Todos los cursos sucede lo mismo. Al final de la sesión, una alumna está enfadadísima, tiene ganas de llorar, de quejarse no sabe bien a quién, y tan solo logra repetir «pero, ¿por qué?, ¿por qué?». Es la alumna que más se ha indignado al descubrir que le han escamoteado a las autoras de la Edad de Plata en las clases de literatura del instituto. La alumna que se reconoce, enfurecida, incapaz de pronunciar un nombre de mujer poeta junto al de Lorca, de pintora junto al de Dalí, de creadora junto al de Buñuel. Esa alumna es el germen de una renovación nacida de la injusticia, el anhelo de igualdad y la reflexión feminista. Si esa alumna llega a ser docente algún día, propagará la lección y transformará el canon. Por algo así trabajamos algunas académicas desde la universidad. Pero el fácil acceso a los textos de las autoras modernas ha de acompañar este esfuerzo pedagógico. Y la gran suerte es que, en estos momentos, en España, la apuesta editorial por recuperar estas voces se revela firme y comprometida.
Desde el volumen superventas de El encaje roto, con los cuentos de Emilia Pardo Bazán sobre violencia machista publicado por Contraseña en 2018, hasta el reciente rescate de Elena Quiroga —Premio Nadal en 1951 y primera mujer novelista en ingresar en la RAE— por el joven sello Bamba Editorial, en los catálogos independientes se observa un interés por repensar el canon hispánico desde una mirada femenina. Las escritoras del siglo XIX y del XX se resitúan, se reivindican y se leen más que nunca. Pero son Las Sinsombrero, en feliz nomenclatura mediática acuñada por Tània Balló, quienes están protagonizando una auténtica revolución del canon español moderno. Por fin el marchamo «Generación del 27» sirve para ir más allá de las grandes figuras masculinas de la época y comienza a englobar al conjunto de mentes brillantes que hicieron posible aquellos años de arte, pensamiento y acción.
Recordemos que muchas de las mujeres «del 27» fueron esposas, compañeras o amigas íntimas de los hombres clave de la cultura hispánica del primer tercio del XX: María Teresa León estaba casada con Rafael Alberti; Josefina de la Torre fue gran amiga de Pedro Salinas; Concha Méndez era la esposa de Manuel Altolaguirre y fue también amiga de Luis Cernuda; María Lejárraga era la mujer de Gregorio Martínez Sierra (y, como ha quedado demostrado, la verdadera autora en la sombra de las exitosas obras firmadas por su marido, véase el reciente documental A las mujeres de España, de Laura Hojman); Magda Donato contrajo matrimonio con Salvador Bartolozzi; Carmen Conde, con el crítico y poeta Antonio Oliver; Zenobia Camprubí era la célebre compañera de Juan Ramón Jiménez… Y podríamos seguir estableciendo vínculos en los que, a la manera de los pares binarios opuestos que invita a desmontar la teoría de Jacques Derrida, se construye una relación jerárquica en la que el hombre ocupa el lugar privilegiado o no-marcado y la mujer el subsidiario o marcado.
Las relaciones amistosas, laborales, familiares o amorosas han servido durante décadas como pretexto para que estas mujeres fueran arrinconadas en la historiografía hegemónica masculina y presentadas, siempre, como compañeras de los protagonistas del festín literario: eran las que viajaban con ellos, les acompañaban a los encuentros culturales, a las tertulias, a los cafés; eran las que ayudaban en la editorial o corregían las pruebas de imprenta o contestaban la correspondencia; las que aportaban el apoyo intelectual y espiritual indispensable para el correcto desarrollo de la actividad creativa de «ellos», esa actividad que merecía la pena mimar y preservar en un delicado equilibrio al que contribuía el savoir faire, la inteligencia y la generosidad de la esposa, hermana o amiga. En el discurso cultural sobre la modernidad española, a estas mujeres se les adjudicaba un recatado y meritorio segundo plano frente al nivel protagónico que ocupaban los hombres.
