Restif de la Bretonne
Las noches revolucionarias
Traducción de Juan Pablo Pizarro de Trenqualye
Tres puntos, Madrid, 2018
442 páginas, 25.00 €
El día que conozca la historia de la estrella que he visto esta noche asomarse al cielo… Algo así se deja caer, al paso, por la pluma inexpugnable de Michelet, en el prólogo al cuarto tomo de su célebre Historia de la Revolución francesa, esa cordillera maciza de tinta que asciende a más de tres mil quinientas páginas, donde, sin embargo, no es raro descubrir ocurrencias e impromptus de tal índole. Procediendo de uno de los historiógrafos más importantes del siglo xix, la frase es reveladora y habla por sí sola, ya que pone en escena, mediante una suerte de interjección lírica y a la vez áspera, la perplejidad consustancial que induce al desolado ejercicio de la memoria histórica; la misma perplejidad, al fin y al cabo, que arrastra a cada hombre a fondear ciegamente en los pantanos del pretérito imperfecto, a sabiendas de que lo único indiscutible, lo único en verdad vivo que uno puede encontrar allí —y esto las mentes del despotismo ilustrado lo entenderían mejor que nadie— es ruina y desconcierto, ratería y crimen organizado; el resto es literatura o demagogia, inferencias optimistas, sortijas imaginarias, mendrugos de tiempo más o menos rancios e inasibles. Si bien condenada al silencio perpetuo, la estrella de Michelet tiene forma de gorro frigio. No obstante, el insigne historiador arguye de antemano la derrota metódica: para hacerse una idea completa del proceso revolucionario, tan significativo ha de ser el estudio a fondo de la reforma financiera efectuada por el ministro Jacques Necker, como una exégesis correcta de ese apego enfermizo a la cerrajería que profesaba el rey Luis XVI. De cualquier manera, con todos sus secretos galácticos, la estrella terminará sepultada en el barro.
La sombra omnisciente de la derrota persigue también a Restif de la Bretonne, pero no es, claro está, el fantasma romántico del derrumbe ideológico que podría agitarse en el gabinete de Michelet, sino la presencia inmediata de lo ominoso que se revela en las calles, con el maremágnum de los primeros acontecimientos, cuando la Revolución —merci d’avoir été si sympa, étoile— aún no ha sido bautizada con su nombre abstracto; cuando sólo es la fiebre roja de la anarquía que se propaga velozmente por todos los estamentos sociales; un Moloch de carne y hueso, con la misma sed de justicia y vandalismo que podría sentir cualquier hijo de vecino, serpenteando a tientas entre la masa informe y sublevada. Frente a este monstruo turbio y viscoso, por más carrera de libertinaje que se haya hecho en la vida, uno no puede experimentar otra cosa que no sea el pánico, el terror profético anunciando el fin del mundo. Y en efecto, así ocurre, durante la toma de la Bastilla, la Bretonne —que, como todo libertino, era en el fondo un simple párroco de aldea— recorre espantado las calles de San-Antoine de una punta a la otra. Y lo que entonces observa no es ciertamente el constructo histórico, sino las súbitas estampidas de la muchedumbre, las banderas desplegadas y las peroratas de los agitadores; una mujer encinta que recibe el balazo equivocado; barricadas, toques a rebato, disparos y gritos en la oscuridad; la ristra de cabezas colgando de las lanzas…; en síntesis, vislumbra, desde la confusión y el miedo, la barbarie que recién comienza a generalizarse; escucha el aullido animal del caos que lo empuja al borde del abismo; vive y reproduce en directo esa página policíaca con la que suele mezclarse, al principio, todo alzamiento popular; se hace eco de la situación política aún incierta, de los vaivenes de la opinión pública, ese libro abierto, antifonal, flotante y anónimo, que se escribe o canta en cada esquina, sin ningún prosista o lírico apoderado que lo castigue con su plectro.
