Magalí Etcherbarne
La vida por delante
Páginas de Espuma
120 páginas
POR LORENA AMARO

Parecen unánimes las alabanzas para el trabajo de la argentina Magalí Etchebarne (1983), autora de un libro de relatos que tuvo excelente acogida en Argentina y España, Los mejores días (2017), con varias reediciones. Destacan que le ponga «el cuerpo al nuevo cuento argentino» (Gabriela Cabezón Cámara), también los despliegues de sutileza (Leila Guerriero), poder de síntesis, gracia y ritmo (Hebe Uhart), sabiduría y compasión (Margarita García Robayo) de su escritura, capaz incluso de «reinventar el lenguaje de la poesía», como sugiere Lucía Caleta a propósito de Cómo cocinar un lobo (2023), un volumen de poemas en que dolor y duelo conectan con los cuentos galardonados por el Premio Ribera del Duero 2024, La vida por delante.

El título de este último libro resulta, pues, irónico: lejos de presentarnos historias de juventud, retrata la vida como un baile a punto de precipitarse en la catástrofe de sus últimos, acelerados pasos: el envejecimiento propio o de los padres, la enfermedad, la muerte de las personas amadas, el deterioro de las relaciones de pareja. Sin embargo, en la reflexión de dos hermanas que van a arrojar las cenizas de su madre a la playa, emerge una esperanza: «Una madre vieja es un hijo a contramano —me dijo Nadia—, una inmersión que solo involuciona. Ya va a volver la vida. La vida insiste» («Temporada de cenizas»).

La ironía del título del libro se transforma, de este modo, en algo más: sí, es posible que tengamos algo más por delante que el sufrimiento y la extinción, y son los intersticios por donde se cuela ese mensaje los que Etchebarne explora con lupa en los cuatro relatos que conforman el conjunto. ¿No son muy pocos? Inevitablemente, es lo primero que salta a la vista. En su famoso y controversial libro Despidan a esos desgraciados, Jack Green se refería al cliché de la extensión como algo totalmente irracional por parte de los críticos: «tienden al conformismo: rechazan lo demasiado extenso y lo breve en extremo, pero nunca atacarán un libro de una longitud dentro de la media», escribe con justa razón. Aun así, cuando hay un premio de por medio, específicamente al género del cuento, es comprensible que nos quedemos con ganas de más, entre otras razones, porque se percibe cierto desbalance.

El primer y el tercer relato, «Piedras que usan las mujeres» y «Temporada de cenizas» están en absoluta continuidad, con aparentemente la misma protagonista/narradora, una hija que observa el deterioro de su madre, Beatriz, desde que el padre decide irse con Luisa, una mujer más joven. Tanto el tono de la narración como la atmósfera y el modo de presentar las imágenes —bellísimas, contundentes, precisas— revelan esta sintonía entre dos historias que pudieron formar parte de un conjunto en sí mismo, quizás de una novela. Un misterioso huevo de obsidiana es el objeto mágico que transita de un cuento a otro, para revelar, más allá del sufrimiento de las mujeres, su posibilidad de resistir a ella.

Ya se ha dicho de la escritura de Etchebarne sobre su prodigiosa capacidad de aunar tragedia y comedia contemporáneas; es lo que permite dar vida a los personajes de «Piedras que usan las mujeres», que comienza con una catástrofe familiar y social: los maridos de un grupo de amigas deciden dejar a sus esposas por mujeres más jóvenes: «Ellos jugaban al póker o al truco, y mamá y las otras esposas que quedaban se agruparon en una esquina como excombatientes: la tía Nely, Bochi, Gaby y mamá». Genial es la escena en que hacen cantar a una de las odiadas novias nuevas en una reunión social: «encima de linda, con talento y trágica». Las tensiones entre los personajes tienen resonancias bélicas, pero la mayor batalla es la que se libra contra la muerte, encarnada en la cotidianidad de enfermedades como el Alzheimer, la demencia, el cáncer, la depresión, las debacles nerviosas: «Agus la lleva del brazo y yo camino atrás, con su almohadón para la espalda. Esther ya está en el patio acomodando la silla en la que la vamos a sentar. La vejez es una guerra y por eso su ejército».