Nunca hasta ahora se las había observado de manera autónoma como novelistas, poetas, pintoras, escultoras, compositoras, intelectuales, editoras, dramaturgas, activistas, políticas, filósofas, gestoras culturales, pedagogas, investigadoras… Como artistas o profesionales, en definitiva. Y ello pese a poseer obra propia, haber publicado, expuesto o intervenido en debates de toda índole, así como haber recibido atención crítica durante los efervescentes años de la Segunda República. Ciertamente, el compromiso político de la mayoría de ellas las condujo al exilio tras la Guerra Civil y al ostracismo cultural durante el franquismo, como han estudiado magníficamente Josebe Martínez o Antonina Rodrigo. Sin embargo, el concepto de Generación del 27 no se revisó bajo este prisma ni amplió la nómina de sus miembros con nombres femeninos con la llegada de la democracia y en los años posteriores, cuando sí se dispuso una maquinaria académica y editorial para la recuperación de numerosos autores ligados al pensamiento progresista y ocultados durante la dictadura. Solo en el siglo XXI, las Sinsombrero han vuelto a tenerse en cuenta.
El interés social por conocer las figuras femeninas de la Edad de Plata y leer sus textos se ha aliado, en los últimos años, con el trabajo de diferentes editoriales españolas que han apostado por recuperar las obras olvidadas de estas autoras, bien por encontrarse descatalogadas en los anaqueles desde su publicación hace décadas, bien por no haberse publicado nunca y permanecer todavía inéditas. Dentro de este último caso, merece la pena destacar las memorias escritas por la escenógrafa, pintora y figurinista Victorina Durán (1899-1993), que en 2018 vieron la luz en tres volúmenes —Sucedió, El Rastro. Vida de lo inanimado y Así es— bajo el título común de Mi vida y gracias a Publicaciones de la Residencia de Estudiantes. Durán narra cómo se educó y empezó a hacerse un hueco en el mundo del arte, cómo descubrió su atracción por las mujeres y vivió sus experiencias amorosas, o cómo se enfrentó a las consecuencias de la guerra civil, al exilio en Buenos Aires y a su difícil regreso a España.
En la categoría de los textos descatalogados que regresan a las bibliotecas, brillan los libros de Luisa Carnés, autora prácticamente desconocida por los lectores contemporáneos hasta que la editorial gijonesa Hoja de Lata la convierte, en 2016, en sinsombrero de referencia gracias a la exitosa recuperación de Tea Rooms, novela publicada por primera vez en 1934. Ahora sabemos que Carnés es la más importante narradora del 27 y una dignísima representante de la novela social de preguerra, junto con Ramón J. Sender, César M. Arconada o Andrés Carranque de Ríos.
Prosigo esbozando un panorama de la reciente recuperación editorial de «las modernas». El sello Cuadernos del Vigía, conocido por sus interesantes ediciones de Max Aub, ha publicado entre 2018 y 2019, dentro de la colección «La otra mitad», los títulos Mientras los hombres mueren, de Carmen Conde, Surtidor, de Concha Méndez, y Los inadaptados, de Carmen de Burgos. La editorial Comba, por su parte, ha recuperado textos emblemáticos de una de las principales novelistas del siglo XX español, Rosa Chacel: Memorias de Leticia Valle, en 2014, y La sinrazón, en 2015 —aunque Acrópolis sigue sin poder comprarse más allá de las librerías de viejo—. Además, Comba también ha sacado a la luz el maravilloso intercambio epistolar entre Chacel y una joven Ana María Moix, en De mar a mar, volumen coordinado por Ana Rodríguez Fischer. Y Ediciones Torremozas, especializada desde 1982 en literatura escrita por mujeres, ha sacado en 2019 la Poesía reunida de Concha Espina y la antología de relatos La mujer fría y otros cuentos, de Carmen de Burgos; en 2018, los diálogos satíricos de La voz de los muertos, de Carmen de Burgos; en 2017, la obra de teatro Mineros, de Carmen Conde y María Cegarra, y el poemario Cantos de muchos puertos, de Mercedes Pinto; y en 2016, el poemario Pez en la tierra, de Margarita Ferreras.
Mención aparte merece el ingente trabajo realizado por el bibliófilo y poeta Abelardo Linares, desde Sevilla, con su sello Renacimiento. Sin él no se entiende el actual boom en España de la literatura femenina de la Edad de Plata, presente en las librerías, en los suplementos culturales y revistas literarias, y en las redes sociales donde se habla de mujeres y literatura. Una visita al catálogo de Renacimiento, con más de dos mil títulos, muestra el amplio abanico de géneros asumidos en este rescate de voces femeninas. Desde la ficción, sea narrativa —Halma Angélico, Rosa Arciniega o Concha Espina—, poética —Concha Méndez— o teatral —María de la O Lejárraga, por fin, figurando en la portada como autora y no su marido, Gregorio Martínez Sierra—, hasta textos políticos o periodísticos —Clara Campoamor, Isabel de Oyarzábal o Magda Donato—, pasando por dietarios —el de la grafóloga Matilde Ras es de un alto interés— o memorias —como las de Carnés en El eslabón perdido, testimonio impagable del exilio republicano español—. Y ello sin desdeñar géneros considerados menores, como la narrativa de viajes —podemos ir con María Teresa de León a la Unión Soviética, que tanto fascinó a los intelectuales de izquierdas del momento— o la literatura infantil, principalmente de la mano de Elena Fortún, cuya excelente recuperación por Renacimiento merece un comentario aparte.
