Joanna Moorhead
Leonora Carrington. Una vida surrealista
Traducción de Laura Vidal
Turner, Madrid, 2017
240 páginas, 24.00 € (ebook 11.99 €)
La rebeldía de la pintora y escritora Leonora Carrington (Lancashire, Inglaterra, 1917-Ciudad de México, 2011) fue en ella una constante, una oposición que le abrió caminos. Supo alejarse de lo que no quería y tuvo el coraje de ir a contracorriente de lo que unos y otros esperaron de ella. Su No fue una afirmación de lo que quiso preservar: una integridad que la complacencia —esa decadencia de la amabilidad— impide. Rechazar lo preestablecido le posibilitó la aventura a lo desconocido. Se dio —porque antes de que lo den los otros hay que dárselo uno mismo— el derecho de tener una voz, un mundo propio, lo que supone cierta forma de resistencia. Buscar su sitio la llevó lejos, de su Inglaterra natal en donde creció en una familia acomodada, burguesa y convencional, a Francia, España y, finalmente, México, donde halló la adecuada distancia con su mundo familiar: un océano de por medio.
Leonora no quiso ser centro de nada salvo de sí misma, indagó en el instinto, en la mente y en los sueños a través de la creación. Desdeñó el papel de lo intelectual en la pintura y reivindicó la intuición y la artesanía. Quiso situarse en los márgenes de las corrientes dominantes, pues su camino era propio, mientras que los grupos suponen la asunción de un ideario común. Rechazó ser musa porque consideró que «ese endiosamiento en la mujer es puro cuento, las llaman “musas”, pero terminan por limpiar el escusado y hacer las camas». Sin embargo, estuvo durante un tiempo en el epicentro de la diana cultural de su época, en la vorágine del movimiento artístico más subversivo de comienzos del siglo xx: el surrealismo; primero, de la mano de su amante Max Ernst y, luego, por derecho propio; y en el México que congregó a escritores como Octavio Paz o Benjamin Péret, pintores como Remedios Varo o Esteban Francés y fotógrafos como Emerico Chiki Weisz, segundo marido de Leonora, o Kati Horna.
Una suerte de imán parece haber ido acercando a Leonora desde Lancashire al círculo formado por André Breton (a quien ésta llamaba «director del surrealismo»), Paul Éluard, Max Ernst, Man Ray o Salvador Dalí, quienes en París ideaban un cambio de paradigmas, una gran rebelión. Desde luego, su juventud y su belleza fueron también —o principalmente, aunque no sólo— pasaporte para adentrase en un círculo artístico ávido de musas. Aún siendo muy joven, tenía ya una confianza en sí misma y una natural impertinencia que, probablemente, venían afianzadas por su clase social, como apunta Elena Poniatowska en Leonora. Breton la reconoció como una verdadera femme enfant, algo que Leonora rechazó, como tantas otras etiquetas. Pero, como Nadja, era muy joven, rica, arbitraria y rebelde.
Leonora conocía algo de la obra de Max Ernst antes del determinante encuentro entre ambos. Max había sido el principal impulsor del grupo dadaísta de Colonia, ese gran cuestionamiento lúdico, combativo y osado que tendría tanto que ver en la eclosión del surrealismo. Era un explorador, un artista fecundo y vivaz que se encontraba ya en París cuando en 1924 Bretón publicó el primer manifiesto surrealista. Seductor, rebelde, feroz y afable, tenía un equilibrio entre desafío y candor que lo hacía bastante exitoso entre las mujeres. Así que, cuando en una cena veraniega de 1937 la indómita muchacha inglesa y el consagrado artista, casado, veintiséis años mayor que ella, se encontraron, se vieron de inmediato. Se hicieron amantes. Reinventaron el amor a su manera y lo vivieron con la fogosidad de lo que está al borde de un precipicio. No obstante, Leonora matizó tiempo después que no dejó su casa a los veinte años para irse con Max. «No me fui con Max. Me fui sola, siempre que me he ido, me he ido sola». Pese a su vinculación profunda con el mundo que la rodeó —amigos, amantes, hijos—, una parte de Leonora —la artista— parece estar a punto de echar a volar. Octavio Paz escribió que «no era una poeta, sino un poema que camina, que sonríe, que de repente abre una sonrisa que se convierte en un pájaro, después en pescado y desaparece». También cuando se convirtió en madre de dos niños que fueron, hasta el final de su vida, su centro, cultivó ese espacio en el que poder transformarse y desaparecer. En una mano sostuvo el biberón, en la otra el pincel.
