Tres lindas cubanas
Tusquets | 392 páginas
El metal y la escoria
Tusquets | 320 páginas
Los apóstatas
Tusquets | 416 páginas
POR CARLOS BARBÁCHANO

A finales de 2020 se publicaba Los apóstatas, la lúcida y dolorosa novela que cerraba la trilogía narrativa familiar de Gonzalo Celorio. Y digo novela aunque podría también decir, por utilizar palabras del propio autor, «denuncia y memoria, historia y epístola, crítica y homenaje, biografía y autobiografía», a lo que cabría añadir narración y poesía, diario y confesión, metaliteratura y autoficción, ensayo y crónica…; y me quedo corto porque la novela para Celorio es un género profundamente mestizo, donde todo cabe, se mezcla, para mayor gloria de ese flexible e inabarcable instrumento de percepción de la realidad. «La novela –señaló recientemente- es capaz de hacer calas más profundas que cualquier otro discurso en el mundo referencial» (CH, nº 821, noviembre 2018, p 54) y para ello, añadimos, el autor puede servirse de los más diversos recursos.

La búsqueda de la propia identidad es el motor que sustenta esta extraordinaria trilogía narrativa familiar que parte de Cuba para llegar a México pasando antes por España. Tres lindas cubanas (2006) nos lleva a la Cuba prerrevolucionaria y a la Cuba castrista por vía materna. El metal y la escoria (2015) a los orígenes paternos, o sea a España. «En el largo proceso de escritura de Tres lindas cubanas y El metal y la escoria la literatura se fue enseñoreando de la historia de mi familia hasta avasallarla por completo», confiesa en el capítulo cuarto de su última entrega, que nos acerca al México natal y a dos de los hermanos que más influyeron en su vida: Miguel, el mayor de la docena de hijos que tuvieron Miguel Celorio y Virginia Blasco, que pronto se convertiría en su padre intelectual; y Eduardo, que precede a Gonzalo, penúltimo de la lista que cerraría una niña, Rosa. El otro hermano fundamental será Benito, el «padre sustituto» afectivo, pues Miguel Celorio era ya un sesentón cuando tuvo a sus dos últimos hijos. A través principalmente de los recuerdos de Benito, desgranados por su prodigiosa memoria en las comidas fraternas celebradas en el Covadonga, el restaurante del Centro Asturiano de México, Gonzalo pudo fundamentar la segunda de las entregas.

Porque doce fueron los hijos del matrimonio entre Miguel y Virginia, vástago de asturianos el padre, cubana, pero nacida en Canarias, la madre. Doce apóstoles casi pues cuatro niñas rompieron la monotonía de una prole eminentemente masculina. Doce apóstoles y dos apóstatas, como reza el título último de la trilogía ya que Miguel y Eduardo rompieron su vínculo con la Iglesia cuando ya ejercía uno la carrera eclesiástica y otro estaba a punto de profesar, hijos en fin de una familia ultracatólica, de comunión semanal y rosario diario.

Tres lindas cubanas, que el autor dedica a sus hermanos, acontece fundamentalmente en Cuba y se estructura en dos partes de trece capítulos, cada una salpicada por trece estampas, vamos a llamar costumbristas, irónicas las más veces, que reflejan la singularidad de la sociedad cubana y del régimen que la envuelve. El título recoge el nombre de un danzón que viene al pelo para abarcar la ascendencia femenina del autor, a su abnegada madre, verdadera madre coraje que se enfrenta sola a la crianza y educación de la prole pues el padre está casi siempre ausente debido a su trabajo, y a sus dos hermanas: Ana María, afín al régimen (más por miedo que por convicción, según su hermana Virginia) y Rosita, decididamente anticastrista. La primera parte de la novela alterna las vivencias cubanas de la madre y las tías con los viajes del propio autor a la isla. Alternancia que se traslada al punto de vista narrativo pues para la historia de las féminas se usa la segunda persona en tanto que las numerosas visitas del autor a Cuba se relatan en primera persona. El último capítulo, el trigésimo, recoge dos cartas que Ana María envía a Virginia tras la muerte de Hilda, su compañera, sirviente y amiga, donde confiesa a su hermana su deseo de dejar una vida que para ella ya no tiene sentido. Amparándose en la excusa de cuidarla, su casa ha sido tomada por los parientes de Hilda y ella, desatendida, sola y enferma, se ha recluido en su habitación para morir.

Esa segunda persona narrativa es perfectamente definida por el autor en el epílogo del libro cuando opta por que «fuera la novela misma, a la que tantos datos proporcioné, la que me contara a mí, su escritor, la historia de las generaciones que me precedieron». Singular recurso que, con alguna variante, seguirá usando en el resto de la trilogía.

