Schmitt, por su parte, cree que el gran problema de todo ordenamiento jurídico no es la eliminación sino la acotación de la guerra. Los Estados modernos la destierran de sus territorios, terminan con las guerras civiles y la codifican respecto a sus Estados vecinos a los que consideran como iustis hostes, enemigos justos ante los que se tienen ciertos deberes. Lo que hay que pensar, para Schmitt, es la acotación de la guerra, que constituye el gran logro civilizatorio-jurídico de Europa, y no la paz. Esta acotación del conflicto sólo fue posible, según Schmitt, en el derecho de guerra europeo que se practicó entre el final de las guerras civiles europeas de los siglos xvi y xvii y la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, toda la obra de Schmitt se escribe tratando de pensar ese momento en que la acotación del conflicto empieza a resultar altamente problemática, sino imposible. Schmitt no puede producir una acotación de la guerra para las dos figuras que emblematizan, dentro de su pensamiento, las transformaciones que ha sufrido el concepto de guerra moderno: el partisano y el pirata. El pensamiento de Schmitt fracasa al respecto, ya que es incapaz de acotar bajo formas jurídicas los nuevos antagonismos: derivar nuevas normas, un nuevo nomos, para figuras de la excepción como el pirata y el partisano. Poder pensar, dentro de un nuevo paradigma jurídico-político, a esas nuevas figuras del antagonismo, como son el pirata y el partisano, y esa nueva figura de la philia, como es la humanidad. Generar un nuevo paradigma, una nueva norma, una nueva ley para esas nuevas figuras de la excepción, no se debe olvidar que la tarea que él le autoasignó a su pensamiento era pensar los conceptos límites, que su imaginación convoca. Este elemento, en mi opinión, constituye una de las grandes limitaciones de su teoría, sobre todo cuando tratamos de imaginar el rostro del mundo que vendrá. La solución a este dilema, me parece, se encuentra dentro del propio Schmitt, aunque nunca la desarrolló. En su libro El concepto de lo político conecta el concepto de enemigo con el de hostilidad y define al enemigo como aquel «contra el que se lleva a cabo una hostilidad». Esta conexión etimológico-conceptual explica por qué le interesa rescatar la vieja palabra inglesa foe y descartar la palabra enemy, que sería una variante de inimicus, el enemigo entendido como no amigo. Para pensar la nueva configuración que adquiere lo político en el siglo xxi, más que pensar en términos de paz y guerra, de amigo-enemigo, hay que pensar el par hostilidad-hospitalidad. En su libro, Teoría de la cordura, Higinio Marín nos ilumina sobre la etimología común que comparten la hostilidad y la hospitalidad. En el capítulo que le dedica a este tema afirma: «Hospitalidad y hostilidad son los polos en los que se mueven nuestras relaciones con los desconocidos» (89). Los tiempos globales en que vivimos nos obligan a redefinir lo político como la philia y el agon hacia los desconocidos. Lo político no debe ser entendido más a través del polo amigo-enemigo, según la definición canónica de Carl Schmitt, sino por la tensión que se produce entre la enemistad y el cosmopolitismo u hospitalidad.
I.4.
En Stásis, el libro que ya hemos citado, Agamben contrapone dos modelos de guerra civil: el modelo clásico y el modelo hobbesiano. En el modelo clásico Agamben, siguiendo la obra de la gran historiadora de la stásis Nicole Louraux, define a la stásis como esa instancia que crea un umbral de indiferencia entre lo público y lo privado, entre el concepto de hermano y enemigo, entre el oikos, y la polis, entre los vínculos de sangre y los vínculos ciudadanos. La política no es una sustancia, es un campo de fuerzas atravesado por tensiones irresolubles. Estas tensiones están estructuradas a través de los polos que marcan lo político (la polis) y el área que se supone despolitizada y sólo vinculada a la satisfacción de necesidades, a la producción, la familia (el oikos). Cuando una sociedad empieza a verse a sí misma de modo excesivo como una familia, en términos despolitizados, la stásis reconfigura el campo de fuerzas politizando la familia o dejando ver el fondo generativo y económico que esconde lo político. Es este polo del oikos, del gobierno, el del fondo generativo y económico de lo social, el que adquirirá protagonismo en el seminario de Foucault en el Collège de France del año lectivo 1977-1978 titulado «Seguridad, territorio, población». Los primeros rasgos que distinguen el arte del gobierno de las teorías de la soberanía son la pluralidad, inmanencia y continuidad entre las diferentes formas de gobierno versus la irreductibilidad, excepcionalidad, exterioridad y trascendencia del poder soberano. Se establece una escala ascendente entre las diferentes formas de gobierno: «El gobierno de sí mismo, que depende de la moral; el arte de gobernar una familia como se debe, que depende de la economía; y, por último, la “ciencia de gobernar bien”, el Estado, que depende de la política […]. Esta línea descendente, que transmite hasta la conducta de los individuos o el manejo de las familias el buen gobierno del Estado, es lo que en esta época, precisamente, empieza