Dado que era un fervoroso impulsor de las ideas de la Ilustración, la Bretonne no podía abstenerse de los resabios dogmáticos que enviciaban a aquellos filósofos y al común de sus herederos, los escritores libertinos, esa especie de chicos malos del arrabal enciclopedista, que habrían de embriagarse hasta con las heces —o sólo con las heces— del racionalismo y el ateísmo. De hecho, entre las páginas de sus Noches revolucionarias, va intercalando unos relatos amorosos que el lector podrá saltearse a gusto: «Felicité o el amor médico», «Las gradaciones», «La desafortunada de dieciséis años», «Las ocho hermanas», «La hija en pantalón corto»…; parábolas sobre los infortunios de la virtud —ajenas por completo a los furores tántricos del Divino Marqués—, sentimentales e inconexas, trenzadas con los ardides típicos del pícaro ilustrado, que apelan a una catequesis ya vacía de cualquier significación; horas muertas en las que los oradores se alisan la peluca y el pueblo insurrecto templa las guadañas, hasta que se enciende el próximo motín, nuestro cronista se olvida del magisterio y se lanza a las calles a hacer su siguiente ronda crepuscular. La historia —reflexiona— no se guardará ninguna pincelada, pero «yo, espectador nocturno», iré a los suburbios y a las fondas a recoger los episodios que nadie advierte. Y zarpa entonces a la pesca de nuevos sucesos, capturando todo lo que le sale al cruce, como una red-oreja que barre arbitrariamente el fondo del texto social, o un ladrón de frutas que sondea gustoso los puestos del mercado; curiosea entre las marisqueras y los carniceros; habla con los moscardones de los bajos fondos; esquiva a la guardia urbana; acude a las tribunas populares, a las tertulias y los burdeles del Palais-Royal, siguiendo un criterio de selección de los materiales bastante extraño para el momento, que consiste en el acopio de testimonios, percances y anécdotas de lo más disímiles, o de conversaciones casuales que husmea desde atrás de una columna, libelos que alza del pavimento, boletines de la prensa…
Un siglo y medio antes que Tom Wolfe, y sin el hastío de tener que vestir siempre los mismos trajes blancos, podría decirse que la Bretonne está haciendo a su manera el descubrimiento del new journalism; se está aventurando en el reportaje, la narración instantánea de los hechos o más bien de los «sucedidos», ya que no podría afirmarse todavía que fuesen hechos, como el modo más justo de aproximarse al presente; pero he aquí que el presente ya no puede significar nada para él, puesto que no se corresponde con ningún orden cronológico, no es ya presente sino solo un instante amorfo que cuelga del árbol del pasado o del futuro, tiempo absoluto, abstraído del calendario y los relojes, y disuelto en el devenir histórico; porque un día delante de la Revolución —podríamos decir, parafraseando el salmo bíblico— es como mil años, y mil años son como un día, intentar aprehender todos los signos que en dicho proceso suelen desgranarse, supera lógicamente cualquier tentativa testimonial o historiográfica; de suerte que nuestro buen hombre se las arreglaba como mejor podía, jugándose el pellejo en cada expedición (cierta vez le ocurrió que lo confundieran con un chivato y se salvó por un pelo de los fusiles) para ir en busca del documento vivo, la palabra incandescente, arrojado de aquí para allá, como otro papelucho más de la calle, por la agitación patriótica que incendiaba la realidad.
Así, momentos antes de la decapitación de Luis XVI, lo vemos fungir de vicario saboyano con una pobre dama, muy perturbada por las circunstancias, que concurre cada tarde a rezar por el monarca cerrajero, frente a la prisión del Temple. «¡Ciudadana!» —la increpa Restif con el apelativo de moda, y enseguida pasa a aleccionarla—: «lea el Evangelio: si usted cree, como no me cabe duda, verá que es el libro más republicano, el más demócrata. Verá que los sacerdotes, por quienes el triste Luis pierde su corona y quizá la vida, son unos bribones, heréticos, canallas o ignorantes». Y sin embargo, en la plaza más célebre y sanguinaria de París, frente a la ejecución del soberano, frente a aquella epifanía imprevista de un cúmulo de asonadas en apariencia puramente espontáneas, advierte la amplitud histórica del acto, al mismo tiempo que no puede dejar de condolerse por el desamparo mítico que acarrea la tragedia, mientras ya está rodando la cabeza de Luis Capeto hacia el buche de la guillotina, allí donde todo el fragor de la Historia se hiela y enmudece, y junto con aquella cabeza lánguida y legendaria, trofeo de caza mayor —tan del gusto de los sires— se troncha no solo una antiquísima forma de gobierno, sino también el orden simbólico que regía la vida cotidiana desde tiempos inmemoriales; se hunden las instituciones que filtraban la letra espuria del contrato social hasta no hace mucho, hasta ayer nomás, hasta la convulsa alborada del 28 de abril de 1789, cuando algunos trabajadores gráficos, hartos de los sobreprecios y la hambruna, se sublevaban y prendían fuego a una fábrica de papel: trabajadores que no eran, según las malas lenguas, sino una tropa de gorrones expertos, generosamente abastecidos por los bolsillos de cierto duque tramoyista.
