Ricardo Moreno
Breve tratado de la felicidad
Prólogo de Gabriel Albiac
Fórcola, Madrid, 2021
172 páginas, 16.50 €
Quizá tuviera razón Borges al sospechar que «la única cosa sin misterio es la felicidad», autosuficiente y plena, justificada por sí misma; pero alcanzarla cuando no está ya es otra cosa: laberinto de espejismos, callejones sin salida y recovecos engañosos, aunque sepamos de algunos que parecen tenerla algo más a mano, conocedores de atajos, brujos de la sonrisa. El acceso a ese bienestar interior es un enredo, las más de las veces hacia objetivos que muestran rostros que no sospechábamos: quimeras. Se burla el logro al evidenciar la ausencia que contiene: aquí no era. Perdiste tu tiempo. O no.
Más sagaz que perseguir sombras chinescas quizá sea incorporar en uno algo de la actitud de Diógenes de Sinope, a quien –recordemos la anécdota histórica– Alejandro Magno deseaba conocer, pues vivir en una tinaja voluntariamente era algo a lo que no conseguía verle ni la virtud ni la gracia por mucho que hubiese sido instruido por Aristóteles, o quizá a causa de ello, ya que ensalzaba este último el término medio entre los extremos y la necesidad del desarrollo del hombre en sociedad. Parece que el barril y la jauría de perros que lo rodeaba niegan uno y otro precepto. Nos han dicho algunos autores de la Antigüedad que, sorprendido por la penosa situación del filósofo, Alejandro le preguntó qué podía hacer para mejorar sus condiciones de vida, él que lo podía todo. La respuesta que nos ha legado el tiempo y las leyendas en torno a la historia son poderosas. Sí podía hacer algo Alejandro Magno: apartarse un poco a un lado; le estaba tapando el sol y no lo necesitaba ni a él ni a su condescendencia. Demócrito hablaba de contentarse, Epicteto de hallar una felicidad independiente de las circunstancias externas; Diógenes encarnaba en sí ambos talentos, afines a los de tantos anacoretas orientales, aquellos que renuncian al deseo y viven ahora, es decir, en el instante en el que el sol es regalo en el rostro porque mañana, de nuevo, es quimera. Lo único que verdaderamente estaba en manos del rey de Macedonia hacer era aquello que tenía que ver con el presente absoluto de Diógenes, porque era el único lugar en donde este habitaba. Y en ese presente nada había que hacer salvo dejar de boicotear con sus intenciones y con su sombra el sencillo disfrute sensorial e instantáneo. Es un extremo a tener en cuenta, digno y provechoso, pero somos plurales y así el laberinto hacia la sonrisa no puede imitar un modelo por rotundo que este sea. Entre elegir un barril por todo dominio y fundar un imperio en el que casi no se pone el sol estamos los demás, jugando con las proporciones de lo que se desea y de aquello a lo que renunciamos, malabares que requieren destreza y no poca inteligencia para sortear nuestras propias trampas, que son muchas e intrincadas.
El matemático y filósofo Ricardo Moreno Castillo (Madrid, 1950) hace algo placentero para pensar sobre las posibilidades que tenemos de ser felices, como no debiera ser de otro modo para este fin: rodearse de no pocos pero sí muy doctos amigos para, en su Breve tratado sobre la felicidad, componer una suerte de mesa de reunión de filósofos occidentales en un espectro cronológico que va de Demócrito a André Comte-Sponville, llamados a un encuentro –güija de sabios– donde el autor modera un debate razonado con el tema de la felicidad como eje vertebrador. Sostenidos por un hilo conductor sonriente, la digresión tiene un rápido camino de vuelta; aquí están a lo que están: pensar desde la altura que han dejado aquellos que más atinadamente han tenido algo que decir al respecto para que el resultado de la reflexión se vea enriquecido por la pluralidad, por una inteligencia que quiere ser complementada, sostenida y enriquecida con el generoso legado de los que no han sido solo instante, de los que pensaron en nosotros, en los que estábamos por llegar. Fuera del deseo de perdurabilidad o de la percepción del hombre del mañana que también está en uno, nos han señalado caminos para que nos entretengamos cocinando un poco de alegría. «Aquí y ahora», nos dicen los recetarios de la felicidad con mucho sentido, pero cuánto ayer y mañana hay en este instante que es fruto maduro y semilla del porvenir. Aquí es un complejo lugar.