a llamarse “policía”. La pedagogía del príncipe garantiza la continuidad ascendente de las formas de gobierno y la policía, su continuidad descendente» (118). De lo que se trata, y de ahí la centralidad del termino policía, es de ejercer el mismo control minucioso y detallado que el padre de familia practica sobre la gente de la casa y sus bienes a nivel del Estado. Es un nuevo sujeto político, la población, el que hace que el gobierno empiece a ser pensado fuera del marco jurídico de la soberanía. Son la población y las estadísticas que se necesitan para su administración y gobierno (el control de la natalidad, de la reproducción, de las epidemias, de la mortalidad) y la seguridad las grandes tareas del nuevo Estado que no se limita a reinar, clásica tarea de la figura soberana, sino que, sobre todo, gobierna. Surge entonces ese híbrido impensable para el pensamiento clásico –y cuya existencia es cuestionada incluso por algunos filósofos modernos– de una economía política, de la que hablan Rousseau, Marx y tantos otros. Dice Foucault en el seminario ya citado: «En todo caso, lo que quería mostrar era un lazo histórico profundo entre el movimiento que hace vacilar las constantes de la soberanía detrás del problema, ahora primordial, de las buenas elecciones de gobierno; el movimiento que pone de relieve a la población como un dato, un campo de intervención, el fin de las técnicas de gobierno; el movimiento [para terminar] que aísla la economía como dominio específico de realidad y la economía política a la vez como ciencia y como técnica de intervención del gobierno en ese campo de realidad. A mi entender, es necesario señalar que estos tres movimientos: gobierno, población, economía política, constituyen a partir del siglo xviii una serie sólida que, sin duda, ni siquiera hoy esta disociada» (135). El arte de gobernar se refiere tanto a la subsistencia material, a la alimentación, a los cuidados, como al dominio que se puede ejercer sobre uno mismo y los otros, tanto sobre el cuerpo como sobre el alma, tanto sobre el espíritu como sobre la manera de obrar. Foucault señala tres formas ejemplares dentro de este arte de gobernar: el gobierno pastoral como un poder de cuidados, un nuevo poder diplomático como un poder de gestión y administración, y el poder policial como un poder de control y seguridad.
Carl Schmitt, por su parte, reconoce, en la advertencia a la segunda edición de la Teología política, escrita en 1933 en Berlín, que el Estado se ha convertido en gobierno y la política en economía pero esto lo ve como parte de la era de las neutralizaciones de lo político que su filosofía critica: un Estado que gobierna y administra pero ni reina ni manda y que acaba siendo un gran aparato económico-administrativo que termina, incluso, no gobernando.
- La muerte de Dios y el Dios mortal
Aquí no puedo desarrollar exhaustivamente todos los temas esbozados anteriormente. Me limitaré a destacar algunos de los rasgos de la civilización del infinito propuesta por Hobbes, la lectura crítica que Schmitt hace del Leviatán y cómo intenta convertirlo en el gran paradigma de la neutralización de lo político, de la conversión de la teología política en oikonomía, en pura gestión y gobierno. Comentaré, por último, el capítulo xxiv del Leviatán donde Hobbes desarrolla su concepto de nomos que propone una relación mucho más dialéctica entre el paradigma de la soberanía y el paradigma oikonómico.
El Leviatán de Hobbes no nos cuenta la muerte de un Dios, sino la historia de un Dios que es mortal. El relato sobre cómo mueren los dioses ha sido entonado muchas veces: Plutarco, Baudelaire, Bruno Bauer, Nietzsche, etcétera. Para Plutarco, por ejemplo, el enunciado de la muerte del dios Pan se refiere al hecho de que se ha perdido el canal directo, la profecía, de comunicación con los dioses. Se han secado los oráculos. Para Nietzsche, y aquí seré muy esquemático debido a la complejidad de este concepto en el pensador alemán, el enunciado de la muerte de Dios alude a que el mundo suprasensible ha perdido su fuerza vinculante. Han desaparecido el fundamento, la guía y el telos. La frase «Dios ha muerto» de Nietzsche se refiere al Dios Cristiano pero también a lo suprasensible y a lo ideal.[xiv] Esto supone, además, la destitución de una noción de ser que se asocia con lo uno, con lo inteligible y que se supone anterior desde el punto de vista lógico, ontológico y cronológico al mundo fenoménico.
Nunca, previo al Leviatán de Hobbes, ningún Dios había asumido, de modo irreversible, el más civilizado de los destinos: la mortalidad. La figura de Cristo, la que más se acerca a este ideal, no lo encarna con plenitud debido al carácter irrevocable que tiene la mortalidad divina para Hobbes. A través de la figura de Cristo se imagina tanto un destino mortal para Dios como la resurrección y la salvación eterna para el género humano. Pero en el caso de Hobbes la resurrección es sólo de cuerpos y no de almas; el reino de Dios, al fin de los tiempos, es terrenal, entiéndase mortal, y no celeste. Dios, después de la creación del Leviatán, cesa de intervenir directamente en los asuntos humanos: la civilización de su figura es total.