Las investigadoras Nuria Capdevila-Argüelles y María Jesús Fraga, al frente de la Biblioteca Elena Fortún, se han propuesto dar a conocer todos los textos de la autora y han logrado convertir en best-seller de la editorial la obra Celia en la revolución, descatalogada desde los años 80, tras la primera edición a cargo de Marisol Dorao. Se confirma así que los seguidores de la niña madrileña más traviesa y divertida de la literatura infantil española se mantienen fieles generación tras generación. Además, Renacimiento ha cautivado a nuevos lectores con títulos inéditos como Oculto sendero, una novela de corte autobiográfico sobre el matrimonio como cárcel para la mujer y el descubrimiento de la sexualidad lésbica. La Fundación Banco Santander también ha contribuido a este renacer fortuniano con los volúmenes El camino es nuestro, en 2015, poniendo en diálogo la obra de Matilde Ras con la de Elena Fortún —quienes vivieron, según apuntan los testimonios, una relación sentimental— y De corazón y alma (1947-1952), en 2017, que recoge las cartas entre Carmen Laforet y su entrañable amiga, ya enferma y acercándose paulatinamente a la muerte.
Resulta imposible no mencionar otros títulos de la editorial Renacimiento que, sin ir firmados por autoras de la Edad de Plata, se ocupan de aspectos relacionados, de alguna manera, con ellas. Verbigracia, las investigaciones de Soledad Fox sobre Constancia de la Mora (Constancia de la Mora. Esplendor y sombra de una vida española del siglo XX, de 2008, título reeditado en 2017 como Connie. Biografía de Constancia de la Mora) o las memorias de Concha Méndez recogidas por su nieta Paloma Ulacia Altolaguirre y recuperadas en 2018 para los lectores con el título Concha Méndez. Memorias habladas, memorias armadas. Asimismo, Renacimiento ha recogido intercambios epistolares de mujeres clave de la modernidad española en volúmenes como Dolor y claridad de España. Cartas a María Zambrano, de José Bergamín (2004) o Correspondencia entre José Lezama Lima y María Zambrano y entre María Zambrano y María Luisa Bautista (2006). Además de la recuperación de una joyita de insólita exquisitez: los aforismos traducidos por Zenobia Camprubí del poeta bengalí Rabindranath Tagore, recogidos en el volumen Pájaros perdidos (2011).
Mi alumnado ha dejado de asociar la etiqueta «Generación del 27» con una imagen fija de hombres cogidos del brazo paseando por Madrid o sentados en una cafetería cigarrillo en ristre. La han sustituido por una imagen más diversa y ajustada a la realidad de aquellos años: hombres y mujeres de la Edad de Plata, juntos, trabajando, aportando cada uno y cada una su talento y sus capacidades para renovar la literatura española y situarla en un contexto de vanguardia europea. Esta imagen fue borrada de los libros por cuarenta años de franquismo y por otras tantas décadas de desinterés sistemático y de estudios literarios con sesgo patriarcal. Ha hecho falta una sociedad más igualitaria y concienciada para poder redibujarla.
En este sentido, cabe aplaudir la función social de la crítica feminista y su interés por redescubrir los textos apartados del núcleo del canon, por trazar una tradición femenina de la escritura y por interpretar la escritura de mujeres no solo como producto estético, sino también como un documento simbólico de alto valor colectivo. Si la ginocrítica reflexiona en torno al poder, la jerarquía y el dominio masculino en el ámbito cultural, su papel en el caso que exponemos ha sido determinante. Y nos obliga a establecer una conexión entre dos momentos de auge del pensamiento feminista en España: los años veinte y treinta y el presente. Hoy sabemos que aquellas mujeres pioneras abrieron una senda de libertad que quedó cegada durante décadas y ahora desbrozamos, ampliamos y reivindicamos entre todas. Hay toda una genealogía de referentes femeninos por fijar en la historia de nuestra modernidad. Y la sociedad contemporánea está preparada para una renovación, necesaria y justa, del canon literario español.