo de Clausewitz conlleva un último sentido: «La decisión final sólo puede provenir de la guerra, esto es, de una prueba de fuerza en que las armas […] tendrían que ser jueces. El fin de lo político sería la última batalla, vale decir que la última batalla suspendería finalmente, y sólo finalmente, el ejercicio del poder como guerra continua» (29). La guerra se convierte, según esta visión, en el paradigma de inteligibilidad y en el colofón de todas las relaciones de poder que atraviesan un Estado. Lo único que puede terminar ese campo de batalla eterno –que es toda política– es la guerra final, la guerra total, la revolución. Lo que propone este discurso de la guerra de las razas, por último, es dejar de lado el problema de la soberanía y la obediencia que había dominado el pensamiento político occidental y nos incita a pensar las relaciones de dominación y las técnicas de sometimiento.
El punto ciego de esta teoría de la guerra total, de la guerra permanente, según la concibe Foucault, es que es incapaz de concebir la institución, la creación, la invención que se ha implementado en diferentes momentos históricos para contrarrestar a la stásis. Es esta institución, y no la paz, lo que debe ser el otro gran tema de la teoría política. La inversión que hace Hobbes al convertir la guerra en el estado natural y la paz en el mayor artificio, la mayor creación, la creación del Dios-mortal o Leviatán, es lo que permite abrir la indagación sobre el tipo de institución, de artificio que se creó para contrarrestar la guerra. Esta institución cambió de traje según los diferentes momentos históricos. Para los antiguos fue la hospitalidad, el juramento, la amnistía; para Hobbes, el Commonwealth; para Kant, la liga cosmopolita de naciones, etcétera. Todas estas invenciones políticas es cierto que no pueden ser pensadas desde una categoría de tal neutralidad filosófica como la paz, pero eso no significa que sean equiparables a la guerra. No están exentas de conflictos, están atravesadas por relaciones de poder, pero eso no las hace equivalentes a la guerra. Son, justamente, su contrario. Aquello que se ideó, que se imaginó, para hacer habitable, vivible el conflicto, el antagonismo. No quiero decir que todas estas instituciones hayan sido exitosas, muchas han fracasado, pero me parece rescatable el esfuerzo de invención que supone imaginar diferentes entidades políticas para que el conflicto, el disenso, se vuelva vivible y, por qué no, susceptible de ser consensuado, sino en su totalidad, al menos de modo suficiente para que nos permita convivir.