La felicidad, esa perfección de lo finito que tan bien evocase Octavio Paz en su poema «Felicidad en Herat», es, para Ricardo Moreno, «de elaboración casera y artesanal», es decir, laberinto individual para el que se requiere destreza e inteligencia. Niega el tópico del necio satisfecho, sostiene más bien que el bobo será feliz, si lo es, a pesar de su necedad, pero no a causa de ella. Más bien considera que la felicidad es hija de la sabiduría, no de la estupidez y, por tanto, rodearse de aquellos que mejor han pensado acerca de la felicidad, como hace en esta obra, es provechoso y útil. Es elaboración, construcción de lo que, de no darse como don o regalo del instante, quizá sea alcanzable como una arquitectura interior que puede convertir la madurez en un regalo. Libre la vejez de esa multitud de «furiosos tiranos» de los que hablaba Platón, puede traer alguna sorpresa inesperada. «Nos ponemos en guardia y resulta que quien nos viene al encuentro es un amigo», decía Stevenson en la misma línea que Platón, reconociendo en el apaciguamiento de las pasiones y sus oscilaciones un sosiego que serena temores: «La verdadera sabiduría es saber estar siempre acordes con nuestra edad. Amar los juguetes cuando niño, tener una juventud alegre y aventurera y acomodarse, cuando el tiempo llegue, a una serena y sonriente vejez». La sonrisa del buda es reconocible en Tusitala, el más entrañable de los escritores, autoridad en esta conquista del paraíso no gratuito, sino labrado por medio de la inteligencia y la reconciliación con los escollos más arduos de asimilar: la enfermedad, la muerte propia y la de aquellos a los que amamos.
Álvaro Cunqueiro, en su Tertulia de boticas prodigiosas y escuela de curanderos, nos propone imaginar la propia inmortalidad, esa que deseamos de diversas formas según qué religión dé forma a la propuesta, sin imaginar el rostro amargo de lo eterno: «¿Por qué desear la inmortalidad cuando el rostro mismo de la tierra se vaya arrugando con la edad?». La inmortalidad, si es individual, no tiene ningún valor como un oasis en el «inmenso desierto de la muerte»; para que tenga algún sentido, es necesaria la de todos, pero no tarda uno en sospechar que el verdadero infierno estaría en ese bucle infinito de acción que se nos antojaba consuelo. «Quizá sea mejor que las cosas sigan como están», concluye Moreno en su buen conformar, mostrando la muerte como un mal menor. Con quien sí discrepa es con Epicuro en su edulcorado planteamiento de la muerte al afirmar que «nada es para nosotros, puesto que, mientras nosotros somos, la muerte no está presente, y cuando la muerte se presenta, entonces no existimos», como si la muerte de los que queremos no dejara nuestro presente envuelto de vacío. Moreno, apoyándose en la afirmación de Stuart Mill –«Quienes han poseído felicidad pueden soportar la idea de dejar de existir, pero tiene que ser duro morir para quien jamás ha vivido»–, sugiere la aceptación de la muerte por uno mismo y por los demás: morir serenamente, sin la frustración de no haber vivido lo suficiente –aunque en cierto modo, como decía Stevenson, todos morimos jóvenes– para hacer más llevadera nuestra pérdida a los que amamos. Para conseguirlo, Epicteto proponía lo que ya, mucho antes, quedó escrito en el Bhagavad-gītā: practicar la indiferencia para con las circunstancias externas o bien, en el texto hindú, practicar la acción desapegada de los resultados de la acción misma, inmunes, por tanto, a la variabilidad de las circunstancias externas. Este desapego quizá sea receta para muchos, que no todos. Escuchen a Baltasar Gracián porque discrepa profundamente: «En el premiar es destreza nunca satisfacer. Si nada hay que desear, todo es de temer: dicha desdichada. Donde acaba el deseo, comienza el temor». En la renuncia a los deseos, a las aficiones o a los intereses también hay páramo. Quizá por eso el Bhagavad-gītā –que no ha sido invitado a la reunión de sabios de Moreno, sino solo a esta reseña– proponga elegir la acción a la no acción, pero desapegada de sus resultados. Gracián y Epicteto pueden darse, creo, la mano gracias a la ductilidad de la filosofía sāṃkhya.
