Armando Lucas Correa
La niña alemana
Edición de L. F. Moreno y P. Benito Olalla
Ediciones B, Barcelona, 2016
448 páginas, 20.00 € (ebook 7.99 €)
POR GERARDO FERNÁNDEZ FE

El pasado mes de junio se supo del descubrimiento de dieciséis mil objetos pertenecientes a judíos que encontraron la muerte en el campo de Auschwitz. Se trata de utensilios de cocina, relojes, monedas, frascos de medicinas, tapas de botellas, sellos personales, pipas, cigarreras, lapiceras y tazas de té utilizadas durante el Shabbat que permanecieron olvidados durante años en un depósito de la Academia de Ciencias de Polonia. A la vista de algunos objetos, podría tratarse de esas nimiedades que vamos dejando a nuestro paso, pero se trata de lo último que miles de personas dejaron caer en un depósito antes de pasar por el umbral de las cámaras de gas del peor de los experimentos concebidos por el ser humano.

No queda dicho en los reportajes de la prensa, pero entre los objetos hallados podría haberse encontrado uno de los tantos recipientes cilíndricos de bronce para guardar algunas cápsulas de cianuro, que solían venderse en el mercado negro berlinés previo a la «Solución Final». Y por qué no imaginarlo, todavía sin abrir, en la mano de un padre de familia que se resiste a creer, aun a punto de ser gasificado, en semejante barbarie.

Alrededor de unas ampolletas de cianuro que algunos utilizaron y que otros no, discurre en parte la trama de La niña alemana, primera novela del cubano Armando Lucas Correa: un texto que parte de los sucesos del buque Saint Louis, que llegó a La Habana en 1939 con 937 pasajeros, casi todos judíos, y que tuvo que retornar cargado a una Europa convulsa, pero cuya médula, más allá de lo anecdótico, se centra en el recorrido durante más de siete décadas de experimentos sociales, imposiciones y manejos totalitarios.

Se trata de un libro que funciona sobre la tesitura de lo confesional, no muy lejos de la cuerda del Diario de Ana Frank, sobre todo en la etapa berlinesa de la familia Rosenthal y durante la travesía del Saint Louis hacia el Caribe, pero que a partir de su segunda mitad –con la conversión de la niña sobreviviente en una joven observadora, extrañada y aguda, cuando la trama reposa en el día a día de una casa a oscuras, y cuando en enero de 1959 se produce un real regreso a la barbarie y a la imposición de una ilusión– se solidifica y exhibe sus mejores pasajes.

Si de la familia de Ana Frank el único que volvió de los campos fue Otto, el padre, en La niña alemana, Max Rosenthal es el único que, no aceptada su entrada a La Habana por el gobierno de Federico Laredo Bru, debe regresar a Europa; el único que nunca pisa el suelo del Petit Trianon, la casona oscurecida del Vedado habanero en la que vinieron a instalarse su esposa Alma, con pocos meses de gestación, y su hija Hannah, de doce años, la conductora del relato, la única voz capaz de realizar un paneo objetivo de la historia de una familia y de sendas revoluciones, la nacionalsocialista, con ese encanto primigenio que tantas respuestas oligofrénicas generó en una masa enardecida, y la revolución de Fidel Castro –no menos fotogénica que la que se inició con el incendio del Reichstag en 1933–, un proceso social mesiánico, prometedor de equidad y bonanza que durante décadas ha amalgamado a una izquierda mundial sobradamente acrítica. «Mi madre escuchaba inmóvil a Esperanza, con los brazos pegados al cuerpo y las manos apretadas en el regazo. No estaba frente a una limpieza racial que buscara la perfección física, la medida y el color para lograr la pureza. Se trataba de una limpieza de ideas. Le temían a la mente, no al físico», relata Hannah en un segmento muy sutilmente dedicado a las UMAP, los campos de trabajo (y de exterminio mental) que recogieron a los díscolos y a los diferentes, entre 1965 y 1968, en las llanuras de Cuba. En estos sitios también, como veinte años atrás en tierras alemanas y polacas, se exhibía un cartel en el que se leía «El trabajo os hará hombres».