En la segunda parte de la novela Celorio alterna México y Cuba. Más autobiográfica, predomina la primera persona. Se abre un paréntesis, en el capítulo veintidós: un doloroso fragmento del diario de tía Rosita, que por fin pudo salir con su marido de la isla y entrega a su sobrino en la residencia de Miami donde acaba sus días, muerto su esposo, tristemente abandonada por sus hijos y nietos. «Cuando me enteré por mi hermana de su fallecimiento –confiesa el autor en el epílogo-, busqué entre mis papeles aquel álbum que me había encomendado la tía. Lo encontré, lo leí de nueva cuenta y volví a sentir la necesidad de escribir una novela o una saga de mi familia materna para cumplir el mandato tácito de mi tía Rosita, y, de paso, reivindicar la oscura vida de Ana María y la esforzada vida de mi madre».

En varios momentos del relato el autor nos confiesa que la mitad de sus ochenta kilos de peso son cubanos. De hecho es lo que le dice a un Fidel Castro gratamente sorprendido ante sus palabras cuando, todavía crédulo y emocionado, tiene la oportunidad de estrecharle la mano. Esto sucede en uno de sus primeros viajes a Cuba, cuando apenas llega a la treintena. Años después, tras conocer de cerca la realidad cubana, su opinión sobre el dictador es harto distinta como podemos comprobar en la última de las estampas, que titula El tiempo, donde un anciano Comandante con su sempiterno uniforme verde olivo y unos ridículos tenis blancos, que lejos de «rejuvenecerlo lo avejentan», pronuncia uno de sus interminables y «repetitivos» discursos sobre los logros y más logros de una Revolución que hace aguas por doquier. Porque Tres lindas cubanas es, entre otras cosas, la constatación de un desencanto: el del propio Celorio, entusiasmado en su juventud con la revolución cubana –como tantos otros jóvenes y menos jóvenes- y desilusionado al constatar la involución de un régimen que acabó siendo minado por el estalinismo.

El título de la segunda entrega, El metal y la escoria, se inspira en un hermoso y enigmático soneto de Borges y recoge al tiempo el trasfondo y la contextualización de la novela. Trasfondo porque el dramatismo del relato se sustenta en la progresiva pérdida de la memoria del narrador, quien teme que la enfermedad la arrase tal como sucedió con su hermano Benito; en menor grado la contextualización porque España, y más concretamente Asturias, tierra minera, centra algunos de sus capítulos. 

Celorio no titula los capítulos de esta entrega, veinticinco, que dedica a sus dos hijos, simplemente los numera. Tampoco observa la perfecta simetría de Tres lindas cubanas, con ese culto al presunto número de la mala suerte. La novela empieza magistralmente: en un espacio de apenas dos páginas revive la despedida del joven emigrante de la aldea que lo vio nacer, al abuelo paterno del autor, Emeterio, que no llegará a conocer, el silencio de los padres, la momentánea indecisión del hijo, las tareas que deberán asumir sus progenitores tras su partida, el encuentro con la niña Fuensanta y ese primer y último beso furtivo. «Emeterio vio por última vez aquellos bultos negros contra el sol del amanecer». Brevedad, emoción, poesía. 

Tras una travesía marítima eterna en compañía de su amigo Ricardo del Río, Emeterio llega a México vía Veracruz y comienza a trabajar en la tienda de su primo Belarmino con tanto denuedo que pronto se instala por su cuenta montando un próspero negocio de importación de alcoholes. Matrimonio y una numerosa familia: ocho hijos con dos esposas de las que enviuda en ambas ocasiones. Los varones dilapidarán la fortuna de Emeterio. Miguel, el padre del autor, fue la excepción; pronto se regenera y encauza su vida.

La mitad de El metal y la escoria está centrada en las disipadas vidas de los hermanos de Miguel. Sus tres hermanos murieron jóvenes y alcoholizados: Ricardo en plena insurgencia mexicana, pero no víctima de un disparo callejero –como en principio creyó su familia- sino de una congestión alcohólica; Severino, expulsado de México por sus amoríos con una muchacha emparentada con un alto cargo ministerial, muere en Madrid en la miseria más absoluta; de las circunstancias de la muerte de Rodolfo, que dilapidó toda su herencia en el juego, poco se sabe pues la novela por medio de esa segunda persona que informa al narrador –convertido en narratario- a la vez que al lector, nada nos cuenta.

El resto de los capítulos lo ocupa el propio autor y sus recuerdos de la primera y segunda y definitiva casa familiar, proyectada esta por su hermano Miguel, arquitecto tras su experiencia religiosa, donde la numerosa familia vivirá en régimen entre cuartelero y monacal: una especie de socialismo comunitario presidido por la madre, verdadero «centro solar», y regido por la equidad; así como las conversaciones fraternas en el Covadonga, los viajes de Gonzalo a España y las evocaciones de su tía Luisa y de Paco, su tío político.

Al iniciar estas líneas el autor decía, refiriéndose a estas dos primeras novelas, que la literatura había avasallado la narración de la historia familiar. A ello contribuyen sin duda los rasgos novelescos de buena parte de sus familiares. Su tía Luisa se lleva la palma en este sentido. 