Bajo la chaqueta lustrosa y el peluquín empolvado del libertino, habitaba en Restif un viejo paisano borgoñón de pupila escasa, con las uñas sucias de tierra, el vino atabernado chorreándole por la perilla y todas las esperanzas puestas en el calendario agrícola medieval; este viejo paisano de mentalidad arcaica —que se había pasado un poco de rosca, sin embargo, en el culto dieciochesco de la recta ratio—, era en el fondo un crítico de costumbres con alma de niño rebelde, que se planteaba muy seriamente elevar el meretricio a la categoría de institución pública, para lo cual se tomó el trabajo de redactar un tratado entero: El pornógrafo (1769), obra inclasificable y tan tediosa como un vademécum sobre derecho impositivo, donde se mezcla el dato erudito o pseudocientífico con el disparate erotómano; la consabida visión positivista de la época con un programa de libertinaje módico y sanitario, todo ello con los mejores designios para un correcto avance hacia la armonía social. Era bastante razonable, entonces, que la criatura rústica que palpitaba en el buen corazón de Restif, con su reformismo infantil y sus perversiones más bien modestas, temblara ante el terror que había desatado la Revolución ya con los primeros zarpazos; de forma análoga, lo era también que condenase rotundamente, por pura envidia profesional o por una cuestión de principios, la sofisticada crueldad y las cotas de extremismo que podía alcanzar la imaginación en el marqués de Sade, cuyo fantasma astroso lo hostigaría involuntariamente desde las sombras del manicomio, a modo de una existencia paralela, un pariente lejano e insufrible.
En esta existencia paralela, la cual se revelaría, con el correr de los tiempos, como una página aventajada de la ortodoxia revolucionaria, sabemos que no existe ningún fundamento para la compasión; tampoco hay lugar para la conjetura utópica, esas navidades perpetuas de la ciudadanía feliz. Pero, aún con esa marca paranoica que denota su raciocinio, Sade quisiera ir al fondo del problema; de nada sirve —argumenta— abolir el Estado monárquico y sancionar nuevas leyes si no se acaba para siempre con la esclavitud religiosa; a cambio de ello, y puesto que el ejercicio del poder fáctico depende básicamente de la representación de un poder simbólico o espiritual, plantea la soberanía del terror como preludio a un nuevo gobierno, fundado en la libertad individual, hermanando así los dos términos —libertad y terror— en un mismo nivel ontológico, rectilíneo, insoluble. Este nuevo evangelio del terror, este extraño principio de autoridad que proponía el marqués desde su encierro en Picpus, no podía estar más en las antípodas del utopismo moderado que predicaba la Bretonne en sus andanzas por los bulevares parisinos. Y, sin embargo, bien visto, el paroxismo nihilista que exigía Sade al aparato revolucionario, ese placer mecánico (mesiánico) de la destrucción por la destrucción que muchas veces subyace a la verdad histórica, no resulta muy distinto, después de todo, al engranaje de terrorismo banal, cotidiano y anónimo, que se refiere detalladamente en las Noches revolucionarias… Para aquellos puristas que buscaban apresar alma de la Revolución —es como si nos quisiera confesar nuestro espectador nocturno—, aquí está, se las dejo documentada: es el aire último que se hincha entre las costillas de un viejo penco arrodillándose en el barro, apaleado por un épicier o un batallón de infantería, un par del reino o un simple ciudadano de a pie.