Desde su amarga lucidez y su abandono, Alma Rosenthal constata que, a partir de 1959, en Cuba se procede a una especie de eugenesia, ya no con respecto a una raza determinada, sino exclusivamente ideológica: una perenne y continuada «batalla de ideas» en la que el opuesto es conducido a la muerte civil. Valga resaltar aquí la lograda construcción del personaje de Gustav –transformado en un ramplón Gustavo en tierras cubanas–, el hijo más pequeño de la gélida Alma y del desaparecido exprofesor Max Rosenthal, hermano de Hannah, quien se transforma en un entusiasta participante de la revolución de los barbudos, y que llega a su familia de ilustres a cascar la flema y la solemnidad de un pedazo de la aristocracia berlinesa, sobre el cual clava la bandera del despotismo no ilustrado, despeinado y en botas de campaña.

A fin de cuentas, la Revolución Cubana, además de constituir un crisol de exclusión y de entusiasmo, en su arrogante afán por reinventar la Historia, fue también la cristalización de la ligereza y la vulgaridad. «¡Que se vayan!», reclamaba un titular del diario Der Sturmer en mayo de 1939, una frase tipo retomada por el escritor en un juego de viñetas que van intercalándose con el texto puramente ficcional, y que propicia un anclaje con la realidad del momento. Aquí la parábola con los tantos éxodos, unos masivos, otros a cuentagotas, que ha vivido el pueblo cubano en las últimas seis décadas es inevitable, aunque el más rotundo de los paralelos quedaría fijado con los sucesos del éxodo del Mariel, en 1980, con sus pancartas exaltadas, su visceralidad, sus mítines de repudio al vecino que rehúsa amalgamarse al credo oficial, y el retorno fascistoide, desde un estado de izquierdas, al término de «gusano».

Ya mayor, tras haber visto morir a sus familiares más cercanos, Hannah lo observa todo con espanto, pero sin el odio que destilaba su madre. Por lo demás, ya es tarde para un nuevo exilio. A esas alturas del juego de su vida, ya ha asimilado sobradamente una convicción que data de 1939, de cuando sólo unos pocos del Saint Louis fueron aceptados en el país: la de que La Habana pagaría «bien cara su indiferencia –no hoy, ni mañana, pero pagará». De ahí una idea de isla maldecida que –al decir también de su madre– pagaría la culpa de la tragedia de los Rosenthal durante «al menos, cien años».

Lo que quedó de la familia en 1937 decidió asumir el devenir de la historia como se lo había impuesto el destino. Pero esta proximidad a la muerte, conectada con un elemento químico devastador, propicia uno de los momentos más impactantes de este libro, cuando Hannah imagina la escena en que su único amigo Leo, también de doce años, es despertado por su padre en un Saint Louis que va de regreso. «Únicamente una fuerza diabólica pudo haberlo empujado a cometer semejante atrocidad –relata Hannah–. No quiso demorar más la agonía».

En La niña alemana, Armando Lucas Correa se ha centrado además en la taxonomía de esos objetos que prefiguran la travesía de una familia venida a menos: las cortinas de terciopelo verde bronce, el escaparate lleno de naftalina «para preservar el presente», un pedazo de vidrio ahumado tras aquella Noche de los Cristales Rotos en la que se acrecentó la barbarie; unas galletas de vainilla, una perla «imperfecta», pero también, ya en La Habana de 2014, «el olor a tabaco impregnado en el forro deshecho de los asientos». Eso, antiguallas, abalorios y sensaciones que se empeñan en no desprenderse, como para otros se trató de una cafetera con el mango roto, el olor de una cocina de queroseno, una olla para hervir el agua con una imponente costra blanca en su interior, o un tocadiscos Silverstone de caoba oscura, abandonado en una esquina, un artefacto que generaba vida antes de 1959, fecha definitivamente bisagra, aunque simulemos olvidarla.