El nacimiento de Luisa conlleva la muerte de la madre e inicia la segunda viudez de un Emeterio prematuramente envejecido. Cede la criatura a su amigo Ricardo del Río, quien habiendo triunfado en los negocios no tiene herederos: su matrimonio con Laurita no ha dado hijos. La niña Luisa crece en el seno de una familia acomodada que le permite todo tipo de caprichos. Cuando estalla la revolución mexicana la envían a Suiza donde completará su educación afrancesada. De regreso a México será la rica e hipocondríaca solterona que encuentra momentáneo alivio a sus dolencias en los primeros años de matrimonio con Francisco Barnés, el querido tío Paco, médico español refugiado en México tras la guerra civil que atiende gratuitamente a la familia de Gonzalo y encuentra en ella el afecto y el amor tan necesarios para quien ha dejado todo a sus espaldas. Matrimonio del agua con el aceite. A los pocos años el médico, que en su consulta jamás cobraba a los necesitados, descubre que su mujer generalizaba el cobro de las consultas enviando mensualmente el dinero percibido a los comités franquistas mexicanos. Fue la gota que rebasó el vaso de sus desavenencias. Tras el divorcio, Luisa, que frecuenta los saraos diplomáticos capitalinos, consigue un puesto de responsabilidad en la Alianza Francesa merced a su innegable conocimiento del idioma y a su imaginación novelesca que le lleva a inventar una apasionante biografía. En Torreón, nueva ciudad en medio del desierto, encontrará su lugar en el mundo.

Las conversaciones en el Covadonga se interrumpen una vez Benito, el memorioso, pierde definitivamente la memoria y después la vida. Se reanudarán, al poco, dejando vacío el asiento del hermano. Los dos viajes de Gonzalo a Asturias son memorables. Esa evocación del final de La Regenta en la que el propio autor se introduce es digna de enmarcarse. El último capítulo, antecedido por el emotivo viaje de Gonzalo a Nicaragua para asistir a la boda de su hermano Eduardo, recoge el temido y terrible final. La dramática pérdida de la memoria. El triunfo de la autoficción.

La publicación del tercer libro de la trilogía, Los apóstatas, que el autor demora un año tras su escritura, «por temor y por pudor», la considera como un verdadero «salto mortal». Desvela en ella los más recónditos secretos familiares y se lamenta en varias ocasiones de haberla escrito pero siente al tiempo el deber de denunciar los abusos de los que fue objeto su hermano Eduardo en su infancia por parte de uno de los próceres mexicanos, amigo de la familia; vejaciones que se repetirán en su adolescencia cuando inicie una supuesta vocación religiosa en el seno de los Hermanos Maristas. Rigurosa etopeya asimismo de Miguel, el hermano mayor, el padre sustituto, que evidencia sus tremendas contradicciones, sus defectos a la vez que sus virtudes, sin por ello renunciar un ápice al amor que le profesaba. 

Dividida en cuatro partes, bajo el epígrafe de «Ida y Regreso», dos a cada hermano, vuelve a la simetría estructural de su primera entrega alternando los capítulos narrativos con fragmentos metaliterarios, humorísticos, anecdóticos y dramáticos. Dedicada a sus dos hermanos, a su amigo y tocayo Gonzalo, hijo del pederasta que abusó de Eduardo, y a su amiga Rosa Seco, que se convierte en narrataria al dirigirse a ella en segunda persona a lo largo de buena parte del libro. 

Miguel y Eduardo tienen en común su belleza y su extraordinaria capacidad de seducción. También la elocuencia. Enamoradizos asimismo y sobre todo con gran capacidad de enamorar; aunque Miguel, tan amado por sus sucesivas novias, es incapaz de amar. Les diferencia la religiosidad: profunda en Miguel; superficial en Eduardo. Miguel es el intelectual, el teórico, el perfeccionista; Eduardo la praxis, la acción.

La primera parte recoge la infancia y adolescencia de Eduardo. Su ingreso en el juniorado de los Maristas como refugio de los abusos del pederasta para ser víctima a su vez de los abusos del padre director del internado. Alternativamente Celorio nos va informando del proceso de elaboración de la novela. Eduardo protagoniza la tercera parte del relato donde la socorrida vocación religiosa da paso a su verdadera vocación social y a su compromiso político y vital con la revolución sandinista cuyo fracaso lo anegará en el alcohol. Viñetas sobre la temida invasión yankee de Nicaragua intercalan sus capítulos.

Los sucesivos noviazgos de Miguel y sus respectivas huidas, el ingreso como dominico en España y su regreso a México, abandonada la Orden, para dedicarse a la arquitectura y a la vida académica, centran la segunda parte de la novela, salpicada de divertidísimas instantáneas que recogen los diálogos entre el niño Gonzalo y su madre acerca de los infundios religiosos. La última parte arranca con el matrimonio del eterno solterón, su trayectoria académica e investigadora en Texas, su desapego familiar y finalmente la pérdida de la razón e incluso de la palabra –lo que llevará a Gonzalo a retomarla por él a través de la escritura- para desembocar en la locura. Los dramáticos detalles de su ingreso en el Psiquiátrico y en el asilo donde termina sus días salpican estos capítulos.

El autor se suma en el epílogo a la apostasía fraterna y, ante la pregunta de su amiga Rosita sobre si va a proseguir la saga familiar, responde que, pese a su cansancio, «sí sé que la mata sigue dando». Quien avisa no es traidor.