El comienzo de la Segunda Guerra Mundial rompió un idilio que, probablemente, tampoco estuviese destinado a durar. Max Ernst fue declarado enemigo del régimen de Vichy, detenido y hecho prisionero en el campo de Les Milles. Leonora huyó a España, donde, a consecuencia de la devastadora experiencia, sufrió una desestabilización psíquica. Por gestión de su padre fue internada en una clínica privada de Santander, muy lujosa, pero no por ello menos clínica psiquiátrica. Un lugar de bello envoltorio en el que inducían un estado de shock con el que se pretendía, según investigadores y psiquiatras alemanes, generar unas convulsiones epilépticas que anulasen las fantasías esquizofrénicas de los pacientes. De esta experiencia saldrían las duras Memorias de abajo, testimonio en primera persona del delirio que tanto había interesaba al grupo surrealista, así como de su sometimiento a base de inyecciones de Cardiazol.
Pese a lo más que dudoso de estas prácticas psiquiátricas, Leonora salió curada y actuó rápido cuando, por decisión paterna, su destino iba a ser el confinamiento en un sanatorio de Ciudad del Cabo. La historia de cómo huyó a México casada repentinamente con Renato Leduc, vía Lisboa, testimonia la urgencia de unos tiempos caóticos y febriles en los que la viveza del impulso podía ser determinante. De seguir las pulsiones más atávicas los surrealistas sabían bastante. Cuando hubo que salir corriendo, Leonora tuvo la suficiente decisión como para hacerlo rápido, sin mirar atrás. Se jugaba mucho en ello. Max Ernst también huiría del brazo de Peggy Guggenheim. Ambas relaciones, más salvoconductos que pasiones, fruto del azar, de la intuición y la necesidad.
Volvería a encontrar, más adelante, no una pasión como la que vivió con Max Ernst, pero sí un compañero atento al que admiraba y con el que podía desarrollarse a la par. Sería el fotógrafo húngaro Chiki Weisz, con el que tuvo a sus dos hijos. De haber permanecido junto a Max Ernst, sospechó que habría estado a la sombra del intelectual, del artista consagrado. Su vanidad y su concepto de la mujer, en la que cabía el amor loco, pero no quizá el reconocimiento de la pareja como alguien cuyo mundo —fantasioso, artístico— precisa un espacio propio, una búsqueda individual, no eran lo que Leonora deseaba para sí. Quiso explorar más que ser pupila del genio. La idea de los surrealistas «de la mujer y del sexo en general sabemos que fue bastante menos emancipatoria de lo que su iconoclastia en otros campos habría hecho esperar», nos dice Fernando Savater en su prólogo de Memorias de abajo.
Cómo una vida influye en otras, hasta donde se extienden los lazos de nuestras acciones o a quién y cómo llegan las creaciones forman una red imbricada y aleatoria. Ya de anciana, Leonora Carrington recibiría la visita de una prima suya, Joanna Moorhead. La madre de Leonora, Maurie, era tía abuela de Joanna. Sabemos el esfuerzo que hizo Leonora por dejar su pasado atrás, por lo que el entusiasmo del encuentro habría de ser necesariamente desigual. Pero a esa primera visita se sucedieron muchas otras. A Leonora no le gustaban los periodistas y le importaba muy poco la difusión y la notoriedad. Joanna, periodista de The Guardian, en donde escribe sobre crianza y vida familiar, tenía el objetivo de escribir una biografía, de la que, por otra parte, Leonora apenas si quería oír hablar. Sin embargo, le agradeció la compañía y los cuidados. Y, para Joanna, supuso una transformación: «Conocer a Leonora cambió el rumbo de mi vida, que dediqué a reconstruir su historia». Leonora Carrington. Una vida surrealista es el resultado. Una cercana biografía y un testimonio de un encuentro determinante, al menos para una de las partes.
La belleza del encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección, esa explosiva aproximación que hiciera el conde de Lautréamont, fue germen del fenómeno ensalzado por los surrealistas de que la aproximación azarosa de dos o más elementos extraños entre sí en un plano ajeno a ellos mismos puede provocar una eclosión poética. Rescatemos, pues, el origen azaroso de esta biografía, que se remonta al encuentro hace ya algunos años en una fiesta entre una historiadora del arte mexicana y una Joanna Moorhead que debía estar escasamente informada del arte en México, puesto que le preguntó, casi más por prolongar algo la conversación que por genuino interés (aunque lo azaroso tiene razones que la razón desconoce), si había oído alguna vez algo sobre una prima suya pintora que fue a México, una tal Leonora…
«¿Me estás diciendo —dijo la historiadora del arte— que Leonora Carrington es pariente tuya y no sabes quién es? Por amor de Dios…». No tardaría en tomar un avión rumbo a México. El resto de la historia está aquí: Leonora Carrington. Una vida surrealista.