Como ya lo anticipé, «Temporada de cenizas» retoma a algunos personajes del primer cuento y los desarrolla. Es así como la madre —a quien ya vimos en su vejez, sufriendo de demencia senil o Alzheimer—, aquí muere. Su hija, acompañada de una hermanastra, Nadia, van a lanzar las cenizas al mar. Nos enteramos de que ellas y sus madres hicieron una amorosa alianza frente al padre, que también abandonó a su segunda familia. En la playa conocen a dos lugareños, pero la narradora ya no vive muchos entusiasmos: «Siento un tirón en la cintura, un dolor metálico y blando que arrastro desde hace un año y me quedó de levantar a mi mamá en brazos». De algún modo, sigue anclada al cuidado de su madre. «Básicamente no hay que pensar en nada que a una la aleje del presente —me dijo Nadia una vez—, como los astronautas, siempre atados a lo que te pueda devolver a la gravedad de tu tiempo». Como la hermana, la madre también parece estar preñada de consejos y de imágenes: «La ternura es cara, pero es lo único que puede salvarte; no es el amor. El amor sin ternura te deja sola, es un presente que alguien te envía a la distancia (…). Durante mucho tiempo me sentí uno de esos chanchos oliendo en la tierra, buscaba que fueran suaves, que me vieran por dentro, buscaba la emoción. Buscaba la ternura como una posesa».

El hallazgo de buenas imágenes está por todo el libro, incluso en las narraciones menos potentes del libro. En «Un amor como el nuestro» la protagonista, Julia Gigotti, es una correctora de textos en una editorial, muy disociada de su cuerpo. De joven sufrió un accidente que dañó sobre todo una pierna: «Una vez corrigió un libro sobre un astronauta que había vivido un año entero en el espacio. Lo primero que pudo decir cuando pisó la tierra de nuevo fue que el dolor de piernas era insoportable. La sangre le pesaba una bestialidad, su cuerpo es un edificio. Julia se siente así, aunque apenas se aleje de su casa». Lo inesperado hace su ingreso con Leslie Tecsi, una escritora norteamericana de padre mexicano, famosa por sus bestsellers eróticos. Julia debe adaptar sus libros, traducidos en España, a los lectores argentinos. El humor es clave en el encuentro de estas dos mujeres, sobre todo en lo que toca a la autora famosa: «En una entrevista, dijo que no podría definir sus influencias, que todo está en su cabeza, los personajes le piden acción y ella solo cumple órdenes. Y que jamás podría leer una novela escrita en primera persona». La astucia narrativa de Etchebarne consiste en poner a la dramática Julia y a Leslie —con su imaginería de látigos en mix con la novela rosa— en un hotel de las cataratas de Iguazú, y hacerlas atravesar una ola de suicidios.

Cierra el volumen el cuento «Casi siempre desesperados», en que Ana y Ramiro son una pareja que, como ya nos anticipa el título, se destroza minuciosamente desde hace años. Él es un paranoico obsesivo, que parece odiar el impulso vital de ella: estás demasiado preocupada por estar bien parada del lado de la vida». Ana encuentra una confidente y consejera en una amiga actriz, que ha conseguido hacerse medianamente famosa, Malena, un personaje que estructuralmente viene a reemplazar a la madre de las historias antes mencionadas. La prosa resulta menos porosa e inventiva; el loop de odios y reconciliaciones se afirma en una narrativa cíclica de la pareja, que no logra proponer fisuras o fugas interesantes respecto de los relatos que giran ya no sobre la fatiga del material corporal, sino sobre la decadencia de las relaciones amorosas.

La vida por delante corrobora el innegable talento narrativo de Etchebarne, si bien es mezquino con sus lectores. Después de un primer volumen con tan buena recepción crítica y lectora, bien podríamos esperar más historias, más personajes, más imágenes. Es indudable la capacidad de la autora para construir mundos. Pero conviene sincerar otro punto, que va más allá de este libro puntualmente y del que es un magnífico ejemplo. Me refiero a la tendencia de la narrativa contemporánea de la última década a conformar una literatura identitaria, en que uno o varios traumas son expuestos, con mayor o menos fortuna, buscando consciente o inconscientemente a las y los lectores que puedan proyectarse en ellos. Como ocurre, por ejemplo, en el último libro de Mariana Enríquez, en este volumen de Etchebarne el asunto es, particularmente, el envejecimiento, la edad madura, las enfermedades y muerte de los padres. Otras y otros han escudriñado las infancias, las maternidades y paternidades, las relaciones de pareja y también otros duelos, un recetario de las inquietudes más recurrentes. Cuando son libros bien escritos, como el de Etchebarne o la propia Enríquez, no es raro que generen sólidas alianzas e identificaciones con sus lectores. ¿Qué pasa con la literatura que, por el contrario, produce extrañeza, dificultad, rechazos, reconciliaciones, porfías lectoras? ¿Dónde se la premia? Insisto en que no es problema del libro de Etchebarne, sino un síntoma, creo, de los tiempos.