Juan Manuel Gil
La flor del rayo
Seix Barral
416 páginas
POR JUAN MARQUÉS

“Si uno quiere leer, tiene que estar dispuesto a asomarse al vacío”, se afirmaba en Trigo limpio, la novela que Juan Manuel Gil (Almería, 1979) publicó en 2021, pero esa sentencia, en la que había razón pero también gravedad, convivía en el mismo libro con la certeza de que “no existe peor escuela que la del aburrimiento”. Son ésos los polos por los que se ha movido siempre la literatura de Gil: por un lado la atracción por el misterio (que no por lo oscuro), un anhelo por escarbar en la realidad y emprender viajes al centro de algunas verdades (para lo cual, inevitablemente en su caso, parece insoslayable lo metaliterario), y por otro un tono desenfadado, es decir, oportuno: en cuanto las cosas se ponen remotamente serias, allí se activan los chorros de auto-ironía del autor para quitar hierro a lo que sea que se esté empezando a tratar con peligrosa seriedad. Ya dice él en La flor del rayo, su nueva novela, que “prefiero lo ridículo a lo solemne” (p. 243), o que “mi vida tiene más que ver con una función de títeres que con una tragedia griega” (p. 361).

Si no fuera por esta actitud, que en todo caso es moderada (estas novelas no son en absoluto astracanadas, y queda claro en todo momento que Gil se toma la literatura –y su literatura– muy en serio, para lo cual ha tenido la decencia de darse cuenta de que para contar algo sobra toda pompa), la lectura de este tipo de textos podría hacerse un poco cuesta arriba. Si no estás dispuesto a meter nada de humor en tus narraciones, más te vale tener una historia suficientemente atractiva que justifique y salve el libro por ese lado, como sucede, por ejemplo, con las novelas de Álex Chico (más con la realidad de Los seres partidos que con la invención de Los nombres impares). Pero Gil es más de la estirpe de Eduardo Halfon: más que esperar a que llegue un buen proyecto o una buena trama que escribir, el impulso primero, acuciante, es el de la escritura: lo que se cuenta es al cabo bastante inane (como que está siempre aparentemente cerca de la cotidianeidad del que narra…), pero el tono de la prosa, su calidad y, al final, la inteligencia y la habilidad del relato, elevan todo. Se saca una buena novela de donde no había mucho que decir, y se demuestra que, si uno se lo propone y tiene el talento imprescindible, se puede hacer una buena narración de casi nada, de cualquier anécdota se puede extraer implicaciones medio trascendentes.

En el caso de La flor del rayo, desde el principio se identifica la acción con la escritura y la pasividad con el silencio. El protagonista, un tal Juanma, se siente bloqueado tras ganar un importante premio literario, así que pasea por su barrio, con su perro, a la búsqueda un tanto obsesiva de algo que contar, como si escribir fuese necesario. Quien se dijera en Trigo limpio que “ir por la vida confundiéndolo todo es como no ir por la vida”, va husmeando por los rincones en busca de algún estímulo, algo que convertir en un enigma que le saque de su indolencia. En ese caso es Boludo el que observa con sabiduría y Juanma el que olisquea posibles rastros.

Y, como “un jardín siempre es una pregunta” (p. 85), es un mínimo incidente ante el de una vecina lo que de repente, por pura sugestión, pone en marcha la supuesta intriga, el alto cotilleo (subtrama especialmente divertida en la que brilla el personaje de Seve, un virtuoso del espionaje de urbanización) y la desesperación de la familia del escritor, a la que pulverizan los nervios (y la privacidad) las pesquisas de un hijo o un marido o un hermano al que ven avanzar como un zombi por su propia narración: “No se puede ser escritor todo el rato. Porque eso cansa. Y no me refiero a ti. Nos cansa a nosotros” (p. 196). Lo mejor de la novela es el coro que trata de apartar a Juanma de sus obsesiones, conspirando para “curarle” y entrometiéndose tanto por amor hacia él como por propio interés, pues ven sus vidas amenazadas por la ficción.

Al final hay revelaciones, pero importan y convencen mucho menos que la propia urdimbre creada desde el vacío, aunque en todo caso conducen a consideraciones de orden general que aplacarán y complacerán a ese lector que odia perder el tiempo con “historias”. Y también puede ser verdad que la novela podría tener cien páginas menos, pero entonces tendríamos cien páginas menos de placer.