Pero, ojo, escuchemos a Bernard Le Bovier de Fontenelle porque apunta una dirección interesante. Hasta este momento del tratado, que sigue un orden cronológico, hemos atendido a sugerencias que apuestan por el buen conformar, por construir en uno cierta resistencia a los vaivenes y azotes del mundo, pero el filósofo francés añade una alerta que se ha de tomar en cuenta: la infinita habilidad que tenemos para fabricar males imaginarios y la necesidad de desprendernos de estos obstáculos hijos de un modo de pensar equivocado o discutible. Deshacer antes de ponerse a hacer, para lo que sugiere comenzar por «limpiar el lugar». Tenía que ser francés, y de los albores del siglo xviii, quien pusiese razón y luz en la cuestión de la felicidad. Prescindir y dejar espacio para que el sol en el rostro de Diógenes pueda ser apreciado; mente y sentidos aunados en la percepción de esa perfección del instante de la que habló Paz, invitado a esta reunión no con este poema, sino con un fragmento de El laberinto de la soledad, en donde nos advierte de que el futuro es un tiempo falaz que nos niega porque nos recuerda que «todavía no es hora». Eso ya lo sé yo, podría asentir Diógenes y quizá Alejandro Magno, que lo había aprendido de Diógenes, pero como un elemento externo. Su felicidad –de haberla hallado, algo que ignoramos– no estaba en la renuncia. Ambos han pasado a la historia: uno desposeído; otro con un Imperio que iba desde Grecia hasta el valle del Indo y Egipto, fusionando la cultura griega con la oriental, haciendo de la abundancia enredadera o cárcel. No lo sabemos. «Aquel que construye la casa de la felicidad futura edifica la cárcel del presente», continúa Octavio Paz. Diógenes lo sabía y, por tanto, nada podía hacer Alejandro Magno para su felicidad futura porque su valor supremo era el ahora. Walt Whitman supo habitarlo y recrearlo en sus poemas: la conciencia del todo en la parte, el regalo del instante, el cultivo del bienestar interior sostenido por el asombro de estar vivo. Creo que Diógenes, Stevenson y Whitman simpatizarían si este encuentro fuese menos formal. En el tratado cada uno tiene su capítulo, su cita y la reflexión razonada de Ricardo Moreno, pero, si se rebelasen a la batuta del anfitrión y, como a Unamuno, se le saliesen de la cuidada edición, heterodoxos en su acomodo a las formas clásicas del libro, quizá se distribuirían no por estricto orden cronológico, sino por círculos de afinidades y antipatías. Quizá Chesterton, quien decía que racionalizar la felicidad –y la religión– es destruirla, tendría unas palabras con el ateo precursor del Siglo de las Luces Bernard Le Bovier de Fontenelle, quien, a su vez, discreparía con Platón –especulo– para irse a charlar más amigablemente con Voltaire. Sospecho que Goethe, invitado a este tratado por su lícito enfado con lo que considera un abuso, amparar que los poetas escriban «como si estuvieran enfermos y el mundo entero fuera un hospital de campaña», habría respirado aliviado al conocer a Whitman.
Me pregunto, en este hipotético desorden unamuniano, qué pensarían del prólogo que los anticipa, escrito por Gabriel Albiac, quien afirma: «Hablemos de la felicidad que nunca poseeremos», cuando el propio Ricardo Moreno invita una y otra vez buscar una felicidad que parece conocer al menos intermitentemente –la forma que suele adoptar este estado–, cocinada con destreza, sazonada de inteligencia, rodeada de buena compañía y reconciliada con lo que de inmutable tiene la vida: la pérdida, la muerte. Concluye su prólogo, para que quede más claro, citando a Teognis de Mégara con una frase que redondea y cierra su reflexión: «Lo mejor en esta vida, no haber nacido», lo que lleva implícito el fracaso del libro que prologa y la vanidad de los intentos de todos estos pensadores por echarnos una mano. Paralelamente, André Compte-Sponville, elegido por Ricardo Moreno para poner fin a su tratado con una reflexión, concluye que «en lo que los filósofos sí están de acuerdo, al menos casi todos, es en la idea de que la sabiduría se reconoce en cierta felicidad, en cierta serenidad, digamos que, en cierta paz interior, pero gozosa y lúcida, la cual no es posible sin un uso riguroso de la razón», lo que invita a pensar que entre prólogo y libro hay una discordancia que suscita una media sonrisa. Porque se puede leer un libro al revés, entender negro cuando se escribe blanco, o ¿dónde está escrito que el que prologa tenga necesariamente que leerse el libro? Estas innovaciones de la edición contribuyen finalmente al humor hacia cierto sinsentido filtrado en la obra en forma de paradoja, que en el tema de la felicidad viene incluso bien para restarle blancura a este camino hecho de recovecos. Prólogo aparte, el tratado es una contribución al discreto arte de saber vivir, mejor siempre, como en este caso, rodeados de buena compañía intelectual.